tengo el dia entero pegado a la chepa.
Suspiro entonces con tanta fuerza que su abultada pechera se hincho y deshincho como si tuviera un par de globos contenidos en las apreturas del vestido de percal.
–Anda, mi alma, pasa para adentro, que te voy a instalar en uno de los cuartos del fondo. ?Ay, maldito alzamiento, que nos ha puesto todo patas arriba y esta llenando de broncas las calles y de sangre los cuarteles! ?A ver si acaba pronto este jaleo y volvemos a la vida de siempre! Ahora voy a salir, que tengo unos asuntillos de los que encargarme; tu te quedas aqui acomodandote y luego, cuando yo vuelva a la hora de comer, me lo cuentas todo despacito.
Y a gritos en arabe requirio la presencia de una muchachita mora de apenas quince anos que llego desde la cocina secandose las manos en un trapo. Ambas se dispusieron a despejar trastos y cambiar sabanas en el cuartucho diminuto y sin ventilacion que a partir de aquella noche pasaria a convertirse en mi dormitorio. Y alli me instale, sin tener la menor idea del tiempo que mi estancia duraria ni el cauce por el que avanzarian los derroteros de mi porvenir.
Candelaria Ballesteros, mas conocida en Tetuan por Candelaria la matutera, tenia cuarenta y siete anos y, como ella misma apuntaba, mas tiros pegados que el cuartel de Regulares. Pasaba por viuda, pero ni siquiera ella sabia si su marido en verdad habia muerto en una de sus multiples visitas a Espana, o si la carta que siete anos atras habia recibido desde Malaga anunciando el deceso por neumonia no era mas que la patrana de un sinverguenza para quitarse de en medio y que nadie le buscara. Huyendo de las miserias de los jornaleros en los olivares del campo andaluz, la pareja se instalo en el Protectorado tras la guerra del Rif, en el ano 26. A partir de entonces, ambos dedicaron sus esfuerzos a los negocios mas diversos, todos con una estrella mas bien famelica cuyos parcos reditos habia invertido el convenientemente en jarana, burdeles y copazos de Fundador. No habian tenido hijos y cuando su Francisco se evaporo y la dejo sola y sin los contactos con Espana para seguir trapicheando de matute con todo lo que caia en sus manos, decidio Candelaria alquilar una casa y montar en ella una modesta pension. No por ello, sin embargo, ceso de esforzarse por comprar, vender, recomprar, revender, intercambiar, porfiar y canjear todo lo que caia en su mano. Monedas, pitilleras, sellos, estilograficas, medias, relojes, encendedores: todo de origen borroso, todo con destino incierto.
En su casa de la calle de La Luneta, entre la medina moruna y el ensanche espanol, alojaba sin distincion a todo aquel que llamaba a su puerta solicitando una cama, gente en general de pocos haberes y menos aspiraciones. Con ellos y con todo aquel que se le pusiera por delante intentaba ella hacer trato: te vendo, te compro, te ajusto; me debes, te debo, ajustame tu. Pero con cuidado; siempre con cierto cuidado porque Candelaria la matutera, con su porte de hembraza, sus negocios turbios y aquel desparpajo capaz en apariencia de tumbar al mas bragado, no tenia un pelo de necia y sabia que con el comisario Vazquez, tonterias, las minimas. Si acaso, una bromita aqui y una ironia alla, pero sin que el le echara la mano encima pasandose de la raya de lo legalmente admisible porque entonces no solo le requisaba todo lo que tuviera cerca, sino que, ademas, segun sus propias palabras, «como me pille guarreando con el pescado, me lleva al cuartelillo y me cruje el hato».
La dulce muchacha mora me ayudo a instalarme. Desempaquetamos juntas mis escasas pertenencias y las colgamos en perchas de alambre dentro de aquella tentativa de armario que no era mas que una especie de cajon de madera tapado por un retal a modo de cortinilla. Tal mueble, una bombilla pelada y una cama vieja con colchon de borra componian el mobiliario de la estancia. Un calendario atrasado con una estampa de ruisenores, cortesia de la barberia El Siglo, aportaba la unica nota de color a las paredes encaladas en las que se marcaban los restos de un mar de goteras. En una esquina, sobre un baul, se acumulaban unos cuantos enseres de uso escaso: un canasto de paja, una palangana desportillada, dos o tres orinales llenos de desconchones y un par de jaulas de alambre oxidado. El confort era austero rayando en la penuria, pero el cuarto estaba limpio y la chica de ojos negros, mientras me ayudaba a organizar aquel barullo de prendas arrugadas que componian la totalidad de mis pertenencias, repetia con voz suave
–Sinorita, tu no preocupar; Jamila lava, Jamila plancha la ropa de sinorita.
