– ?Como lo vamos a conocer? -se extrano Rodrigo-. Fernando Curvo esta en Sevilla y nosotros en Tierra Firme. El es un comerciante principal y nosotros, si no recuerdo mal, contrabandistas de poca monta.
– Alguien debe de saberlo en Cartagena -objete.
– Naturalmente. Sus hermanos, Arias y Diego Curvo. ?Vas a ir tu a preguntarles?
El rugido malhumorado de mi padre desde la puerta de la taberna nos sobresalto. Se le veia enfadado y gesticulaba hoscamente, llamandonos. Con todo, Rodrigo seguia alli quieto, esperando mi respuesta con una mueca chusca.
– Quiza si les pregunte a los Curvos, hermano, quiza si -replique-. Y, hazme la merced de no contar nada a mi senor padre de lo que hemos descubierto.
– ?Por que? -se sorprendio-. ?Es importante que lo sepa!
– Confia en mi, Rodrigo. Se lo que hago.
– ?Esto es traicion!
Mi padre seguia llamandonos a voces, sin dar credito a nuestra inobediencia. Pronto, todos los vecinos de La Borburata saldrian a las calles con sus armas convencidos de estar siendo asaltados por piratas.
– No, Rodrigo. Sabes que mi padre nunca resolvera el problema con Melchor. Sabes que esta resignado a pagarle el tercio hasta el ultimo dia de su vida. Y, por mas, debes conocer que, tiempo ha, me pidio que me hiciera cargo de madre, de vosotros y de las mancebas cuando el muriese, pues nos quedaremos sin la casa, la tienda y la nao. -Rodrigo resoplo y supe que se le empezaban a alcanzar mis intenciones-. Tu has estado a mi lado desde el dia en que me leiste el recibo de Melchor, el que sacaste de la faltriquera de mi padre. No me abandones ahora. Permiteme, con tu silencio, reflexionar sobre todo lo que nos ha contado esta noche ese desgraciado de Hilario Diaz y buscar un camino para salir de este atolladero.
El antiguo garitero, amante de las flores villanas en el juego de los naipes, apunto una sonrisa en su cara curtida.
– Sea -repuso-. Pero quiero estar contigo en esto. Debes contarmelo todo.
– Por mi honor que lo hare -dije, echando a correr hacia mi senor padre.
Regresamos a Santa Marta tres meses despues, con el ligero jabeque cargado de armas y polvora hasta los penoles. Promediaba agosto y nos hallabamos en plena temporada de lluvias, con lo que tal suponia para la navegacion por las terribles tormentas, tifones y huracanes que siempre hacian estragos en el Caribe. Mi padre no tenia prisa por entregar el cargamento al rey Benkos. Decia que estaba cansado y que necesitaba comer en su casa y dormir en su lecho. Pese a sus deseos, el plazo para pagar el segundo tercio del ano se cumplia en breve. Antes del dia treinta del mes debiamos personarnos en Cartagena para visitar a Melchor y entregarle los veinticinco doblones.
Madre parecia radiante cuando llegamos. Nos habia preparado un recibimiento de reyes y la fiesta se prolongo dos dias enteros. Tanta era su alegria que hasta a mi senor padre se le mejoro el animo y se le olvido un tanto su fatiga. Los musicos de nuestra tripulacion se sumaron a los de la mancebia y, al anochecer, tocaban sus instrumentos por las calles de Santa Marta, improvisando recitales ante los grupos de vecinos que charlaban en las puertas de las casas o paseaban por la playa o se dirigian al rio Manzanares para darse un chapuzon. La chicha, el ron y el aguardiente calentaron los corazones y las mozas distraidas trabajaron sin descanso mientras los demas bailabamos, comiamos olla o dormiamos la siesta durante las horas en las que apretaba el sol. Una semana despues de nuestra llegada, aun salian de la selva vecinos borrachos que ignoraban que la fiesta se habia terminado.
A poco de acabar el jolgorio, cierto martes tengo para mi, madre me mando llamar a su despacho una manana. Cuando entre, mi padre conversaba con ella apaciblemente sobre las rentas y gastos de la mancebia. Para mis estudios de calculo, madre habia utilizado como cartillas de ensenar los libros de cuentas de los negocios y ambos conocian, tiempo ha, que yo estaba al tanto de todos los asuntos de la casa.
– Pasa, Martin -me rogo madre, que fumaba un grueso cigarro puro-. Toma asiento, hijo.
Arrastre una silla de brazos y me sente junto a mi padre.
– Ahora que os tengo aqui a los dos -empezo a decir ella echandonos una mirada satisfecha-, voy a daros una gran alegria y es que, en estos ultimos anos de mercadear contrabando, hemos reunido los caudales necesarios para rescatar nuestras propiedades de las manos de Melchor de Osuna.
