Nos pusieron mala cara cuando dije que queria presentar una demanda, como si fuera cosa de ellos atenderme y resolver mis problemas, mas, finalmente, tras esperar un largo tiempo durante el cual mis dolores se agudizaron y mis piernas fallaron varias veces, consegui encontrarme cara a cara con Alfonso de Mendoza.
El alcalde era un hombre estirado, enjuto de carnes y de piel blanca, que lucia perilla y finos y puntiagudos bigotes. Desde detras de su mesa, comodamente sentado en una silla de brazos, me observo con curiosidad e impaciencia. A cada uno de sus lados, unos escribanos se afanaban sobre montanas de documentos con los utiles de escribir. El secretario, con la mesa frente a los ventanales, giro la cabeza al oirnos entrar.
– Quiero presentar una demanda -exclame por tercera o cuarta vez.
– ?Y quien sois vos, senor? -se apresuro a preguntar el secretario.
Le entregue mi chambergo a Jayuheibo y, con la mano izquierda, descolgue de mi cuello el canuto de los documentos y se lo alargue. Tengo para mi que le molesto verse en la obligacion de levantarse para cogerlos mas yo no estaba en situacion de caminar hasta el. Vestia enteramente de negro salvo por las medias y las gruesas lechuguillas, que eran blancas, y lucia unos grandes lazos de seda negra en los zapatos. Con mis papeles se acerco hasta don Alfonso y le dijo:
– Se trata de Martin Nevares, excelencia, hijo legitimo del hidalgo Esteban Nevares, mercader y vecino de Santa Marta.
– ?Que deseais, joven? -me pregunto el alcalde.
– Quiero demandar a Melchor de Osuna, vecino de Cartagena de Indias, por haber hecho desaparecer a mi padre en la tarde de ayer.
Los escribanos pararon sus plumas, el secretario trago saliva y don Alfonso palidecio y fruncio subitamente el ceno. Un pesado silencio se hizo en el despacho.
– Pareceme que os estais precipitando, joven -dijo, al cabo, el alcalde-. Melchor de Osuna es un reputado comerciante y hombre de negocios de esta ciudad y no podeis acusarle de nada sin testigos ni probanzas.
– Tengo testigos y tengo probanzas, excelencia -afirme.
Otro prolongado silencio se produjo tras mis palabras. Nadie se movia.
– Seria mejor que tomarais asiento, senor Martin -dijo don Alfonso, acariciandose la perilla con preocupacion-. Contadme todo lo acaecido seguidamente y como persona de entendimiento y, luego, yo decidire si admito vuestra demanda y vuestros testigos y probanzas o si, por el contrario, os mando meter en presidio por calumniar a un hombre honrado.
?Hombre honrado!, habia dicho. Tentada estuve de echarme a reir, mas la seriedad del momento y la amenaza del presidio mantuvieron sereno mi rostro. ?Hombre honrado, Melchor de Osuna!, aquello hubiera tenido gracia de no resultar tan lamentable.
Con mil quebrantos, permiti que Jayuheibo me ayudara a sentarme en la silla que un escribano se habia apresurado a disponer para mi ante la mesa del alcalde.
Explique lo de la deuda de mi senor padre y lo del arriendo sobre los bienes perdidos. Dije, con todo el dolor y el rencor que acumulaba en mi corazon, que mi senor padre habia acudido la tarde anterior a la hacienda de Melchor a pagar el ultimo tercio del ano y que no volvio a salir de la casa; que como testigos de ello tenia a mis compadres del barco, los espanoles Lucas Urbina, natural de Murcia, Mateo Quesada, de Granada, y Rodrigo de Soria, todos ellos cristianos viejos, hombres respetables y de palabra probada; que los cuatro habiamos estado frente a la hacienda todo el tiempo que mi padre habia permanecido ausente y que no hubiera podido salir de alli sin que nosotros le vieramos y que no le vimos; que cuando nos allegamos hasta la casa para preguntar por el nos dijeron que ya se habia marchado, algo a todas luces falso, y que, como no admitimos la mentira, veinte esclavos de Melchor, a una orden suya, nos dieron una paliza tan terrible que habiamos quedado tal y como se me podia ver a mi, pues mis compadres estaban en peores condiciones y no habian sido capaces de dejar el barco; que recuperamos el sentido cerca del anochecer y que gentes del Getsemani nos habian ayudado a llegar hasta el muelle pues nosotros no podiamos caminar; y, por ultimo, mencione, con grande hostilidad, las humillantes palabras que Melchor le habia lanzado a mi senor padre, cuando este fue a pagarle en agosto:
– Le dijo que rezaba todos los dias por su muerte -masculle con desprecio-, que se le estaba haciendo muy larga la espera y que, cuando le ofrecio el contrato de arriendo, no contaba con que fuera a vivir tanto -suspire-. Por los hechos acaecidos desde ayer no he tenido tiempo de pensar, ni quiero hacerlo, en que mi padre haya podido morir a manos de Melchor, mas, aunque me aturda la angustia -murmure con un nudo en la garganta-, no puedo dejar de preguntarme que otra cosa que no fuera esta hubiera podido ocurrirle a mi padre para que no volviera ayer al barco si es que, como afirmo ese canalla de Melchor, en verdad salio misteriosamente de la hacienda sin que nosotros le vieramos. Aunque hubiera perdido el juicio, excelencia, algo que ya le ha pasado en alguna otra ocasion y que podria haberle vuelto a suceder por su mucha edad, alguien habria terminado por devolvernoslo. Mas esta es la hora en que aun no ha regresado. Por eso estoy cierto, y le repito a vuestra merced que no quiero ni pensarlo, que algo malo le acaecio a mi senor padre en la hacienda de Melchor y esto es lo que demando: que vos, como juez y justicia de Cartagena, con todas vuestras capacidades y medios averigueis donde esta mi senor padre y que le ha pasado. Haceos cuenta de la mucha angustia y preocupacion que siento y de la que sentira Maria Chacon, su barragana, cuando la noticia llegue a Santa Marta.
