– Tranquilicese vuestra merced -le rogue, animandolo a caminar pues se detenia de continuo-, y no se preocupe por Melchor de Osuna ni por nadie. Seguiremos como hasta ahora. Le pagaremos el tercio cada cuatro meses y ya se vera en que acaba la historia.
– Pero Martin, ?es que no lo ves, hijo? Morire sin recuperar la propiedad de mi casa ni la de mi barco. ?Que dira Maria?
El nombre de madre parecio devolverle la cordura. Se llevo la mano a la frente como si sufriera un vaguido de cabeza y, luego, tras bajarla, su rostro y su animo se sosegaron. Observo repetidamente los canaverales a un lado y otro del camino y, de subito, se volvio hacia mi.
– ?Y los hombres? ?Y el tabaco?
– ?No lo recuerda, padre? -la pena me encogia el corazon-. Vuestra merced dijo que deseaba ir a la taberna para beber algo y yo mande a…
– ?A beber a estas horas? -se extrano-. ?Pero si debemos recoger el tabaco!
– Le dio vuestra merced los dineros al compadre Lucas para que lo hiciera en su nombre.
– ?Por mis barbas! ?Que yo le entregue los dineros a Lucas?
– Si, padre. Y ya que no desea beber, le voy a acompanar hasta el puerto, le alquilare un batel para que le lleve a la nao y me ha de prometer que se acostara a descansar hasta la hora de la comida. Yo buscare a los hombres y regresaremos con el tabaco.
– Me preocupa lo que puedan pensar… -se lamento, mas no rechazo la propuesta de tumbarse a descansar en su camara, que era lo que yo temia.
– Los compadres no van a pensar nada -replique-. Ya saben que vuestra merced no es un mozuelo.
Hice tal cual le habia dicho: le conduje afectuosamente hasta el puerto, le alquile un batel, pague al barquero y espere hasta que le vi desaparecer tras los numerosos navios fondeados en la ensenada. Despues de eso, eche a correr por las calles, bajo un sol de justicia, y torne a salir de la ciudad en busca de mis compadres. Les halle en la ultima de las plantaciones, con las mulas casi cargadas. Todos querian saber como estaba el maestre. Los explique que habia recuperado el juicio y que, aunque se habia retirado al barco para descansar, ya estaba casi repuesto.
– Hermano Rodrigo, he menester tu ayuda -le dije a mi compadre en voz baja-. ?Puedes acompanarme a saludar a unas personas en Cartagena?
– Naturalmente, hermano.
Con breves palabras le relate lo acaecido en casa de Melchor y le expuse lo que deseaba. Se mostro muy conforme y dispuesto.
En cuanto llegamos con las mulas al puerto, Rodrigo y yo dejamos a los demas y nos dirigimos al mercado, donde aun se atareaban algunos viejos amigos de mi senor padre, como el mercader Juan de Cuba o el tendero Cristobal Aguilera. Hablamos mucho con unos y con otros, acudimos a dos o tres tabernas y a un par de casas de tablaje y, antes del crepusculo, ya conociamos que los hermanos Curvo realizaban similares negocios a los de Melchor: segun contaban las lenguas maldicientes, cuando la flota atracaba en el puerto de Cartagena, los esclavos de los Curvos descargaban sus barcos a toda prisa, de cuenta que los oficiales reales, con las muchas obligaciones que tenian en esos dias, no podian comprobar los registros ni hacer bien el avaluo para cobrar los almojarifazgos y las alcabalas. Como, por real cedula, los mercaderes no estaban obligados a mostrar el contenido de los fardos, cajas, arcones, odres y toneles declarados en Sevilla antes de zarpar, nadie sabia lo que desembarcaban realmente los Curvos, solo que sus esclavos se daban extremada prisa en transportarlo todo hasta los muchos y grandes establecimientos que tenian en las afueras de Cartagena. Contaban asimismo, con gran escandalo -mas con la boca pequena y la voz queda-, que aunque el hermano de Sevilla, Fernando, declaraba alli mercaderias de poco valor como pabilos para velas, canamazo o alforjas, en verdad aquellos embalajes contenian terciopelos, sedas y rasos de Damasco. De comun parecer, aseguraban tambien que los Curvos disponian siempre de toda clase de generos y que el ano que faltaba la flota de Los Galeones o cuando, aun viniendo, no traia lo necesario, ellos, contrariamente al resto de los grandes comerciantes, procuraban de lo que no habia a quien pudiera pagar sus fuertes precios, generalmente mercaderes del Piru que, por disponer de la plata del Cerro Rico del Potosi, eran los unicos con bastantes caudales para satisfacer sus exigencias.
