aprovecharan cualquier ocasion para anadir esta razon a sus palabras.
Al dia siguiente, martes, treinta del mes, hablo Mateo por la manana. Fue tanta la gente que acudio a escuchar los testimonios de aquella segunda jornada que la reunion tuvo que trasladarse del despacho del alcalde al gran salon de recepciones del palacio y, aun asi, falto sitio para todos. Mateo, por ser el que saco la espada que desencadeno la pelea, fue quien mas sufrio las preguntas tramposas del licenciado Arellano, que volvia a este punto una y otra vez. Nuestro compadre se admitio culpable de desenvainar el primero, mas defendio muy bien el resto de las demandas, afirmando que alli no se trataba de ver quien habia provocado que sino de aclarar que habia pasado con el maestre Esteban Nevares, que no torno a salir de la hacienda de Melchor de Osuna tras ir a pagar el tercio. Resultaba humillante ver como el licenciado y el alcalde trataban de ignorar el principal delito entretanto fijaban su atencion en la pelea que no habia sido sino solo una consecuencia y, por mas, pretendian dar a entender que dicha pelea, siendo lo mas importante segun ellos, la habiamos provocado nosotros y no Melchor.
Por la tarde, Lucas, con muy buenas y justas palabras, y acariciandose las barbas con serenidad, explico de nuevo que nosotros no nos habiamos movido del sitio donde quedamos esperando al maestre, a cien pasos de la entrada de la hacienda bajo la sombra de unos cocoteros cercanos, y que era imposible que Esteban Nevares hubiera salido sin que le vieramos. Ante la pregunta del licenciado Arellano de por que creia el que los soldados no habian podido encontrar a mi padre en las propiedades del de Osuna, Lucas, haciendo ver que reflexionaba como el buen maestro de primeras letras que habia declarado ser, afirmo que tales propiedades no se cenian a la hacienda de Cartagena y que el acusado habia dispuesto de tiempo suficiente, tras dejarnos malheridos en el camino de los canaverales, para sacar de su casa al maestre, si vivo aunque moribundo, y hacer que le llevaran a cualquiera de los muchos establecimientos que tenia por toda Tierra Firme o, si muerto, para tirarlo como un despojo en cualquiera de las cienagas que rodeaban la ciudad. Un murmullo de aprobacion broto de todos cuantos estabamos en el gran salon y, oyendo esto, el alcalde y el licenciado, por cambiar de argumento y darle mas razones a Melchor, llamaron a declarar a su capataz, el negro que nos recibio en la puerta de la casa con un arcabuz y que tenia por nombre Manuel Angola.
Como Manuel Angola era esclavo, no le ofrecieron una silla para sentarse, por lo que se mantuvo en pie mientras hablo, dando la espalda a la concurrencia. No estaba claro por que don Alfonso de Mendoza permitia que un esclavo prestara declaracion, pues no era correcto ni tampoco usual, mas las irregularidades que se estaban produciendo eran tantas que casi daba lo mismo. Manuel Angola era, por mas, el unico testigo que presentaba Melchor, muy seguro de ganar aquel pleito con la buena ayuda que estaba recibiendo del alcalde, a quien se le veian las intenciones de favorecer en todo cuanto pudiera al primo y apadrinado de los Curvos. El esclavo empezo a contar como habiamos llegado a la hacienda y todo lo que despues acaecio hasta que nos dejaron en el camino de los canaverales. Entonces, el licenciado Arellano le pregunto si, como afirmaba su amo, el mercader Esteban Nevares habia salido de la hacienda despues de pagar el tercio, a lo que Manuel respondio que no con una voz alta y clara que pillo por sorpresa a todos los presentes. Los vecinos que abarrotaban el salon empezaron a levantarse y a gritar, por lo que el alcalde, palido de muerte, ordeno a los soldados que los hicieran callar. El licenciado, turbado por la respuesta del esclavo, le dijo que, como de cierto y por ser hombre ignorante, habia entendido mal la pregunta, que se la volvia a hacer. Y asi, torno a demandarle, hablandole ahora como si fuera un nino, que si Esteban Nevares habia salido de la hacienda tras pagar el tercio y Manuel Angola, muy tranquilo, respondio otra vez que no.
