– A fe, padre… -murmure. Tenia un nudo tan grande en la garganta que no me pasaba el aire-, que, a lo que se ve, vuestra merced esta muy loco.

– No te de pena ese cuidado -respondio el, contento-. Solo quiero saber que te parece.

– ?Que me va a parecer? -sonrei, con los ojos llenos de lagrimas-. Que quereis prohijar a un tal Martin Nevares de dieciseis anos que no es sino una mujer casada, por nombre Catalina Solis, de casi veinte. Por eso digo que vuestra merced esta muy loco y que no hace sino locuras.

– ?Que se le ha de dar al rey Felipe si Martin es Catalina o si Catalina es Martin? Por cualquier desgracia que me pudiera pasar -afirmo con repentina seriedad-, quiero que tu, como hijo mio, te llames Martin o te llames Catalina, cuides de Maria como si fuera tu propia madre, de los hombres de la Chacona y de las mozas de la mancebia, y que resuelvas todo lo que quede por poner en ejecucion. Quiero que los mantengas unidos, que les procures prosperidad y ventura, y todo esto, si no tienes documentos de legitimidad, no podras llevarlo a cabo. Ya sabes que, cuando yo muera, Melchor de Osuna se quedara con la casa, la tienda y la nao. Obligacion tuya sera hacerte cargo de nuestras gentes y sacarlas adelante como si fueras yo. Este es mi trato, ?lo aceptas o no? Aceptalo, muchacho, o te tiro por la ventana.

– Lo acepto, padre, lo acepto -exclame, sonriendo.

– ?Sea! -aprobo, satisfecho y, poniendose en pie, me paso la mano por el cabello con afecto-. Dentro de unos meses llegaran tus nuevos documentos. Estos asuntos de prohijamientos del Nuevo Mundo no encuentran complicaciones en la corte. Se admiten todos, asi que tendras que preparar otro canuto de hojalata para tu nueva identidad. -Me miro, aun mas sonriente que cuando habia entrado-. ?Quien sabe…? Quiza algun dia utilices tus dos personalidades segun tu voluntad y conveniencia. Me gustaria, si tal ocurriese, estar vivo para verlo.

Solto una carcajada y salio del cuarto, dejandome emocionada y llorosa. Los papeles se retrasaron hasta el ano siguiente, el de mil y seiscientos y tres, un ano que, por mas de ser el de la muerte de la reina Isabel de Inglaterra, lo que podria haber significado un tratado de paz con esa nacion que pusiera fin a las malditas incursiones de sus piratas y corsarios, resulto especialmente duro para el rey Benkos, pues los asaltos a los palenques arreciaron y las jaurias de perros carniceros, adiestrados para correr por los montes y los canaverales y descuartizar a los negros, hicieron incontables matanzas. Con todo, los esclavos que huian de las ciudades para unirse a Benkos eran cada vez mas numerosos y los propietarios empezaban a estar desesperados. Hubo muchas reuniones oficiales en Cartagena y en Panama para intentar resolver el problema y la solucion que se adopto a la postre fue la de utilizar a cimarrones traidores que obtenian su libertad guiando secretamente a los soldados hasta los palenques. No les resulto facil hallar solicitantes pese a los muchos pregones y requerimientos que se hicieron por toda Tierra Firme, pero alguno hubo que se la jugo, que ejercio su papel de Judas y que, por desgracia, acabo muerto a cuchilladas en las mismas calles a las que habia querido volver como negro libre al precio de las vidas de otros.

Trabajamos mucho en mil y seiscientos y tres. Realizamos incontables viajes en la Chacona porque los flamencos querian cada vez mas tabaco por la misma cantidad de armas. Moucheron, fumando orgullosamente su fina y curvada pipa y sonriendo con fingimiento, nos advirtio cierto dia de que, si no traiamos mas arrobas, el mismo nos denunciaria por contrabandistas a las autoridades espanolas y aseguro tener medios para ponerlo en ejecucion sin correr ningun peligro, pues sus relaciones con dichas autoridades habian llegado a ser excelentes gracias a su propio trato ilicito con ellas. A mi senor padre se le descompuso el rostro y le vi tragar saliva como quien traga veneno, pero nada dijo. Sabia que la flota de aquel ano, la del general Jeronimo de Portugal, habia traido pocas y malas mercaderias y que las ventas en la feria de Portobelo habian sido realmente escasas. Los colonos, autoridades incluidas, no podian mas que recurrir al contrabando. Desde entonces, cuando no era tiempo de cosecha, aprovechabamos el pago de los tercios para comprar en Cartagena algunas arrobas de tabaco jamiche, el de baja calidad que se habia estropeado durante el secado. Como Moucheron queria mas arrobas por el mismo precio, le colabamos, sin remordimientos, algo de jamiche en el tabaco bueno recien cosechado. Tambien desde entonces, nuestras singladuras llegaron hasta Puerto Rico y Santo Domingo, en la isla La Espanola [37], en busca de grandes plantadores de tabaco, mas no podiamos alterar los mandatos de la naturaleza y si solo habia dos cosechas al ano, no podiamos hacer que hubiera tres, por mucho que lo necesitaramos. Asi que, de septiembre a noviembre y de abril a junio no descansabamos ni un solo dia, cruzando el Caribe de este a oeste y de norte a sur.

