–No se si me creereis o no, pero lo cierto es que, ahora que veo que me llega el final, lamento de corazon que hayan pasado tantos anos sin ocuparme de vosotras y sin haber llegado siquiera a conocerte, Sira. Deberia haber insistido mas, no haber cejado en mi empeno por manteneros cercanas, pero las cosas eran como eran y tu, demasiado digna, Dolores: no ibas a consentir que os dedicara solo las migajas de mi vida. Si no podia ser todo, entonces no seria nada. Tu madre es muy dura, muchacha, muy dura y muy firme. Y yo, probablemente, fui un debil y un cretino, pero, en fin, no es momento ya de lamentaciones.
Guardo silencio unos segundos, pensando, sin mirarnos. Despues tomo aire por la nariz, lo expelio con fuerza y cambio de postura: despego la espalda del respaldo del sillon y echo el cuerpo hacia delante, como queriendo ser mas directo, como si ya se hubiera decidido a abordar de pleno lo que se suponia que tenia que decirnos. Parecia finalmente dispuesto a descolgarse de la amarga nostalgia que lo mantenia sobrevolando por encima del pasado, listo ya para centrarse en las demandas terrenales del presente.
–No quiero entreteneros mas de la cuenta con mis melancolias, disculpadme. Vamos a centrarnos.
Por primera vez desde que nos acomodamos se levanto del sillon y se dirigio al escritorio. Le segui con la mirada: observe la espalda ancha, el buen corte de su chaqueta, el andar agil a pesar de su corpulencia. Me fije despues en el retrato colgado en la pared del fondo hacia la que el se dirigia, imposible no hacerlo por su tamano. Una dama elegante vestida a la moda de principios de siglo, ni hermosa ni lo contrario, con una tiara sobre el pelo corto y ondulado, el gesto adusto en un oleo con marco de pan de oro. Al volverse lo senalo con un movimiento de la barbilla.
–Mi madre, la gran dona Carlota, tu abuela. ?La recuerdas, Dolores? Fallecio hace siete anos; si lo hubiera hecho hace veinticinco, probablemente tu, Sira, habrias nacido en esta casa. En fin, dejemos a los muertos descansar en paz.
Hablaba ya sin mirarnos, ocupado en sus quehaceres tras la mesa. Abrio cajones, saco objetos, revolvio papeles y volvio a nosotras con las manos cargadas. Mientras caminaba no despego la vista de mi madre.
–Sigues guapa, Dolores -apunto al sentarse. Ya no estaba tenso, su incomodidad inicial apenas era un recuerdo-. Disculpad, no os he ofrecido nada, ?quereis tomar algo? Voy a llamar a Servanda… -Hizo un gesto como de levantarse de nuevo, pero mi madre le interrumpio.
–No queremos nada, Gonzalo, gracias. Vamos a terminar con esto, por favor.
–?Te acuerdas de Servanda, Dolores? Como nos espiaba, como nos seguia para despues ir con el cuento a mi madre. – Solto de pronto una carcajada, ronca, breve, amarga-. ?Recuerdas cuando nos pillo encerrados en el cuarto de la plancha? Y fijate tu ahora, que ironia al cabo de los anos: mi madre pudriendose en el cementerio, y yo aqui con Servanda, la unica que se ocupa de mi, que destino mas patetico. Deberia haberla despedido cuando ella murio, pero adonde iba a ir ya entonces la pobre mujer, vieja, sorda y sin familia. Y ademas, probablemente no tuviera mas remedio que hacer lo que mi madre le mandaba: no era cosa de perder un trabajo asi como asi, aunque dona Carlota tuviese un caracter insoportable y llevara al servicio por la calle de la amargura. En fin, si no quereis tomar nada, yo tampoco. Prosigamos entonces.
Permanecia sentado en el borde del sillon, sin reclinarse, con sus manos grandes apoyadas sobre el monton de cosas que habia traido desde el escritorio. Papeles, paquetes, estuches. Del bolsillo interior de la chaqueta saco entonces unas gafas de montura de metal y las ajusto ante sus ojos,
–Bueno, vayamos a los asuntos practicos. A ver, por partes.
Cogio primero un paquete que en realidad eran dos sobres grandes, abultados y unidos por una banda elastica atravesada en su parte central.
–Esto es para ti, Sira, para que te abras camino en la vida. No es la tercera parte de mi capital como en justicia deberia corresponderte por ser una de mis tres descendientes, pero es todo lo que ahora mismo puedo dane en efectivo. Apenas he conseguido vender nada, corren malos tiempos para las transacciones de cualquier tipo. Tampoco estoy en disposicion de dejarte propiedades: no estas legalmente reconocida como hija mia y los derechos reales te comerian, ademas de tenerte que enzarzar en pleitos eternos con mis otros hijos. Pero, en fin, aqui tienes casi ciento cincuenta mil pesetas. Pareces lista como tu madre; seguro que sabras invertirlas bien. Con este dinero quiero tambien que te ocupes de ella, que te encargues de que no le falte nada y la mantengas si algun dia lo llegara a necesitar. En realidad habria preferido repartir el dinero en dos partes, una para cada una de vosotras, pero como se que Dolores nunca lo aceptaria, te dejo a ti a cargo de todo.
Sostenia el paquete tendido; antes de recogerlo, mire a mi madre desconcertada sin saber que hacer. Con un gesto afirmativo, breve y conciso, ella me transmitio su consentimiento. Solo entonces extendi las manos.
–Muchas gracias -musite a mi padre.
Antepuso a su replica una sonrisa adusta.
–No hay de que, hija, no hay de que. Bien, prosigamos.
Tomo despues un estuche forrado de terciopelo azul y lo abrio. Cogio otro, esta vez color granate, mas pequeno. Hizo lo mismo. Asi sucesivamente hasta cinco. Los dejo expuestos sobre la mesa. Las joyas del interior no refulgian, habia poca luz, pero no por ello dejaba de intuirse su valor.
–Esto era de mi madre. Hay mas, pero Maria Luisa, mi mujer, se las ha llevado a su piadoso destierro. Ha dejado, sin embargo, lo mas valioso, probablemente por ser lo menos discreto. Son para ti, Sira; lo mas seguro es que nunca llegues a lucirlas: como ves, son un tanto ostentosas. Pero podras venderlas o empenarlas si alguna vez te hace falta y obtener por ellas una suma mas que respetable.
No supe que replicar; mi madre si.
–De ninguna manera, Gonzalo. Todo esto pertenece a tu mujer.
–Nada de eso -atajo el-. Todo esto, mi querida Dolores, no es propiedad de mi mujer: todo esto es mio y mi voluntad es que, de mi, pase a mi hija.
–No puede ser, Gonzalo, no puede ser.