La cara de Melchor de Osuna era la cara de alguien que esta viendo al demonio. La ira le encendia el rostro y cerraba los punos sobre sus rodillas con tanta fuerza que parecia estar matando a alguien. El clamor en el salon se hizo tan grande que los soldados golpearon con las picas a los mas alborotadores para hacer el silencio. Don Alfonso, mas muerto que vivo, le pregunto entonces al esclavo que si sabia donde se hallaba el senor Esteban, a lo que aquel respondio que no, que saber donde se hallaba no lo sabia pero que estaba cierto que de la casa no habia salido porque el vigilaba siempre la puerta y que le habia visto entrar pero no salir. El licenciado Arellano, arreglandose las lechuguillas con gesto nervioso, quiso saber si era consciente de la gravedad y el perjuicio que ocasionaba a su amo con su declaracion, a lo que Manuel Angola replico que si, pero que el era un buen cristiano y que, despues de haber consultado con el fraile que era su confesor, habia decidido contar la verdad pues temia menos las iras del senor Melchor que las de Dios, que podia condenarle al fuego eterno si mentia. Su buen corazon se gano las simpatias de los presentes, que le aplaudieron como si estuvieran viendo una representacion teatral. Tras esto, el licenciado hizo hincapie en que Esteban Nevares podia haber escapado por el corral, a lo que Manuel Angola dijo tambien que no, que eso no era posible, porque la empalizada del corral de la casa de Melchor no solo no tenia otra puerta que la de la cocina sino que, por mas, los palos eran de mas de tres varas de altura para que los esclavos de la hacienda no robaran los animales ni los otros alimentos que alli se guardaban. Finalmente, y porque no habia mas remedio, le preguntaron si sabia que habia sido de Esteban Nevares y que le habia ocurrido, a lo que el respondio que no, que el estaba al cuidado de la puerta y que solo habia podido escuchar algunas palabras fuertes que habia gritado su amo pero nada mas, que lo siguiente que habia sabido sobre el asunto es que nosotros cuatro habiamos llegado a la puerta preguntando por mi padre y que el nos mintio porque asi se lo habia ordenado Melchor de Osuna poco antes de que aparecieramos.
Los gritos de los presentes fueron ya tan crecidos y el escandalo era tan grande que el alcalde tuvo que suspender la declaracion y dejar la de Rodrigo para el dia siguiente.
Sorprendidos y maravillados de lo que acababa de ocurrir, salimos a la plaza dejandonos arrastrar por los buenos amigos que daban gritos de alegria como si hubiera algo que celebrar. El interes era inmenso en toda Cartagena. Una multitud abarrotaba la plaza esperando para oir lo acontecido. En poco tiempo se supo por todas partes lo que habia declarado el esclavo y, cuando, por fin, pudimos llegar al puerto con nuestros pasos renqueantes, todos los duenos de las tabernas y las pulperias querian invitarnos a ron y a chicha, invitaciones que tuvimos que rechazar pues, aunque las gentes creyeran que habiamos conseguido la palma de la victoria y que Melchor de Osuna estaba condenado, nosotros no teniamos animo para celebrar nada con grandes fiestas y jolgorios, ni aunque fueran en nuestro honor y en honor y recuerdo de mi padre.
Subimos a bordo del batel y, en silencio, bogamos hasta la
Llegamos a la nao y todos los que estabamos en condiciones para trabajar nos enfrascamos en los quehaceres del barco. No convenia que los hombres permanecieran ociosos ni permitir que la
Al dia siguiente, a las diez en punto de la manana, volviamos a estar frente a los portalones del palacio, rodeados por una multitud que no hubiera sido menor de ir a celebrarse una ejecucion publica o la misa mayor de la festividad del santo patron. Mi compadre Rodrigo debia declarar aquella manana y, aunque poco nuevo iba a poder anadir a lo ya dicho, era su obligacion comparecer y responder a las preguntas que se le hicieran. Habiamos acordado que, en el caso de que vieramos que Melchor podria escapar del castigo por alguna argucia inesperada, yo le haria una sena para que empezara a hablar de nuestro amigo Hilario Diaz, el capataz del almacen de La Borburata, y de todo cuanto el nos habia contado aquella noche.
Los soldados tuvieron que apartar a los curiosos a empellones para que pudieramos llegar hasta las sillas mas cercanas a la mesa del alcalde, en la que, para sorpresa nuestra y de todos los presentes, el gobernador y capitan general, don Jeronimo de Zuazo, ocupaba hoy el lugar de cabecera. Su presencia y la de dos capitanes de infanteria al mando de un gran numero de gentes de armas que hacia guardia por todo el salon me hizo temer lo peor, mas decidi no dar senales de ello. A mi no se me daba nada de que el gobernador se hubiera personado en el salon aquella manana si tal era su gusto… o, a lo menos, era lo que debia pensar para no dejarme arrastrar por el panico. Don Jeronimo, la perfeccion de la gala y bizarria cortesanas, tuvo la deferencia de explicarnos amablemente que se encontraba alli debido al gran interes que el caso estaba despertando en el pueblo y que era obligacion suya asistir a esta sesion por si el virrey le solicitaba un informe en algun momento. No quede mas sosegada con esta gentil explicacion, mas conserve la calma y le di las gracias por acudir.
Rodrigo salio de entre el publico en cuanto fue llamado y, con un gesto cortes, tomo asiento en la silla por la