A consecuencia de tanto viaje, a finales de la estacion seca de mil y seiscientos y cuatro, la Chacona mareaba ya con mucha dificultad y se hundia excesivamente en el agua por el peso de la tinuela y los percebes que acumulaba en el casco. Por ello, dias despues de recoger un cargamento de tabaco en Cabo de la Vela, mi padre decidio, hallandonos a pocas horas de La Borburata, que alli, en aquella magnifica rada de aguas quietas y someras llamada puerto de la Concepcion, carenariamos la nave. A todos sin excepcion nos alegro la noticia pues La Borburata conservaba, de sus buenos tiempos como granjeria perlifera, una alegre vida portuaria. Era un villorrio pequeno y amurallado -aunque pobremente-, cuya bondad atraia a numerosos navios necesitados de carenado, reparaciones o avituallamiento. Esa era la razon de que siempre hubiera tantos marineros rondando por su puerto. El cercano rio San Esteban permitia, por mas, hacer aguada y sus casas de tablaje no solo eran famosas por todo el Caribe sino que constituian lugares excelentes para enterarse de las nuevas de Tierra Firme y para volver a ver a viejos conocidos. Tambien habia una mancebia aunque, desde luego, no gozaba del excelente prestigio de la de madre.

La primera jornada de nuestra estancia en La Borburata nos deslomamos rascando el casco de la nave desde que empezo el primer reflujo de la marea. Mis compadres, a imitacion de Guacoa y Jayuheibo, hacian aguas menores sobre sus manos sin el menor recato (pues decian los indios que la orina era buena para las heridas y para las resquebrajaduras y quemaduras de la piel), mas yo tenia que retirarme discretamente invocando algun pretexto para remojar las hilas [38] con las que me envolvia los dedos para calmar el dolor. Por fin, al anochecer, tras cenar alegremente en la playa, no quisimos aguardar mas y nos adentramos en la plaza, cuyo mercado tantas veces habiamos visitado antes de convertirnos en contrabandistas. Muchos eran los caminantes que saludaban a mi senor padre y muchos tambien los que se hacian los locos para no ser vistos en su compania por los dos alguaciles que paseaban orgullosamente arriba y abajo de las estrechas y descuidadas callejuelas de La Borburata, vigilando a los marineros borrachos, los musicos callejeros, los mendigos, los buhoneros y los espadachines matasietes que hormigueaban por alli.

Pronto nos separamos y cada cual tiro hacia los lugares de su gusto. Mi senor padre, como acostumbraba, se fue hacia la taberna mas concurrida del lugar y yo, que le seguia los pasos, me vi frenada por las voces de mi compadre Rodrigo:

– ?Hermano Martin! -me llamo entre la algarabia-. ?Hermano! ?Quieres conocer un garito de juego?

Mi padre, que le habia escuchado, denego con la cabeza mientras me miraba.

– ?Padre, hacedme la merced! -le rogue, entusiasmada con la idea de visitar un tablaje verdadero-. Os doy palabra de no perder caudales. Solo quiero mirar, os lo juro.

– ?Como vas a perder lo que no tienes, palomo? -repuso el, ablandandose.

– ?En verdad, padre, en verdad que solo quiero mirar! -suplique, emocionada, y, asi, le hice grandes juramentos de buen comportamiento y discrecion y puse por testigo y valedor a Rodrigo quien, por mas, dio palabra de llevar gran cuidado de mi y de restituirme entero, sin un rasguno. Tanto insistimos entrambos que mi padre se rindio al fin y me dio licencia.

– Pero que no juegue, Rodrigo -ordeno, dandonos la espalda y alejandose.

– No tocara un naipe, maestre. Os lo juro.

– ?No? -susurre, despechada.

– No, Martin -confirmo el antiguo garitero, arrastrandome por las animadas callejas-. Esta bien que conozcas las casas de tablaje y que aprendas las cosas que alli se hacen para que quedes protegido del vicio de los naipes, que a tantos arruina la vida por todo lo descubierto de la tierra, pero solo para eso te llevo, para que cuando seas hombre y dispongas de libre albedrio, avisado estes de los peligros del juego.

No era eso lo que yo deseaba oir, pero si a su conciencia le venia de gusto sermonear, sea, que sermoneara mientras no se arrepintiera de llevarme. No me importaba escuchar sus consejas a trueco de visitar, por fin, una de esas famosas casas de naipes, tambien llamadas leoneras o mandrachos. De camino, tropezamos con muchos munidores ejerciendo su oficio, que no era otro que el de atraer a jugadores para que los tahures los desplumaran.

El tablaje en el que entramos era un bajareque grande, compuesto por muchos aposentillos que

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