Mis fuerzas seguian siendo escasas y el pequeno exceso realizado al trasladar la maleta y vaciar su contenido fue suficiente como para obligarme a buscar apoyo y evitar un nuevo mareo. Me sente a los pies de la cama, cerre los ojos y los tape con las manos, apoyando los codos en las rodillas. El equilibrio regreso en un par de minutos; volvi entonces al presente y descubri que junto a mi seguia la joven Jamila observandome con preocupacion. Mire alrededor. Alli estaba todavia aquella habitacion oscura y pobre como una ratonera, y mi ropa arrugada colgando de las perchas, y la maleta destripada en el suelo. Y a pesar de la incertidumbre que a partir de aquel dia se abria como un despenadero, con cierto alivio pense que, por muy mal que siguieran yendo las cosas, al menos ya tenia un agujero donde cobijarme.
Candelaria regreso apenas una hora mas tarde. Poco antes y poco despues fue llegando el menguado catalogo de huespedes a los que la casa proporcionaba refugio y manutencion. Componian la parroquia un representante de productos de peluqueria, un funcionario de Correos y Telegrafos, un maestro jubilado, un par de hermanas entradas en anos y secas como mojamas, y una viuda oronda con un hijo al que llamaba Paquito a pesar del vozarron y el poblado bozo que el muchacho ya gastaba. Todos me saludaron con cortesia cuando la patrona me presento, todos se acomodaron despues en silencio alrededor de la mesa en los sitios asignados para cada cual: Candelaria presidiendo, el resto distribuido en los flancos laterales. Las mujeres y Paquito a un lado, los hombres enfrente. «Tu en la otra punta», ordeno. Empezo a servir el estofado hablando sin tregua sobre cuanto habia subido la carne y lo buenos que estaban saliendo aquel ano los melones. No dirigia sus comentarios a nadie en concreto y, aun asi, parecia tener un inmenso afan en no cejar en su parloteo por triviales que fueran los asuntos y escasa la atencion de los comensales. Sin una palabra de por medio, todos se dispusieron a comenzar el almuerzo trasladando ritmicamente los cubiertos de los platos a las bocas. No se oia mas sonido que la voz de la patrona, el ruido de las cucharas al chocar contra la loza y el de las gargantas al engullir el guiso. Sin embargo, un descuido de Candelaria me hizo comprender la razon de su incesante charla: el primer resquicio dejado en su perorata al requerir la presencia de Jamila en el comedor fue aprovechado por una de las hermanas para meter su cuna, y entonces entendi el porque de su voluntad por llevar ella misma el mando de la conversacion con firme mano de timonel.
–Dicen que ya ha caido Badajoz. – Las palabras de la mas joven de las maduras hermanas tampoco parecian dirigirse a nadie en concreto; a la jarra del agua tal vez, puede que al salero, a las vinagreras o al cuadro de la Santa Cena que levemente torcido presidia la pared. Su tono pretendia tambien ser indiferente, como si comentara la temperatura del dia o el sabor de los guisantes. De inmediato supe, no obstante, que aquella intervencion tenia la misma inocencia que una navaja recien afilada.
–Que lastima; tantos buenos muchachos como se habran sacrificado defendiendo al legitimo gobierno de la Republica; tantas vidas jovenes y vigorosas desperdiciadas, con la de alegrias que habrian podido darle a una mujer tan apetitosa como usted, Sagrario.
La replica cargada de acidez corrio a cuenta del viajante y encontro eco en forma de carcajada en el resto de la poblacion masculina. Tan pronto noto dona Herminia que a su Paquito tambien le habia hecho gracia la intervencion del vendedor de crecepelo, asesto al muchacho un pescozon que le dejo el cogote enrojecido. En supuesta ayuda del chico intervino entonces el viejo maestro con voz juiciosa. Sin levantar la cabeza de su plato, sentencio.
–No te rias, Paquito, que dicen que reirse seca las entendederas.