Nada de todo aquello se podia demostrar valederamente, pero a Rodrigo y a mi nos basto para conocer que Melchor de Osuna imitaba a sus poderosos, trapacistas y fulleros primos, que no eran, a lo que se veia, un ejemplo de honestidad comercial. Tenia que liberar a mi padre de aquella gente. En los cuatro anos que llevaba a su lado habia sido testigo de como su desgracia le consumia. Era un anciano, sin duda, mas un anciano que solo por los Curvos y el de Osuna se estaba volviendo viejo. Su recto y firme juicio se habia tornado fragil y quebradizo y no podia consentir que sus ultimos dias fueran de pena y fracaso.
– Tengo que discurrir algo, Rodrigo -le dije a mi compadre mientras regresabamos al puerto dando un paseo-, y tengo que ponerlo en ejecucion pronto o mi padre no vera el ano venidero.
– ?Cuidado, Martin! ?Que es lo que cavilas?
– Tu, que tanto sabes de flores villanas del naipe, podrias aconsejarme.
– ?Ojala pudiera! Pero, sin duda, es mas facil desvalijar a un tahur que jugarsela a los Curvos. Son gentes peligrosas.
– Peligrosas o no, tendran que verselas conmigo.
Rodrigo resoplo.
– ?No sabes lo que dices! No solo a tu padre se le ha nublado el entendimiento.
Quiza fuera asi mas, al punto, me vino a la memoria el truco del espejuelo. No debia de tener el seso tan cerrado como decia mi compadre.
– ?Al puerto corriendo! -exclame-. He menester de Juanillo.
– ?De Juanillo?
No le respondi. Corria calle abajo, hacia el mar, como si tuviera fuego en las botas.
El joven grumete, cuya edad frisaba ya los doce anos y se estaba convirtiendo en un moceton fuerte y agraciado, esperaba pacientemente el regreso del batel sentado sobre los ultimos fardos de tabaco jamiche que quedaban por llevar a la nao. Cuando nos vio venir a Rodrigo y a mi a la carrera, se puso en pie de un salto y echo la mano al punal.
– Tranquilo, Juanillo, que nada sucede -le dije para sosegarle.
– ?Y por que corriais?
– Tienes que hacerme un favor.
– Sea -repuso con firmeza-. Dime lo que quieres.
– No debes contarle a nadie lo que te voy a pedir.
– Tienes mi palabra.
– Si hablas, grumete -anadio Rodrigo, doblandose por las ijadas para recuperar el resuello-, te despellejo.
Juanillo y Nicolasito respetaban mucho a Rodrigo, supongo que por su rudeza de trato, ya que siempre andaba reprendiendoles.
– No dire nada -afirmo el muchacho, temeroso.
– Quiero que vuelvas al taller del carpintero y le digas a nuestro emisario que le mande un mensaje mio al rey Benkos -le ordene-. El mensaje es este: el maestre se halla en un mal trance y, por su bien, le pido que me auxilie permitiendo que los oidos de sus confidentes en Cartagena escuchen para mi. ?Lo has entendido?
– Si, pero, ?que le digo que averigue?
– Los Curvos, Juanillo. Preciso conocerlo todo sobre los Curvos, y aun mas lo que ocultan: sus entresijos, sus vicios, sus ambiciones, sus negocios ilicitos. Deseo saber algo que ellos no quisieran por nada del mundo que se supiera.
– Sea. Vuelvo al taller.
– ?Espera! Falta una cosa. El rey Benkos debe guardarme el secreto. Solo yo puedo conocer la informacion. Nadie mas, ?lo entiendes?, ni el maestre ni madre. Y, ahora, parte. Ve presto al taller y regresa cuanto antes.
El grumete echo a correr y Rodrigo, mas repuesto, me lanzo una mirada dura.
– Lo que haces -gruno- va tan descaminado y tan fuera de todo lo razonable que pareceme que te has vuelto loco. Es un juego peligroso, Martin, y, por mas, vas a quedar en deuda con Benkos Bioho, el rey de los cimarrones.