sociable hasta el extremo, y todo el mundo parecia en aquellos dias tener una inmensa urgencia por tratar con unos y con otros. En breve fuimos empezando a saludar rostros, a conocer nombres y unirnos a grupos al entrar en los locales. Comiamos y cenabamos en el Bretagne, el Roma Park o en la Brasserie de la Plage y por las noches ibamos al Bar Russo, o al Chatham, o al Detroit en la plaza de Francia, o al Central con su grupo de animadoras hungaras, o a ver los espectaculos del
A diario llegaban noticias de Madrid. A veces las leiamos en los periodicos locales en espanol,
Fue tambien un tiempo de descubrimientos. Aprendi algunas frases en arabe, pocas pero utiles. Mi oido se acostumbro al sonido de otras lenguas -el frances, el ingles- y a otros acentos de mi propio idioma como la haketia, aquel dialecto de los judios sefardies marroquies con fondo de viejo espanol que incorporaba tambien palabras del arabe y el hebreo. Averigue que hay sustancias que se fuman o se inyectan o se meten por la nariz y trastornan los sentidos; que hay quien es capaz de jugarse a su madre en una mesa de bacarra y que existen pasiones de la carne que admiten muchas mas combinaciones que las de un hombre y una mujer sobre la horizontalidad de un colchon. Me entere tambien de algunas cosas que pasaban por el mundo y de las que mi formacion subterranea nunca habia tenido conocimiento: supe que anos atras habia habido en Europa una gran guerra, que en Alemania gobernaba un tal Hitler al que unos admiraban y otros temian, y que quien estaba un dia en un sitio con aparente sentido de la permanencia, podia al siguiente volatilizarse para salvar sus huesos, para que no se los partieran a golpes, o para evitar terminar con ellos en un lugar peor que la mas siniestra de sus pesadillas.
Y descubri tambien, con la mas inmensa desazon, que en cualquier momento y sin causa aparente, todo aquello que creemos estable puede desajustarse, desviarse, torcer su rumbo y empezar a cambiar. Contrariamente a los conocimientos sobre las aficiones de unos y otros, sobre politica europea e historia de las patrias de los seres que nos rodeaban, aquella ensenanza no la adquiri porque nadie me la contara, sino porque me toco vivirla en primera persona. No recuerdo el momento exacto ni que fue en concreto lo que paso pero, en algun punto indeterminado, las cosas entre Ramiro y yo comenzaron a cambiar.
Al principio no hubo mas que una mera alteracion en las rutinas. Nuestra implicacion con otra gente fue aumentando y empezo el interes definido por ir a este sitio o a aquel; ya no vagabundeabamos sin prisas por las calles, no nos dejabamos llevar por la inercia como haciamos los primeros dias. Yo preferia nuestra etapa anterior, solos, sin mas nadie que el uno y el otro y el mundo ajeno alrededor, pero entendia que Ramiro, con su personalidad arrolladura, habia empezado a ganar simpatias por todas partes. Y lo que el hiciera para mi bien hecho estaba, asi que aguante sin replicar todas las horas interminables que pasamos entre extranos a pesar de que en la mayoria de las ocasiones yo apenas entendia lo que hablaban, a veces porque lo hacian en lenguas que no eran la mia, a veces porque discutian sobre lugares y asuntos que yo ' aun desconocia: concesiones, nazismo, Polonia, bolcheviques, visados, extradiciones. Ramiro se desenvolvia medianamente en frances e italiano, chapurreaba algo de ingles y conocia algunas expresiones en aleman. Habia trabajado para empresas internacionales y mantenido contactos con extranjeros, y a donde no llegaba con las palabras exactas, lo hacia con gestos, circunloquios y sobrentendidos. La comunicacion no presentaba para el ningun problema y en poco tiempo se hizo una figura popular en los circulos de expatriados. Nos resultaba dificil entrar a un restaurante y no saludar en mas de dos o tres mesas, llegar a la barra del hotel El Minzah o a la terraza del cafe Tingis y no ser requeridos para acoplarnos a la charla animada de algun grupo. Y Ramiro se acomodaba a ellos como si los conociera de toda la vida, y yo me dejaba arrastrar, convertida en su sombra, en una presencia casi siempre muda, indiferente a todo lo que no fuera sentirle a mi lado y ser su apendice, una extension siempre complaciente de su persona.
Hubo un tiempo, el que duro la primavera mas o menos, en el que combinamos ambas facetas y logramos el equilibrio. Manteniamos nuestros ratos de intimidad, nuestras horas exclusivas. Manteniamos la llama de los dias de Madrid y, a la vez, nos abriamos a los nuevos amigos y avanzabamos en los vaivenes de la vida local. En algun momento, sin embargo, la balanza empezo a descompensarse. Lentamente, muy poquito a poco, pero de manera irreversible. Las horas publicas empezaron a filtrarse en el espacio de nuestros momentos privados. Las caras conocidas dejaron de ser simples fuentes de conversacion y anecdotas, y empezaron a configurarse como personas con pasado, planes de futuro y capacidad de intervencion. Sus personalidades salieron del anonimato y comenzaron a perfilarse con rotundidad, a resultar interesantes, atrayentes. Aun recuerdo algunos de sus nombres y apellidos; aun conservo en mi memoria el recuerdo de sus rostros que ya seran calaveras y de sus procedencias lejanas que yo entonces era incapaz de ubicar en el mapa. Ivan, el ruso elegante y silencioso, estilizado como un junco, con mirada huidiza y un panuelo saliendo siempre del bolsillo de su chaqueta como una flor de seda fuera de temporada. Aquel baron polaco cuyo nombre hoy se me escapa que pregonaba su supuesta fortuna a los cuatro vientos y solo tenia un baston con el puno de plata y dos camisas desgastadas en el cuello por el roce de la piel contra los anos. Isaac
Springer, el judio austriaco con su gran nariz y su pitillera de oro. La pareja de croatas, los Jovovic, tan bellos ambos, tan parecidos y ambiguos que a veces pasaban por amantes y a veces por hermanos. El italiano sudoroso que siempre me miraba con ojos turbios, Mario se llamaba, tal vez Mauricio,
Las noticias de los duenos de las Academias Pitman parecian no llegar nunca y, para mi sorpresa, a Ramiro tal demora no daba la impresion de causarle la menor inquietud. Cada vez pasabamos menos tiempo solos en la habitacion del Continental. Cada vez habia menos susurros, menos alusiones a todo lo que hasta entonces le habia encantado de mi. Apenas mencionaba lo que antes le enloquecia y nunca se cansaba de nombrar: el lustre de mi piel, mis caderas de diosa, la seda de mi pelo. Apenas dedicaba piropos a la gracia de mi risa, a la frescura de mi juventud. Casi nunca se reia ya con lo que antes llamaba mi bendita inocencia, y yo notaba como cada vez generaba en el menos interes, menos complicidad, menos ternura. Fue entonces, en medio de aquellos tristes dias en los que la incertidumbre amenazaba dandome tirones en la conciencia, cuando comence a sentirme mal. No solo mal de espiritu, sino tambien mal de cuerpo. Mal, mal, fatal, peor. Quiza mi