defender sus palenques. Habia que comunicarle la desastrosa noticia cuanto antes de modo que pudiera hacerse sus cuentas y tomar sus prevenciones. Si le mandabamos aviso a traves de Sando, tardaria en enterarse cinco o seis dias, como poco, pues, por mucho que corriesen los emisarios, tendrian que atravesar las montanas y cruzar las cienagas. Para nosotros, en cambio, con la Chacona, solo era un dia de navegacion hasta Cartagena, de suerte que mi padre decidio que, en vez de esperar hasta la Navidad para pagar el tercio a Melchor, lo mas conveniente seria aprovechar ahora este pretexto para dar cuenta a Benkos de lo sucedido.

Sentada frente a mi mesa-bajel, aquella noche comence a escribir una larga carta al rey de los cimarrones en la que le daba detallada razon de todo (el rey no sabia leer, mas tenia en su palenque gentes que si sabian), y, al alba, zarpamos rumbo a Cartagena tras despedirnos de madre y de las mozas que vinieron al puerto para vernos marchar.

No pudimos encontrar mejores vientos ni disfrutar de mejor travesia. Parecia que el mar nos empujaba con ahinco para favorecer nuestro viaje y que las treinta leguas no fueran sino solo dos o tres, pues cerca de la medianoche de aquel mismo dia, pasada la isla de Caxes, atracabamos en Cartagena. Dormimos a sueno suelto, oyendo los ruidos que llegaban de tan bulliciosa y grande ciudad: las voces de la guardia, las de los serenos, las campanillas y rezos de un cura, los gritos de los borrachos y hasta los de una reyerta que hubo en una taberna del puerto. A la manana siguiente, despues de desayunar, bajamos a tierra con el batel y, nada mas desembarcar, entregue a Juanillo la carta que habia escrito en casa para que se la llevara al esclavo del taller de carpinteria, rogandole que le dijera que era preciso que todos los emisarios se dieran mucha prisa pues urgia hacerla llegar prestamente a Benkos. Despues, tras saludar brevemente a los amigos del mercado que nos contaron algunas de las nuevas que habia traido la flota desde Espana (como la de que se habia firmado, por fin, la paz con Inglaterra), Lucas, Rodrigo, Mateo y yo acompanamos a mi senor padre hasta la hacienda de Melchor, mientras Jayuheibo, Anton, Negro Tome y Miguel quedaban al cuidado del batel. El dia era luminoso y ardiente. Mi padre se protegia la cabeza con su chambergo negro y yo con el mio rojo, mas los hombres apenas iban cubiertos con unos sudados panuelos de tocar y, al poco, empezaron a bromear sobre robarle el quitasol por la fuerza a la primera dama con la que toparamos.

Cuando nos encontramos, por fin, a unos cien pasos de la hacienda, mi padre nos ordeno detenernos bajo la endeble sombra de unos altos cocoteros.

– Basta -declaro-. Hasta aqui me escoltareis. El resto del camino es solo mio.

Comenzo a alejarse de nosotros resueltamente no sin hacernos antes un gesto con las manos para que nos serenasemos. Se habia apercibido de nuestro desasosiego y, si bien no habia vuelto a sufrir perdidas de juicio, todos temiamos que la menor ansia se lo tornara a quebrar.

Nos sentamos en el suelo, bajo los cocoteros, y asi estuvimos durante mucho tiempo, charlando y bromeando con grande escandalo, como si nos hallasemos a bordo de la Chacona sin nadie que pudiera escucharnos, mas, pasada una hora y viendo que mi padre no salia, solte un reniego y me puse en pie. Como el sol me cegaba, agarre mi chambergo y me lo cale, pero ni con mejor vista adverti la figura de mi padre por ningun lado.

– Ya deberia de haber salido -murmure preocupada, sin dejar de observar el camino entre el acceso a la hacienda y el portalon de la casa.

– Cierto -afirmaron mis compadres, acudiendo a mi lado.

– Tendriamos que acercarnos y preguntar -comento Rodrigo, protegiendose los ojos del sol.

– ?Pues vamos! -exclamo Mateo, echando mano al pomo de su espada y empezando a caminar.

Me coloque delante de los hombres y, con paso ligero, cruzamos los lindes de la hacienda. Los esclavos negros y los indios, encadenados unos a otros y al suelo, trabajaban sin descanso picando la piedra para extraer el mineral o las gemas o lo que fuera, y el ruido era tan grande que, de haber hablado alli, no nos hubiesemos escuchado. Por fortuna, cerca de la gran casa blanca los golpes se oian menos. En el porche, la hamaca de Melchor de Osuna se balanceaba flojamente con la caliente brisa. El portalon estaba abierto y, aun no habriamos llegado ni a diez pasos de distancia, cuando un negro armado con un arcabuz y con la mecha encendida entre los dedos salio del interior y se planto, de dos zancadas, frente a nosotros.

