– ?Me has oido, Esteban? -insistio madre.
– Te he oido, mujer -respondio el con voz triste.
– ?Y que piensas hacer?
Mi padre, que ahora parecia mas viejo y cansado que nunca, la miro haciendo leves gestos de asentimiento con la cabeza.
– Lo intentare -concedio al cabo de unos instantes-, pero el de Osuna no cedera.
Madre se angustio.
– ?Ofrecele los cuatrocientos doblones! Veras como no los desdena. ?Quien podria rechazar una fortuna asi?
El se encogio de hombros y, con esfuerzo, se puso despaciosamente en pie y se dirigio a la puerta.
– Vamos, Martin -me ordeno-. Tenemos que revisar la carga del jabeque. No quisiera que ocurriera una desgracia con tanta polvora en las bodegas.
Madre, despertando de su vago ensueno, reacciono al punto:
– ?Deberias entregarle las armas a Benkos y no tenerlas tantos dias en el puerto de Santa Marta!
– ?Asi lo hare! -repuso el desde el gran salon-. ?Martin, te estoy esperando!
Hice el gesto de echar a correr pero me detuve en seco.
– Siento no haberos ayudado mas, madre -musite.
– Vete, anda. Dejame sola.
– Hablare con el -dije antes de salir de alli corriendo-. Si le doy mejores razones con palabras eficaces, estara mas dispuesto a tratar con Melchor y a convencerle.
Ella me miro y quiso, sin exito, ocultar su gratitud tras la densa nube de humo del cigarro puro.
– ?Sabes lo que cualquier hombre que no fuera Esteban le habria dicho a una mujer al principio de esta misma conversacion? Que se haria su voluntad y su gusto y que es obligacion natural de ella bajar la cabeza y obedecer sin discutir, ajustando sus deseos a los de el. No le des mas razones a tu padre, Martin, pues el asunto le incomoda. Conoce bien como manejar al de Osuna. No en vano lleva diez anos frecuentandole.
– Si, madre.
– Andad con tiento en la nao -me pidio.
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CAPITULO IV
Arrumbamos hacia Cartagena y, como venia siendo costumbre desde los ultimos tiempos, cuando las faenas del barco lo permitian y habia luz en el cielo, mi senor padre me hacia sentar en cubierta y, con todos mis compadres puestos a la redonda, me hacia leer en voz alta alguno de los libros a los que era mas aficionado. De esta guisa habia leido ya para ellos
Desde que nos dedicabamos al contrabando, nuestras permanencias en Cartagena de Indias se habian hecho muy cortas. Primeramente, nos dirigiamos todos a tierra con el batel salvo Guacoa y Nicolasito, que quedaban al cuidado de la nao. Al llegar a puerto, Juanillo, el grumete, se encaminaba hacia el taller de cierto carpintero que tenia entre sus esclavos a uno que era el que hacia llegar nuestros mensajes al rey Benkos. Este esclavo comunicaba el recado a otro, al que ya no conociamos, y este, a su vez, a otro mas, y este a otro mas, de cuenta que, a traves de muchos emisarios, buenos corredores todos y conocedores de las cienagas y las montanas, el aviso llegaba hasta Benkos en poco mas de un dia y, asi, en el tornaviaje, cuando pasabamos por la desembocadura del gran rio Magdalena, los cimarrones nos estaban esperando para recoger sus mercaderias. Entretanto Juanillo realizaba dicho menester, los demas, tras alquilar en los muelles una recua de mulas, nos dirigiamos, con mi padre, hacia la casa de Melchor. Habiamos tomado por costumbre esperarle en la puerta hasta que terminaba pues nunca tardaba mucho y nos quedaban muy cerca las plantaciones con las que tratabamos. En cuanto salia, cargabamos las mulas con el tabaco y, una vez que mi padre habia pagado a los capataces, retornabamos a Cartagena y al puerto, donde, con varios viajes del batel, llevabamos los fardos hasta el panol de viveres, pues nuestras bodegas, a esas alturas, estaban siempre abarrotadas con las armas de Benkos. Cenabamos y haciamos noche alli, mas el amanecer nos sobrevenia, sin falta, mareando lejos ya de Cartagena.
Aquel dia, en cambio, hubo ciertas mudanzas. La primera, la demora de mi senor padre, que se entretuvo mucho en la hacienda de Melchor. Yo sabia que negociaba el rescate de sus bienes y por eso no me inquiete. Sin embargo, cuando abandono la casa y le vimos caminar hacia nosotros con torpeza, como si hubiera bebido, el anima se me fue del cuerpo y quede sin sangre y sin aliento. Me adelante presurosa para atenderle, mas las palabras no me salian de la boca.
– Padre -balbuci.
Al levantar los ojos, su mirada parecia perdida.
– ?Martin! -exclamo, sorprendido-. ?Que estas haciendo aqui?
– ?Se encuentra bien, padre?
El se tanteo el jubon, como buscando algo.
– No -murmuro-. Lo cierto es que no. Llevame a beber algo.
– Pero… ?Tenemos que recoger el tabaco en las plantaciones!
– ?He dicho que me lleves a beber algo! -trono, furioso.
Hice un gesto a mis compadres y estos se acercaron, preocupados.
– Dele vuestra merced los caudales a Lucas para pagar el tabaco -le dije-, que yo le llevare a beber a la taberna.
Mi padre, sin discutir, se desanudo la bolsa de los dineros y se la entrego a mi antiguo maestro de primeras letras.
– Id con las mulas a las plantaciones. Recoged y pagad el tabaco y, luego, regresad al puerto -les ordene. En realidad, como estabamos a finales de agosto, se trataba de tabaco jamiche que, luego, vendiamos a Moucheron con el tabaco bueno.
Lucas, tras vacilar unos instantes y mirar repetidamente la bolsa, dio media vuelta y se marcho en silencio con Rodrigo, Negro Tome, Mateo y Jayuheibo. Quedamos solos mi padre y yo. La conversacion con Melchor de Osuna le habia alterado grandemente el seso y andaba tan perdido como un recien nacido.
– ?Que ha pasado en la hacienda de Melchor? -quise saber caminando despacio, con el secreto temor de que ni siquiera lo recordara.
– ?Melchor de Osuna! -grito al punto, desaforadamente. Por fortuna nos hallabamos entre solitarios canaverales-. ?Ah, ladron, bellaco, hideputa! ?Sabes lo que me ha dicho, Martin?
– No, padre. ?Que le ha dicho?
– Pues me ha dicho que reza todos los dias por mi muerte, que se le esta haciendo muy larga la espera y que, cuando me ofrecio el contrato de arriendo, no contaba con que yo fuera a vivir tanto.
Si las palabras de Melchor fueron como punales en mis entranas, cuanto mas para mi padre, que las hubo de escuchar de boca de aquel malnacido que las dijo solo para ofender, pues bien que ganaba sus muchos dineros con esa espera que decia se le hacia tan larga. Me jure que el de Osuna pagaria cara su injuria y que, por mucho tiempo que pasara, yo no habia de descansar hasta ver cumplida mi venganza.
– No quiere devolverme mis antiguas pertenencias -continuo explicando, mas la indignacion y la furia le dominaban hasta el punto de hacerle tartamudear-. Dice que no desea los cuatrocientos doblones, que el gana mas que un gobernador y que ni por un millon de maravedies se desprenderia de los titulos de propiedad de la