Me parecio advertir una velada amenaza en sus palabras, aunque quiza solo fue mi subito recelo ante la reaccion del de Osuna. Sin mi padre, los marineros de la Chacona y yo eramos presa facil para un bellaco como Melchor. Por mas, la mitad de la dotacion ya estaba maltrecha. En cuanto regresara a la nave, me dije, estableceria un riguroso horario de guardias para prevenir los danos que me temia.

No espere pacientemente a ser llamada para firmar y rubricar. Con pasos dolorosos y ayudada nuevamente por Jayuheibo, sali a la calle para informar de lo acaecido a los buenos y queridos amigos del mercado que estaban esperando afuera. La indignacion contra el alcalde no tuvo limite. Prestamente, y pidiendome antes permiso, se marcharon para organizar a los mercaderes y comerciantes de la plaza del Mar. No hacia falta esperar a que don Alfonso buscara el dia mas apropiado para batir las proximidades, dijeron. Antes del mediodia ellos mismos, y quien deseara ayudar, pondrian manos a la obra. Mi padre, o su cuerpo, anadieron con pena, apareceria del anochecer si es que los soldados no lo encontraban en casa de Melchor de Osuna. Alguno de ellos, muy exaltado, expreso con voz alta y clara su desconfianza acerca de tal registro, mas los otros le calmaron y se lo llevaron.

Para cuando fui llamada de nuevo al despacho del alcalde, ya se habian formado grupos de busqueda en el muelle y, segun me contaron, eran grupos numerosos pues la triste nueva habia corrido prestamente por Cartagena y fueron muchos los que se sumaron a las tareas. Los comercios, tiendas, tabernas, tablajes, mancebias, pulperias y barberias cerraron las puertas, y sus propietarios, empleados y esclavos se unieron a los comerciantes del mercado. Los maestres de las naos ancladas en el puerto decidieron que sus dotaciones colaboraran tambien con las gentes de la ciudad y, tal y como me habian asegurado, antes del mediodia cientos de personas recorrian los arrabales de Cartagena. Los pardos e indios de los barrios pobres tambien se sumaron y, a media tarde, era toda la ciudad la que buscaba a mi padre, salvo los soldados, el gobernador y el alcalde, los nobles, los jueces y oficiales reales, los escribanos, el obispo y sus clerigos y, naturalmente, los grandes comerciantes como los Curvos y sus allegados.

Regrese a la Chacona para informar a mis compadres de todo lo acaecido en el Cabildo y de lo que estaba acaeciendo en esos momentos en las calles de Cartagena. Aquellos hombres resueltos, duros y curtidos en mil peleas no pudieron ocultar su emocion al conocer el grande aprecio que las gentes sentian por el maestre.

– ?Cuanto le gustaria a el saberlo! -exclamo Lucas, quien, por culpa de su nariz rota e hinchada, tenia un extrano hablar nasal.

Los hombres que quedaban sanos y los dos grumetes dieron palabra de encargarse de las guardias para impedir que nadie pudiera subir a la nao sin nuestro permiso. Lucas, Rodrigo y Mateo, que descansaban en sus hamacas, afirmaron que tambien ellos vigilarian la cubierta. Yo me retire a la camara de mi padre para ponerme mas balsamo en las heridas y cambiarme las hilas sucias por otras limpias. Mas, en cuanto cerre la puerta a mis espaldas, el cansancio y el ansia contenida me hicieron romper a llorar con mayor amargura que la ultima vez, aquel lejano dia de hacia cuatro anos en mi isla, ya que ahora la incertidumbre y la soledad eran mas dolorosas.

Debi de quedarme dormida llorando, pues unos insistentes golpes en la puerta me despertaron al anochecer. Abri los ojos, aturdida, y, por los dolores de mi cuerpo, repare al punto en que no habia llegado a practicarme las curas. Tampoco habia comido nada desde el desayuno y, a fe mia, que necesitaba con apremio echar un bocado.

– ?Quien es? -pregunte, incorporandome en el lecho.

– Guacoa, maestre.

Sonrei. O Guacoa se habia equivocado, que tal parecia, o me habian ascendido sin yo saberlo.

– Pasa.

El piloto, alto y esbelto de cuerpo como todos los indios tayronas, agacho la cabeza para cruzar el dintel.

– Ha llegado un batel con algunos soldados y algunos mercaderes, maestre. Desean veros y hablar con vuestra merced.

– ?Desde cuando soy el maestre, Guacoa, y desde cuando usas tratamiento para hablar conmigo?

– Sois el hijo de vuestro padre, maestre. ?Quien si no vos manda ahora en este barco?

– Deja de decir tonterias, anda -repuse, entristecida, levantandome con mucho quebrantamiento-. Ya voy.

Guacoa salio y cerro. No queria ser el maestre de la Chacona, no queria que pasara lo que estaba pasando. Por segunda vez en mi vida me quedaba sin padre y solo deseaba que el de ahora volviera y que todo fuera como siempre.

