– ?Fuera de mi casa! -grito y, como si hubieran estado esperando la orden, un grupo de unos veinte negros y mulatos con estacas aparecieron por todos lados y nos rodearon-. ?Largo de aqui ahora mismo! ?No quiero volver a veros!

Mateo desenvaino su espada, aunque flaco favor hubiera podido hacernos frente a tanto garrote. Mas, por desgracia, aquel gesto, de seguro torpe, provoco que el de Osuna perdiera los nervios y, con una senal de su mano, el pequeno ejercito de pardos se abalanzo sobre nosotros. Desenvaine y tome la daga con la izquierda, presta a defenderme de aquellos canallas y lo mismo hicieron mis compadres. Peleamos con ardor, resistimos todo cuanto pudimos, mas ellos eran muchos y nos golpeaban con grande ahinco y vehemencia, de suerte que los muchos trancazos que nos dieron nos dejaron heridos, maltrechos y quebrantados. En algun punto de la injusta batalla de cuatro contra veinte perdi el sentido y cai al suelo, sangrando por una desgarradura que me abrieron en la mollera.

No se cuanto tiempo pase desmayada. Cuando abri los ojos de nuevo y torne dolorosamente en mi, vi que yacia en mitad del camino de los canaverales, enfangada de barro y sangre seca, rodeada por mis companeros, que parecian muertos. Me dolia tanto la cabeza que apenas podia moverme, mas tenia que descubrir si Lucas, Rodrigo y Mateo habian salido vivos de la pelea. Los tres respiraban, por fortuna, aunque tenian heridas y moretones por todo el cuerpo, las ropas desgarradas y sucias de sangre y los rostros tan deformados por los garrotazos que apenas se los reconocia. Al zarandearlos, uno tras otro, no tardaron en despertar. Como yo, estaban descalabrados, y todos tenian alguna costilla rota o alguna oreja rajada o alguna herida seria en la cabeza. ?Maldito Melchor de Osuna y toda su parentela! ?Malditos mil veces! ?Donde estaba mi padre?, me pregunte llena de congoja, echada aun en el suelo por no poderme mover.

El sol se ocultaba y la noche caeria pronto. Hacia muchas horas que habiamos perdido el sentido y que los desuellacaras de Melchor nos habian echado en el camino como si fueramos excrementos o basuras.

– ?Que haremos ahora? -oi preguntar a Mateo con voz doliente.

– Regresar a la nao -repuse, intentando que el dolor no me hiciera hablar con tono afligido y femenino-. Necesitamos hilas, unguento blanco, balsamo de vino y romero… Hoy ya es muy tarde, mas en cuanto amanezca el dia de manana, acudiremos al cabildo de Cartagena para denunciar la desaparicion. No podemos consentir que Melchor se libre de esta. Estareis conmigo en que hay que buscar a mi padre por toda Tierra Firme, si es necesario.

Un alarido sobrehumano nos sobresalto. Era Lucas, quien, teniendo la nariz rota y desviada de su sitio, sin prevenirnos de nada habia decidido recolocarsela, como debe hacerse para que no quede mal para siempre.

Cuando por fin callo, oimos, a lo lejos, una voz que nos llamaba.

– ?Jayuheibo! -exclamo Rodrigo, esperanzado.

– Han venido a por nosotros -murmuro Mateo con alivio.

Resulto que Jayuheibo y el resto de los hombres, viendo que la manana acababa, que pasaba el mediodia y que la tarde se encaminaba hacia la noche sin que hubiera noticias nuestras, habian salido de Cartagena con la intencion de encontrarnos. Estaban ciertos de que nos habia ocurrido algo, mas no precisamente aquello que encontraron cuando, al escucharnos gemir y decir sus nombres, echaron a correr por el camino y se allegaron hasta nosotros. Con su ayuda y, sobre todo, con la fuerte voluntad que teniamos de no pasar la noche de aquella guisa en mitad del campo, nos pusimos trabajosamente en pie y, entre ayes y lamentos, tornando a sangrar por algunas de las heridas, caminamos hasta los arrabales de Cartagena donde, al vernos algunos indios y negros del barrio de Getsemani acudieron en nuestro socorro y nos ofrecieron sus hombros y su fuerza para llegar hasta el puerto. Cerca de la plaza Mayor, unos alguaciles se aproximaron a nuestra lamentable comitiva y nos pidieron razones de aquella situacion. Tal y como sospechaba, en cuanto oyeron el nombre de Melchor de Osuna tomaron las de Villadiego, despues de amenazarnos con llevarnos a presidio si no desapareciamos rapidamente de la ciudad.