Mi padre bajo la cabeza, apesadumbrado. Desde que yo habia sido prohijada (o, por mejor decir, prohijado), madre me trataba con un afecto y una consideracion parecidos a los de una madre verdadera. Con todo, siempre quedaba entre ambas una muralla que ninguna estaba interesada en derribar.
– ?Por que sigues con este empeno, Maria? -le pregunto mi padre conteniendo su enfado-. Sabes que es imposible rescatar nuestras propiedades.
– Imposible no hay nada, Estebanico.
– ?Imposible hasta que yo muera, mujer, a ver si te lo metes de una vez en la cabeza! -grito el-. Cuando eso ocurra, el de Osuna lo vendera todo. Guarda los dineros, Maria. Dejalos a buen recaudo hasta entonces y, el dia de mi muerte, daselos a Martin. El sabra lo que debe poner en ejecucion.
– ?Que me maten, Estebanico, si tienes cabal juicio! ?Que podemos perder por intentarlo? Tanto que hablas de tu muerte y no te detienes a pensar que quiza el de Osuna ya esta aburrido de esperar a que faltes. ?Que dices tu, Martin? -me pregunto madre de improviso, esperando, por su cara, que diera una opinion en su favor.
Mi cabeza no habia parado de dar vueltas desde la noche que conversamos con Hilario Diaz en la playa de La Borburata. Ni Rodrigo ni yo habiamos dicho nada a nadie, mas, de vez en cuando, nos encontrabamos secretamente en el compartimento de anclas y sogas donde, a la luz que entraba por los escobenes, nos torturabamos recordando las tropelias de los Curvos y de Melchor. Mil veces me habia repetido el de Soria, en aquellas ocasiones, que el contrato de arriendo firmado por mi padre para utilizar la casa, la tienda y la nao hasta su muerte era cosa pasada en cosa juzgada o, lo que es lo mismo, imposible de anular salvo por voluntad del de Osuna, que debia de tener mucha mano entre los jueces y oficiales reales de Cartagena para que los escribanos publicos le admitieran aquellos contratos. Tal cosa nos llevo a pensar que, de seguro, los Curvos tenian comprados a algunos de ellos.
– Pareceme -balbuci- que mi senor padre tiene la razon, madre. Melchor de Osuna no va a permitir que compremos nuestros bienes porque perderia dineros.
– ?Que dineros va a perder? -se indigno ella, echando una espesa fumarada blanca por la boca-. ?Lo que queremos es que pida una cantidad o que nos deje hacer una oferta!
– ?Cuantos doblones hemos reunido? -quiso saber mi padre.
– Cuatrocientos. He podido guardar unos cien al ano, mas los setenta y cinco de la renta a Melchor.
Mi padre se entristecio.
– No va a querer saber nada por esa cantidad -advirtio.
Yo me espante. Sabia que el de Osuna no venderia nada, mas ?tampoco por cuatrocientos doblones? ?Por mi vida! ?Conocia mi padre de cuantos maravedies estabamos hablando?
– Pedira, a lo menos, el doble -continuo diciendo.
– ?Y que mas? -se burlo madre-. ?La Corona de las Espanas? ?El trono de los cielos?
– ?Te he dicho que no quiere vender! -bramo el, exasperado.
– ?Intentalo! -grito ella a su vez-. ?Que te cuesta preguntarle? ?Hazlo por mi, Estebanico! ?No quiero esperar a que mueras para recuperar mi casa! -se quedo en suspenso unos instantes y, luego, con devocion, se corrigio-. La casa de los dos, Esteban. ?Acaso no recuerdas que aqui nacio nuestro pequeno Alonso y que aqui paso su corta vida, en estos aposentos?
Me quede muda de asombro. Mi padre y Maria Chacon habian tenido un hijo, quien sabe cuando, que murio sin salir de la infancia. Nunca habia oido yo nada sobre tal nino ni nadie habia pronunciado una sola palabra referente a el, como si su nombre y su existencia hubieran sido borrados por algun encantamiento. Pero mi buena memoria me hizo recordar un detalle muy pequeno del dia que llegue por primera vez a aquella casa y entre en aquel despacho. Madre dijo entonces, tras conocer el ardid ingeniado para salvarme del matrimonio con el lamentable Domingo Rodriguez, que por mucho que me hiciera pasar por hijo de Esteban Nevares, yo nunca seria como… Y aqui se detuvo. Mi senor padre, entonces, se habia levantado prestamente de la silla y se habia hincado de hinojos ante ella, acariciandole el rostro. Sin duda, ambos tenian en mente el mismo pensamiento, pero nada dijeron entonces ni tampoco despues. Ahora, sin embargo, la senora Maria hacia referencia a aquel doloroso recuerdo para conseguir que mi padre se aviniera a negociar con el ruin de Melchor de Osuna.