monjas y el deseo -mitad anhelante, mitad temeroso- de regresar a Madrid lo antes posible.

Sin embargo, mi soledad se quebro de forma imprevista una manana. Precedido por la figura blanca y oronda de la hermana Virtudes, reaparecio entonces aquel rostro masculino que dias atras habia enunciado unas cuantas palabras borrosas relativas a una guerra.

–Te traigo una visita, hija -anuncio la monja. En su tono cantarin me parecio distinguir un ligero poso de preocupacion. Cuando el recien llegado se identifico, entendi por que.

–Comisario Claudio Vazquez, senora -dijo el desconocido a modo de saludo-. ?O es senorita?

Tenia el pelo casi blanco, empaque flexible, traje claro de verano y un rostro tostado por el sol en el que brillaban dos ojos oscuros y sagaces. Entre la flojedad que aun me invadia, no pude distinguir si se trataba de un hombre maduro con porte juvenil o un hombre joven prematuramente encanecido. En cualquier caso, poco importaba aquello en aquel momento: mayor urgencia me corria saber que era lo que queria de mi. La hermana Virtudes le senalo una silla junto a una pared cercana; el la acerco en volandas hasta el flanco derecho de mi cama. Dejo el sombrero a los pies y se sento. Con una sonrisa tan gentil como autoritaria indico a la religiosa que preferiria que se retirara.

La luz entraba a raudales por las amplias ventanas del pabellon. Tras ellas, el viento mecia levemente las palmeras y los eucaliptos del jardin sobre un deslumbrante cielo azul, testimoniando un magnifico dia de verano para cualquiera que no tuviera que pasarlo postrado en la cama de un hospital con un comisario de policia como acompanante. Con las sabanas blancas impolutas y estiradas hasta el extremo, las camas a ambos lados de la mia, como casi todas las demas, estaban desocupadas. Cuando la religiosa se marcho disimulando su contrariedad por no poder ser testigo de aquel encuentro, quedamos en el pabellon el comisario y yo en la sola compania de dos o tres presencias encamadas y lejanas, y de una joven monja que fregaba silenciosa el suelo en la distancia. Yo estaba apenas incorporada, con la sabana cubriendome hasta el pecho, dejando solo emerger unos brazos desnudos cada vez mas enflaquecidos, los hombros huesudos y la cabeza. Con el pelo recogido en una oscura trenza a un lado y la cara, delgada y cenicienta, agotada por el derrumbe.

–Me ha dicho la hermana que ya esta usted algo mas recuperada, asi que tenemos que hablar, ?de acuerdo?

Accedi moviendo tan solo la cabeza, sin acertar a intuir siquiera que querria tratar aquel hombre conmigo; desconocia que el desgarro y el desconcierto atentaran contra ley alguna. Saco entonces el comisario un pequeno cuaderno del bolsillo interior de su chaqueta y consulto unas notas. Debia de haberlas estado revisando poco antes porque no necesito pasar hojas para buscarlas: simplemente dirigio la vista a la pagina que tenia delante y alli estaban, ante sus ojos, los apuntes que parecia necesitar.

–Bien, voy a empezar haciendole unas preguntas; diga simplemente si o no. Usted es Sira Quiroga Martin, nacida en Madrid el 25 de junio de 1911, ?cierto?

Hablaba con un tono cortes que no por ello dejaba de ser directo e inquisitivo. Una cierta deferencia hacia mi condicion rebajaba el tono profesional del encuentro, pero no lo ocultaba del todo. Corrobore la veracidad de mis datos personales con un gesto afirmativo.

–Y llego usted a Tetuan el pasado dia 15 de julio procedente de Tanger.

Asenti una vez mas.

–En Tanger estuvo hospedada desde el dia 23 de marzo en el hotel Continental.

Nueva afirmacion.

–En compania de… -consulto su cuaderno- Ramiro Arribas Querol, natural de Vitoria, nacido el 23 de octubre de 1901.

Volvi a asentir, esta vez bajando la mirada. Era la primera vez que oia su nombre despues de todo aquel tiempo. El comisario Vazquez no parecio apreciar que me empezaba a faltar aplomo, o tal vez si lo hizo y no quiso que yo lo notara; el caso es que prosiguio con su interrogatorio haciendo caso omiso a mi reaccion.

–Y en el hotel Continental dejaron ambos una factura pendiente de tres mil setecientos ochenta y nueve francos franceses.

No replique. Simplemente volvi la cabeza hacia un lado para evitar el contacto con sus ojos.

–Mireme -dijo.

No hice caso.

–Mireme -repitio. Su tono se mantenia neutro: no era mas insistente la segunda vez que la anterior, ni mas amable, ni tampoco mas exigente. Era, simplemente, el mismo. Espero paciente unos momentos, hasta que obedeci y le dirigi la mirada. Pero no respondi. El reformulo su pregunta sin perder el temple.

–?Es usted consciente de que en el hotel Continental dejaron una factura pendiente de tres mil setecientos ochenta y nueve francos?

–Creo que si -respondi al fin con un hilo de voz. Y volvi a despegar mi mirada de la suya, y volvi a girar la cabeza hacia un lado. Y empece a llorar.

–Mireme -requirio por tercera vez.

Espero un tiempo, hasta que fue consciente de que en aquella ocasion yo ya no tenia la intencion, o las fuerzas, o el valor suficiente para hacerle frente. Entonces oi como se levantaba de su silla, bordeaba mis pies y se acercaba al otro lado. Se sento en la cama vecina sobre la que yo tenia depositada mi mirada; destrozo con su cuerpo la lisura de las sabanas y clavo sus ojos en los mios.

–Estoy intentando ayudarla, senora. O senorita, igual me da -aclaro con firmeza-. Esta usted metida en un lio tremendo, aunque me consta que no es por voluntad propia. Creo que conozco como ha ocurrido todo, pero necesito que usted colabore conmigo. Si usted no me ayuda a mi, yo no voy a poder ayudarla a usted, ?entiende?

Dije que si con esfuerzo.

–Bien, pues deje de llorar y vamos a ello.

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