Llegamos en muy mal estado a la Chacona, donde Guacoa y los grumetes se hicieron cargo de nosotros. Aquel era el momento en el que empezaban de verdad mis problemas: ?como permitir que Juanillo, Nicolasito, Anton, Negro Tome, Miguel, Guacoa o Jayuheibo me quitaran las ropas para curarme y vendarme las heridas? Hice acopio de las pocas fuerzas que me quedaban y, con paso vacilante, cogi las hilas y todo lo demas y me dirigi a la camara de mi padre, mas grande que la mia y con un lecho mas comodo, haciendo oidos sordos a las protestas de mis compadres que no se explicaban mi absurdo proceder. Mas Rodrigo, desde el suelo, grito que me dejasen en paz, que yo era un hidalgo espanol (pues lo era desde que habia sido prohijada por mi padre) y que un hidalgo jamas consiente que un pechero, un vulgar plebeyo, le vea en tales desgraciadas circunstancias y que se debian admirar mi valor y mi coraje y respetar mi noble voluntad de curarme solo.

Aquello era una mala patrana, mas, mala o buena, me habia salvado del apuro. Estaba tan debilitada que no fui capaz de concluir que, detras de ese favor de Rodrigo, se encubria el hecho de que, a todas luces, el de Soria estaba al tanto de mi secreto.

Me remedie como buenamente pude, hice todo lo que estaba en mis debiles manos para reparar los descalabros y cai sobre el lecho de mi padre en tal estado de dolor y agotamiento que, segun me contaron al dia siguiente, ni siquiera oi los fuertes golpes que dio Guacoa en la puerta para preguntar como me encontraba.

Los otros tres heridos seguian durmiendo en sus hamacas cuando abandone la camara del maestre por la manana. Hacia horas que habia salido el sol mas nuestros compadres, para mi disgusto, nos habian dejado descansar sin tener intencion alguna de despertarnos hasta que no lo hicieramos de nuestra cuenta. Sin embargo, yo tenia que acudir presto al cabildo de Cartagena. Tenia que denunciar la extrana y preocupante desaparicion de mi senor padre para que la justicia hiciera lo que nosotros no podiamos: desafiar a Melchor y descubrir la verdad.

Desayune un poco de pan y queso y el vino termino de reanimarme. Caminar sola me resultaba una empresa imposible y no porque tuviera ningun hueso roto (que, venturosamente, a diferencia de los otros tres, no lo tenia), asi que pedi auxilio a Jayuheibo y a Juanillo y, con ellos y con Anton y Miguel, baje a tierra y me plante en la plaza del Mar de Cartagena. El bullicio en el muelle era grande y el mercado estaba abarrotado de gentes. Algunos comerciantes, al verme renquear y conocerme, se acercaron a preguntar. Con lagrimas en los ojos conte lo ocurrido tantas veces como me lo solicitaron y la voz corrio prestamente por el mercado. El comerciante Juan de Cuba, gran amigo de mi senor padre, cerro su puesto y se empeno en acompanarme y, con el, otros tantos: Cristobal Aguilera, Francisco Cerdan, Francisco de Oviedo… Casi todos con los que Rodrigo y yo habiamos hablado para saber cosas sobre los Curvos. La desaparicion de mi padre y mis terribles heridas movieron sus corazones y levantaron sus iras. Me reconforto mucho el carino que estas buenas gentes sentian por mi senor padre.

Asi pues, escoltada por tan numerosa comitiva, me aleje del puerto. Juanillo y los mulatos quedaron al cuidado del batel, y Jayuheibo, agarrandome por la cintura y sujetandome fuertemente la mano que yo pasaba sobre sus hombros, me fue llevando con mucha prevencion hasta que, saliendo todos de una calleja, fuimos a dar a la plaza Mayor, donde se encontraba la hermosa residencia del gobernador, don Jeronimo de Zuazo Casasola, que acogia tambien al cabildo de la ciudad. Pasamos por delante de la iglesia catedral y cruzamos los soportales bajo los que se congregaban los escribanos y, cuando tuve para mi que no podria dar ni un solo paso mas y que iba a caer al suelo desmayada en cualquier momento, llegamos, por fin, frente a los portalones de la residencia.

Dos arcabuceros protegian la entrada. Al ver allegarse a tanta gente, pues eran mas de quince los que con nosotros venian, se cruzaron ante la puerta.

– Deseo ver al alcalde de Cartagena -dije con toda la firmeza que mi estado me permitia.

– ?Y esas gentes que os acompanan? -pregunto uno de ellos, levantandose el morrion para contemplarlos.

– Buenos amigos -repuse-. Yo vengo para presentar una demanda.

– Todos no pueden pasar -aviso el otro, que era un jovenzuelo robusto y largo de bigotes.

– Entrare yo solo, mas he menester de esta ayuda -dije, senalando a Jayuheibo.

– Sea, pero solo el indio. Los demas, no.

Me volvi hacia los comerciantes del mercado y les dije:

– Esperadme aqui, hermanos. Pronto estare de vuelta.

Jayuheibo y yo franqueamos la entrada siguiendo las indicaciones de los soldados; atravesamos el zaguan y un enorme recibidor y salimos a una hermosa galeria que miraba a levante, subimos por una escalera de piedra que iba a dar a otra galeria identica en el primer piso y, alli, frente a nosotros, estaba la puerta del despacho del alcalde, don Alfonso de Mendoza y Carvajal, custodiada tambien por dos arcabuceros.

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