que ya habiamos pasado todos en los dias anteriores. Empezo a hablar con comedimiento, repitiendo lo que todo el mundo sabia y echandome furtivas miradas de vez en cuando. Yo permanecia impasible. Aun teniamos tiempo. Deseaba oir las preguntas que tanto don Alfonso como el licenciado Arellano le iban a hacer. Aquella manana no estaba presente Melchor de Osuna. En un abrir y cerrar de ojos, su calidad de persona principal habia descendido a la de reo de prision. Como poco, acabaria en galeras, si es que no lo colgaban antes en la plaza Mayor. Todo dependia de lo que ocurriera aquella manana. En ese momento senti que alguien me daba unos golpecitos en el hombro para llamar mi atencion. Me gire y levante la mirada. Un negro de cara sucia y con las ropas hechas pedazos se agacho para ponerse a mi altura (yo estaba sentada) y, acercandose a mi oreja, susurro:

– Para voace.

Abri orgullosamente la mano y cogi lo que me daba. El negro se incorporo y se desvanecio entre la gente. Rodrigo seguia contando como los veinte esclavos de Melchor nos habian golpeado con las estacas. Rompi el lacre del pliego y lei el documento que contenia. Al acabar, me gire hacia Juanillo, que aquel dia habia acudido con nosotros al cabildo en vez de quedarse en el batel, y le hice una sena con las cejas. El grumete abandono sigilosamente el salon.

Cuando Rodrigo torno a mirarme de reojo, le sonrei.

La ciudad quedo en suspenso tras las declaraciones, a la espera de la resolucion de don Alfonso de Mendoza, quien, a no dudar, estaba viviendo los peores momentos de su vida y realizando consultas de ultima hora tanto con el gobernador como con los alcaldes de la Santa Hermandad [45], los jueces y oficiales reales, el alguacil mayor, los doce regidores del cabildo e, incluso, con el obispo y sus prebendados.

Por fin, el dia sabado, cuando se contaban cuatro del mes de diciembre, a eso del mediodia, un gran griterio llego hasta la Chacona desde el puerto. Uno tras otro fuimos apareciendo en cubierta por las dos escotillas y, asomandonos por la borda para ver que pasaba y que gritos eran aquellos, descubrimos a lo lejos, en el muelle, una inmensa muchedumbre que agitaba los brazos y lanzaba sombreros al aire. Varios bateles abarrotados se dirigian hacia nuestra nao y nuestro asombro no tuvo limites cuando oimos disparos de salva de las piezas de artilleria de los cercanos baluartes de Santa Catalina y San Lucas.

El corazon se me levanto en el pecho y senti una muy grande alegria y un mayor regocijo por cuanto aquello solo podia significar buenas y favorables noticias. Los hombres, agrupados todos en el centro de la arrufadura de la nao, sacaban medio cuerpo por la borda y gritaban preguntas a los remeros de los bateles que estos, por estar bogando esforzadamente y entre las salvas y sus propios gritos, no llegaban a contestar. Juanillo y Nicolasito, inquietos como escurridizas lagartijas, corrian de proa a popa soltando las escalas de cuerda y cerrando los imbornales por no remojar a los que llegaban. Por fin, cuando menos de veinte varas separaban nuestro casco del primer batel, Jayuheibo lanzo un grito de alegria:

– ?Maestre!

– ?Como?-proferi.

?Mi padre! ?Mi padre venia en el batel! Alzaba el brazo y nos saludaba. Se le veia fatigado aunque feliz, con una gran sonrisa de satisfaccion en la cara. ?Mi padre, sano y salvo, entero de cuerpo y dichoso! Los grumetes chillaban y daban zapatetas en el aire, los compadres vociferaban y las salvas de artilleria se repetian como si el rey en persona estuviera visitando Cartagena. No pude contenerme y empece a gritar:

– ?Padre! ?Padre! ?Aqui, padre!

– ?Martin! -exclamo, avanzando hacia la proa del batel por llegar antes a nuestra nao-. ?Martin!

Cuando los dos cascos se toparon mansamente, mi padre se abalanzo hacia la escala y, sin ayuda de nadie, empezo a subir prestamente a la Chacona. Parecia que tenia alas en las botas, unas botas que, por cierto, estaban destrozadas y dejaban ver los dedos de sus pies, largos de unas. Traia las piernas al aire, sin medias ni ligas, y los calzones hechos jirones y sucios como jamas habia visto yo cosa alguna. La camisa, mas negra no podia estar y, tan destrozada, que dejaba ver sus enjutas carnes debajo. El resto de sus prendas y su chambergo habian desaparecido y si hubiera llevado mas barro y mas cieno en la cara, los brazos y las piernas, le hubieramos tenido por monumento andante. Todo el estaba lleno de heridas y de sangre, por lo que temi que viniera malherido, mas me dio tal abrazo cuando llego hasta mi, que supe al punto que no solo estaba bien de salud sino que, por mas, se encontraba mejor que nunca, aunque oliera a piara de cerdos y a curtiduria, todo al tiempo. Sin duda, necesitaba un buen bano.