– ?Que quereis? -nos dijo de malos modos.

– ?Es asi como recibe tu amo a las visitas? -le increpo Lucas, colocandose a su altura para incomodarle.

– ?Apartaos! -grito el esclavo, torvamente.

– No nos iremos hasta que sepamos donde se halla Esteban Nevares.

– No se de quien hablais.

– ?No sabes de quien hablo, rufian? -se indigno Lucas, poniendo los brazos enjarras y acercandose mas al esclavo-. Pues hablo del mercader que hace mas de una hora entro en esta casa para pagarle a tu amo el tercio de una deuda y que no ha vuelto a salir.

El negro se quedo pensativo unos instantes y, luego, dijo:

– Ese ya se fue.

– ?Mientes! -grito Lucas.

– No miento -replico el otro, inquieto-. El mercader que decis llego, en efecto, hace mas de una hora. Entro, estuvo un rato con mi amo en el salon, pago el tercio y se marcho.

– Pues nosotros le hemos estado esperando fuera -dije yo, colocandome junto a Lucas-, y no le hemos visto salir. No nos hemos movido de debajo de esos cocoteros que ves alla -y los senale-. Explicame como ha podido abandonar la hacienda mi padre sin que le vieramos.

– ?Y como quereis que lo sepa? -vocifero con grande alteracion-. Fuera de esta propiedad ahora mismo o disparo como me ha ordenado mi amo.

– ?Tu amo es muy gallito! -exclamo Mateo, el espadachin humilde-. Dile de mi parte que, en lugar de esconderse detras de un esclavo, salga y de la cara como un hombre.

Los aires se estaban torciendo. O mucho me equivocaba o aquello iba a terminar mal. Mas, en ese punto, aparecio Melchor de Osuna en la puerta de su casa. Nunca le habia visto tan de cerca. Era un hombre bajo y grueso, de colgante papada cubierta por una rala barba canosa. Yo, por ser primo de los Curvos y apadrinado, me lo habia figurado mas joven.

– ?Que pasa aqui? -bramo. Vestia calzones negros y camisa blanca de mangas abullonadas recogidas sobre los codos.

Sobrepase a Lucas y al esclavo y me plante frente al de Osuna. Aquel era, si no el peor rufian de Tierra Firme, uno de los principales pretendientes al cargo. Mas, por los huesos de mi verdadero padre, que iba a costarle muy caro.

– Dicen que Esteban Nevares no ha salido de esta casa -le explico el negro sin volverse, fijos los ojos en los de Lucas.

– ?Como que no? -gruno el de Osuna con gesto adusto-. Se fue hace ya un rato.

– Eso les he dicho yo, que ya se habia ido, mas no se fian.

Luche por ocultar mi angustia y mi preocupacion y mire retadoramente a mi enemigo.

– Mi senor padre vino a pagaros, Melchor, y quiero que me digais ahora mismo que habeis hecho con el y donde se halla.

– ?Vete al infierno, muchacho! -grito, dandome la espalda-. Tu padre no esta aqui.

Le cogi energicamente por uno de sus gruesos brazos y tire de el con todas mis fuerzas. Ni se inmuto. Sin embargo, por voluntad propia, movido por la sorpresa, torno a girarse hacia mi.

– ?Quieres que te de un buen mojicon? -me amenazo. Mis compadres avanzaron prestamente. El esclavo detuvo a Rodrigo poniendole el arcabuz en el pecho mas este, de una patada contundente en la entrepierna lo dejo gimiendo en el suelo. Melchor de Osuna me miro con desprecio.

– La ultima vez que mi padre vino a veros -silabee con mi voz mas grave y cargada de odio-, le dijisteis que rezabais todos los dias por su muerte, que se os estaba haciendo muy larga la espera porque no contabais, cuando le ofrecisteis el contrato de arriendo, con que fuera a vivir tanto.

El de Osuna palidecio. Debio de sorprenderle mucho que yo pudiera repetir con tanta exactitud las palabras por el pronunciadas meses atras para ofender y herir a mi senor padre.

– ?Os habeis cansado de acechar su muerte? -segui diciendo-. ?Habeis decidido acortar el plazo para apoderaros antes de los bienes de Santa Marta?

Los ojos de Melchor de Osuna se inyectaron en sangre y todo el enrojecio hasta tal punto que tuve para mi que iba a explotar o a hacer una locura. Mis compadres estrecharon el corro para protegerme.

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