llamaban garitas. En cada una de ellas, bajo un candil que colgaba del techo, habia una mesa protegida por un lienzo grueso, a modo de tapete, que ocupaba el lugar principal. Sentados a ella y con los naipes en la mano estaban los jugadores, ajenos a cuanto los rodeaba y a la multitud de mirones que les quitaba el aire. Segui a Rodrigo por los estrechos y oscuros corredores a cuyos lados se distribuian las garitas y fuimos a dar, por fin, a una en la que estaba a punto de comenzar la partida. Por lo que yo habia visto, aquella noche en todas las mesas se jugaba a la primera [39] y, como por experiencia sabia que no habia enemigo para Rodrigo en este juego, me las pinte muy felices y entretenidas.

El de Soria tomo asiento en la silla vacia y puso dineros sobre el lienzo. Alli se jugaba a estocada, apostando, y no habia lugar, a lo que deduje por las caras, para las bromas y chanzas que acontecian en la Chacona. Los jugadores estaban serios y los mirones que pronto empezaron a llegar formaron bandos tan enconados como ejercitos enemigos. Al punto, aparecio el garitero, un hombre de apariencia brutal, acompanado por una corte de ayudantes o sirvientes entre los cuales, a mas de algunos desuellacaras, vi a uno, un prestador, que le entrego caudales al individuo sentado a la diestra de Rodrigo. No le hizo firmar papel alguno, mas no parecia que aquel pudiera escapar de alli sin saldar su deuda o perder la vida. Mas tarde supe que, entre todas aquellas gentes de guarnicion que seguian al garitero, habia uno al que, por su oficio, llamaban contador, y que llevaba de memoria las cuentas de todo lo ganado y lo perdido en las partidas y de todo lo prestado, pagado y debido tanto a su amo como entre los jugadores.

Como digo, entro el garitero y puso una baraja de naipes nueva sobre la mesa.

– Jueguen sin chanchullos, fullerias o floreos [40], senores mios -solicito, y algunos de los mirones sonrieron maliciosamente aunque sin apartar los ojos de la mesa.

Rodrigo cogio el mazo y lo barajo con desmana. Conoci asi que queria hacerse pasar por palomo blanco, aunque dudaba si le vendria en voluntad acumular ganancias poco a poco, partida a partida, o si, por mejor, pensaba dar un certero golpe de mano cuando todos estuvieran desprevenidos. Habia tambien, ademas del que arriesgaba caudales prestados, otros dos jugadores sentados con mi compadre: uno era un palomo blanco de verdad, un anciano cultivador de Santiago de Leon [41], muy educado y correcto, que habia acudido al tablaje alentado por los munidores del negocio; el otro era un vecino de alli mismo, de La Borburata, capataz de alguna hacienda, que habia cobrado recientemente su salario y tenia los bolsillos llenos de maravedies. Este pobre hombre, un cuarteron joven y fuerte de poco entendimiento, estaba mas borracho que una cuba y no hacia otra cosa que pedirle a uno de los mirones que le sirviera ron aunque tenia la copa llena. A los mirones que actuaban como criados se los llamaba entretenidos y era costumbre que el jugador al que sirvieran les diera alguna dadiva al terminar la partida, pues eran gentes muy pobres y necesitadas que no tenian otro oficio con el que procurarse la comida. Pese a ello, el entretenido del capataz pronto se canso de aguantar sus ordenes, burlas y desprecios y, como Rodrigo y los demas ya tenian servidores, abandono la garita buscando otra partida y otro jugador menos borracho y brusco. En suma, que mi compadre tenia aquella noche una notable ocasion para hacerse con unos buenos caudales.

El de Soria repartio y dio comienzo el juego. Pese a su aparente ignorancia, Rodrigo, con mucha gracia y arte, no dejaba ver sus naipes ni a quienes estabamos detras de el y, cuando, tras mucho rato y un ultimo descarte, la mano se la llevo el cultivador (y tambien los dineros), supe que aun estaba tentando la mesa y a sus contrincantes. El que jugaba de fiado sonreia como quien sabe lo que esta pasando y el capataz borracho alboroto mucho por aquella perdida gritando que el tenia un flux (la mejor suerte y con la que se gana: cuatro cartas del mismo palo que corren seguidas) cuando, en verdad, solo tenia primera (cuatro cartas, una de cada palo).

La segunda partida fue mucho mas emocionante que la primera y nuestra garita se iba llenando de curiosos. Yo ni sabia ni era capaz de descubrir que flores estaba empleando Rodrigo, pero me hallaba cierta de que las hacia, aunque el fin de las mismas no fuera ganar por el momento. Y, en esta ocasion, tras una hora de juego a lo menos, el cultivador de Santiago de Leon volvio a llevarse la mano con un cincuenta y cinco. El de fiado no pudo mas y, ceremoniosamente, se levanto y se despidio de los presentes; ocupo entonces su silla el maestre de una carabela que estaba haciendo reparaciones en la rada desde hacia una semana.