Los escribanos, el secretario y el alcalde, con el rostro tan livido cual si se estuvieran muriendo y muchas gotas de sudor cobarde perlando sus frentes, cruzaron las miradas y, luego, las bajaron. Al cabo, el alcalde levanto la cabeza y, con seriedad, se dirigio a mi, que intentaba contener mi desazon apretando fuertemente los punos.
– No termino de ver, senor mio -balbucio don Alfonso, con un tono algo desafiante-, por que Melchor de Osuna iba a causarle dano alguno a vuestro padre. ?Acaso no estaba cobrando unos buenos caudales por el arriendo de la casa, la tienda y el barco, segun me habeis contado?
Aprete los ojos con fuerza para impedir que las lagrimas brotaran de mis ojos.
– Precisamente, excelencia -repuse, con la voz rota-. Tal cual dijo ese villano, diez anos de cobrar los caudales por el arriendo eran mas que suficientes. Deseaba recuperar las propiedades porque, segun afirmo con escasa humildad como ahora vereis, de caudales no habia menester puesto que, como ganaba mas que un gobernador, ya tenia muchos. Sin embargo, ni por un millon de maravedies renunciaria a los titulos de propiedad de nuestra casa de Santa Marta, del barco y de la tienda, ya que eran bienes muebles y en raices que, con el tiempo, aumentaban de valor.
Sabia lo que pasaba por sus cabezas en aquellos momentos. El apellido Curvo no se habia pronunciado pero flotaba en el aire. Don Alfonso de Mendoza veia peligrar su posicion y su puesto mas, aunque asi fuera, no podia, en modo alguno, rechazar mi demanda pues la justicia del rey estaba de mi parte y, si tal hacia, el escandalo podia llegar muy lejos y yo estaba dispuesta, si mi padre no aparecia o si aparecia, muerto, a llevar el asunto ante la Real Audiencia de Santa Fe de Bogota, que era como llevarla ante el rey Felipe en persona. Y don Alfonso conocia, como las conocia yo y las conocian todos, las consecuencias que algo asi podria acarrearle: si ignoraba mi demanda y no iniciaba las diligencias para investigar valederamente la desaparicion de un hidalgo espanol, podia verse privado a perpetuidad de ejercer oficio publico en todas las Indias e, incluso, ser encarcelado o desterrado para siempre del Nuevo Mundo. Mal que le pesara, estaba obligado a iniciar el proceso y a tomar declaracion a los testigos de ambas partes.
– Muy bien, senor -repuso, secandose la frente con un elegante panuelo de fina holanda-. Mis escribanos redactaran vuestra demanda y, en el entretanto, esperareis fuera. Sereis llamado para firmarla y rubricarla en cuanto este terminada. ?Sabeis escribir, senor?
Torne a apretar los punos para frenar la indignacion que se levantaba en mi pecho.
– ?Acaso no pensais, don Alfonso, buscar a mi padre?
Su rostro manifesto la contrariedad que sentia. En mis veintidos anos de vida no habia visto una actitud tan cobarde en alguien tan principal.
– Naturalmente, senor Martin Nevares -admitio a reganadientes-. En los proximos dias se organizaran batidas para buscar a vuestro padre por las inmediaciones de Cartagena.
– ?Por mi vida, excelencia -grite, indignada-, que no entiendo vuestro proceder! ?Es que no pensais buscarle en casa de Melchor de Osuna, donde es mas probable que se encuentre? ?Organizad esas batidas cuando no aparezca en la hacienda, mas, ahora, excelencia, es el momento de visitar a Melchor y registrar su casa!
Estoy cierta de que el alcalde queria estrangularme en aquel instante.
– Asi se hara -mascullo-. Enseguida mandare un piquete de soldados para que cumplan este encargo y, al tiempo, den aviso al senor Melchor de vuestra instancia.