– ?Padre! -exclame gozosa, devolviendole el abrazo.

– ?Que alegria! -repetia el, feliz de hallarse de nuevo en su barco.

Cuando me solto para abrazar a los compadres, me dirigi a la borda para ayudar a Juan de Cuba y a los demas mercaderes y personas de los bateles a subir a cubierta. Todos estaban con tan grande contento y felicidad que, cuando me dieron estrujones y parabienes por la milagrosa aparicion de mi senor padre, senti una emocion tan grande que hube de hacer mucha fuerza por detener las lagrimas que a los ojos se me venian.

En el ultimo de los bateles venia, como representante oficial del cabildo, el alguacil mayor de Cartagena, vestido con greguescos negros, herreruelo pardo y camisa de gran cuello alechugado. En cuanto tuvo ocasion, me tomo del brazo y me llevo a un aparte:

– Vuestro senor padre -dijo con voz grave- fue hecho cautivo por el peligroso cimarron llamado Domingo Bioho. En su poder ha estado todo este tiempo.

Al ver mi cara de asombro y susto, el alguacil asintio.

– Ha corrido un grave peligro de muerte y ha sufrido muchos maltratos y violencias. Debemos dar gracias al cielo piadoso por haberlo guardado vivo y de una pieza.

– Muy cierto, senor alguacil -repuse, frunciendo el ceno con disgusto.

– No hay peor malhechor en toda Tierra Firme que el tal Domingo Bioho. Seis anos lleva burlando a la justicia y, si ahora no ha matado a vuestro padre, ha sido por utilizarle para hacer llegar un mensaje a don Jeronimo de Zuazo, el gobernador de Cartagena.

– ?Un mensaje?-inquiri.

– De seguro que todo lo habeis de conocer -dijo amablemente, trazando una sonrisa cortes en su solemne rostro-, cuando esta feliz acogida termine, mas lo que yo si puedo referiros ahora es que vuestro senor padre fue encontrado esta manana, al despuntar el dia, abandonado en un antiguo camino indigena. Un grupo de indios del pueblo de Tubara que se allegaban hasta el mercado de Cartagena oyeron unos gemidos y lamentos que venian del otro lado de unas rocas. Al punto se acercaron para ver quien era y encontraron a vuestro senor padre tendido en el suelo y sangrando aun por algunas heridas. Con gran cuidado lo subieron a una de sus mulas y lo llevaron al hospital nuevo que llaman del Espiritu Santo, donde, al decir su nombre, vuestro padre fue reconocido por los hermanos de San Juan de Dios, que mandaron aviso al cabildo. Tras tomar alimentos y bebida, se empezo a recuperar de sus dolencias, negandose a recibir mas cuidados y pidiendo ser llevado ante el gobernador inmediatamente, pues tenia algo importante que decirle. Con don Jeronimo y don Alfonso, el alcalde, ha estado hasta hace menos de una hora, cuando recibio licencia para abandonar el palacio y venir al puerto. Para entonces, el rumor de su asombrosa reaparicion ya estaba corriendo por toda Cartagena, de cuenta que, en la plaza Mayor, se formo este tumulto que ahora veis en el puerto.

El alguacil mayor enmudecio durante unos momentos, mirando a las gentes que, en tierra, seguian dando gritos y vitores, mas, sin duda, tenia otra cosa que decirme:

– Debeis conocer, senor -murmuro con mesura-, que Melchor de Osuna ha sido puesto en libertad.

Ahora fui yo quien asintio con la cabeza.

– Nada mas justo, senor alguacil.

– Bien. Veo que sois hombre de recta conciencia. Melchor abandono el presidio en cuanto se supo que vuestro padre estaba vivo.

– ?Y como salio mi padre de su casa aquel dia, senor alguacil, si puedo preguntarlo?

– Vuestro padre afirma que, cuando cruzaba el zaguan para ir a buscaros, recibio un fuerte golpe en la cabeza y que perdio el sentido, no viendo a nadie ni recordando nada mas a partir de ese momento. Solo cabe pensar, en buena logica, que fue obra de Manuel Angola, el capataz de Melchor de Osuna que presto declaracion el pasado martes, pues al salir del palacio desaparecio y, aunque se entendio entonces que habia sido por miedo, ahora se conjetura que o era un hombre de Domingo Bioho que trabajaba para el en la ciudad o que pago con este oficio la huida a alguno de sus palenques. En resolucion, senor Martin, que el capataz se estaba protegiendo a si mismo cuando declaro que su senor padre no salio de la casa de Melchor.

El alguacil mayor me echo una mirada pensativa.

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