Abandone la camara y vi, en la cubierta, a los soldados y mercaderes que me habia anunciado el piloto. Bastaba con mirarlos a las caras para saber que no habian encontrado a mi padre. Los soldados eran los mismos que habian registrado la casa de Melchor. De creer sus palabras, y otro remedio no tenia, habian removido hasta las piedras mas pequenas de la hacienda sin hallar nada y el cabo del piquete me juro que habian mirado incluso en el interior de los hornos pues, a su orden, los esclavos los habian apagado para que pudieran comprobar si es que acaso habia alli restos de algun cuerpo calcinado. Anadio que, tal y como mandaba la ley, Melchor de Osuna habia sido hecho preso y se hallaba a esas horas en un calabozo de la carcel publica de la ciudad, debajo de toda seguridad, donde permaneceria hasta que se resolviera el caso. De como reacciono Melchor ante todo esto, nada se me dijo, y yo tuve para mi que no era oportuno preguntar para no delatar mis temores, pues si sus hombres, o los hombres de sus primos, decidian tomar venganza o acabar conmigo para terminar con el proceso, no seria bueno que antes sospecharan que los estabamos esperando.

Juan de Cuba, Francisco Cerdan y Cristobal Aguilera, que tales eran los mercaderes que habian venido en el batel con los soldados, me informaron de que tampoco ellos habian tenido mas suerte. Se habia buscado a mi padre por toda la tierra que habia en media legua a la redonda de Cartagena, llegando hasta la cienaga que llamaban de Tesca, sin hallar ni una senal de su paso, aunque no tenia que descorazonarme, afirmaron, pues la busqueda no habia terminado y muchas gentes habian acudido a ellos solicitando unirse a los grupos. Llegarian hasta el rio Magdalena si era necesario, cuyo cauce discurria a doce leguas hacia el interior, y no descansarian hasta dar con el o con su cuerpo. Con nuevas lagrimas en los ojos, les agradeci sus encomiables esfuerzos y les rogue que compartieran nuestra cena, invitacion que aceptaron gustosos, dejando que los soldados regresaran al puerto.

Al dia siguiente, las numerosas batidas que partieron al alba tornaron al anochecer sin otras nuevas. Y lo mismo acaecio un dia y otro mas y otro. A Melchor de Osuna, por ser persona de calidad, segun dijo el alcalde, le dieron carcel decente, entendiendose por ello que volvio a su casa y que un par de soldados le custodiaban alli para prevenir una supuesta fuga. Con la ayuda de los mercaderes, redoble las guardias, pues sintieron los mismos temores que yo por la reaccion de la familia Curvo y me expresaron su mucha preocupacion asi como sus deseos de colaborar en todo. Al cabo de una semana, cuando ya se vio claramente que mi padre no iba a aparecer y los rumores mas insistentes decian que su cuerpo debia de encontrarse al fondo de la cienaga de Tesca y que no saldria a la superficie hasta la proxima temporada de lluvias, mande una misiva a madre contandole los tristes sucesos. No podia demorar mas tiempo dicha tarea, por mucho que me costase. Al final de la carta, le rogaba encarecidamente que no hiciera la locura de aparecer por Cartagena porque ya me estaba encargando yo de todo lo que era menester y le pedia asimismo que me hiciera la merced de mandar algunos caudales para mi sostenimiento y el de la tripulacion hasta que acabara el proceso, que no parecia ir a comenzar nunca, pues don Alfonso de Mendoza, a lo que se veia, debia de andar muy ocupado con otros asuntos mas apremiantes.

Por fin, el dia lunes que se contaban veintinueve del mes de noviembre, fui llamada por el alcalde para prestar declaracion. Alli, en su despacho, ante Melchor de Osuna, que me miraba con un odio mortal, el licenciado que le representaba, un tal Andres de Arellano, y un numeroso grupo de vecinos curiosos (la declaracion de testimonios era publica), repeti punto por punto todo lo que dije el primer dia, sin anadir ni quitar una coma, y, luego, respondi a las preguntas que se me hicieron por parte del alcalde y del licenciado. Mi declaracion duro toda la manana y, por la tarde, le toco el turno a Melchor, quien, tras escuchar los alegatos de mi querella, nego todo lo que en ella se le imputaba y desmintio mis palabras, intentando hacerme pasar por un loco que habia irrumpido en su casa con la clara intencion de provocar una pelea, pues uno de mis hombres habia sido el primero en desenvainar la espada obligandole a defenderse. Ante semejante sarta de falacias, me preguntaba indignada como era posible que, si solo se habia defendido, las heridas las llevaramos nosotros en el cuerpo y no el, mas, como no tenia ningun licenciado que me representara porque sus precios eran inalcanzables para nosotros, nadie pudo plantear tal cuestion, asi que pedi a Mateo, a Rodrigo y a Lucas que, cuando tuvieran que declarar,

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