Pero, cuando en la tercera de las largas partidas de aquella noche, mi compadre, por fin, arramblo con todas las ganancias de la mesa, el capataz borracho exploto como una bombarda, solto injurias por la boca y, clavando un punal en el tapete, amenazo con matar a todos los presentes:

– ?Malnacidos! -gritaba el energumeno-. ?Me estais robando! ?Que venga el alguacil inmediatamente! ?Hay un fullero en esta mesa y yo he de sacarle el corazon con estas mis manos! ?Nadie engana al hijo de mi padre, a Hilario Diaz, capataz al servicio de Melchor de Osuna, familiar de los Curvos de Cartagena! ?Favor de la justicia! - seguia berreando con hablar ebrio-. ?Alguaciles, corchetes, estan robando a un leal guarda de almacen que solo quiere jugar honradamente unos maravedies!

Mentar el borracho a Melchor de Osuna y trabarse mi mirada con la de Rodrigo fue todo uno.

El garitero y su corte aparecieron de inmediato. Entre varios sujetaron al cuarteron que, habiendo rescatado el punal de la mesa, intentaba clavarselo al anciano cultivador de Santiago de Leon.

– ?Vos…, canalla, bellaco! ?Vos sois el fullero que me ha robado mis caudales! ?Devolvedmelos ahora mismo, hideputa!

– ?Calla, asno! -le replicaba el garitero, abriendo paso a sus hombres que arrastraban a Hilario Diaz fuera del pequeno aposento-. ?Me estas espantando a la clientela!

– ?Alguaciles, corchetes…!

Un seco y fuerte punetazo en el menton le cerro la boca y el seso, pues silencioso y desmayado quedo al punto, colgando como un fardo entre los dos edecanes.

Rodrigo, que se mantenia a mi lado en aquella algarabia, me susurro:

– ?Recuerdas lo que te referi del contrato que firmo tu padre, diez anos ha, con Melchor de Osuna?

Naturalmente que lo recordaba. Mi padre debia entregar a Melchor ciertas cantidades de lienzo brite e hilo de vela en unos establecimientos que este tenia en tres ciudades de Tierra Firme. Sin duda, Hilario Diaz era el guarda principal del establecimiento de La Borburata, el capataz de los jornaleros que trabajaban alli para el de Osuna. Como la flota del ano de mil y quinientos y noventa y cuatro no habia traido ninguna de esas dos mercaderias, mi padre no pudo cumplir su parte del trato y Melchor exigio que se hiciera una ejecucion en bienes por el total, usurpandole todo cuanto poseia.

– Las mejores flores para el fullero -me dijo Rodrigo calladamente- son las que le permiten conocer las cartas del contrario y, de ellas, la principal es aquella en la que un compadre pone un espejuelo detras de los naipes del rival. ?Que te parece si hacemos que ese borracho sea nuestro espejo para ver lo que oculta Melchor de Osuna? -propuso Rodrigo.

– No podrias haberlo dicho mejor -replique, cogiendo mi chambergo rojo.

Rodrigo acopio sus monedas con presteza, las guardo en la faltriquera y se despidio de los presentes, echando unos pocos maravedies al aire para alegria de mirones y entretenidos.

Salimos rapidamente de la casa de tablaje y, encontrandonos de nuevo en la calle, mas vacia de gentes a esas horas, vimos a los hombres del garitero lanzar por los aires al tal Hilario que fue a dar, clavado, sobre un charco de desperdicios.

– ?Ayudame!-exclamo Rodrigo.

Echamos los dos a correr hacia el capataz y le sacamos la nariz del agua sucia para que no se ahogara. El pobre cuarteron, ya sin infulas, empezo a toser y, tras las toses, a echar las tripas, que le debieron de quedar muy limpias y vacias. Gemia como un torturado.

– Al puerto, Martin. Debemos darle un remojon.

De no ser por nuestra ayuda, el pobre capataz hubiera amanecido ahogado en las calles de La Borburata asi que, bien mirado, teniamos todo el derecho del mundo a darle los remojones que quisieramos. Le quitamos, de camino, un mugriento herreruelo pardo que traia y un capotillo negro, y le dejamos en calzas y jubon, con las sucias polainas caidas hasta la mitad de las piernas. El agua del mar estaba caliente y Rodrigo le zambullo varias veces hasta que se le limpio la mugre de la cara, las ropas y la mollera. Pronto, las nubes que cubrian sus ojos desaparecieron y empezo a recobrar el seso.

– ?Que pasa? -pregunto, aturdido. Su sangre india le habia engalanado con unos ojos rasgados y una nariz extensa y chata, y su sangre espanola con una piel blanca como el marmol, llena de pecas.

Le sentamos en la orilla de la playa y nosotros nos situamos mirando hacia el mar, de cuenta que la poca luz que llegaba desde la ciudad le diera a el en la cara mientras nosotros quedabamos ocultos en las tinieblas,

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