– No estoy muy segura -contesto tia Dora con los ojos entornados y rascandose el cuero cabelludo con un tenedor-. Pero oigo una voz lejana que me dice: «Recogete las faldas, Dora, y sal corriendo.» Desde hace diez dias, hemos recibido demasiadas visitas de extranos tipos con el ala del sombrero caida.
– ?De esos que tosen despues de un pernod? -pregunto el legionario.
– Exactamente. Tipos que huelen a cerveza desde cien metros. Vienen aqui para acostumbrarse al pernod. Pero no lo consiguen. Esto les traiciona.
– El pernod es bueno para eso -asintio el legionario-. Desenmascara la hipocresia. ?Te acuerdas del SD a quien rebanamos el pescuezo?
Tia Dora se rasco el pecho.
– Callate, Alfred. Se me pone la carne de gallina al recordarlo. Ensuciasteis el garaje. Ewald tuvo que levantar todo el pavimento para que desaparecieran las manchas de sangre.
Una sirena empezo a aullar.
– Alarma -gruno tia Dora-. Vamonos al sotano con una o dos botellas.
El personal llego corriendo. Abrieron una trampa que habia debajo de la mesa, y por una escalera estrecha descendieron al sotano. Alguien bajo unas botellas. Todos se acomodaron. Solo Gilbert, el portero, se quedo arriba. Pese a los severos castigos previstos, se producian robos durante las alarmas.
– Bueno, los aristocratas de la bomba se vuelven a sus casas a tomar el te.
La alarma habia durado una hora. Subieron a la superficie. Tia Dora se estiraba el vestido y se rascaba un muslo.
–
– Alfred, voy a telefonear a
El legionario se levanto, se puso la gorra, se estiro su corta guerrera de husar.
– Ni tu ni Paul ireis al agujero. Estare aqui a las once de la manana.
Salio a la calle.
Una mujer le sonrio alentadoramente y le pidio un cigarrillo, pero el legionario la rechazo con brusquedad.
– Largo de aqui, granuja.
Ella le grito una procacidad. El legionario se volvio a medias. La mujer huyo precipitadamente hacia la Hansa Platz. Durante dos dias no se atrevio a salir de su casa.
Al cabo de dos horas, tia Dora se encontro con el consejero criminal Paul Bielert en la esquina de Neuer Pferdemarkt y Neuerkamp Feldstrasse, junto al matadero. Atravesaron Neuer Pferdemarkt y entraron en el hotel «Johnke», donde se sentaron en una mesa aislada.
Tia Dora fue directamente al grano.
– Necesito en seguida un permiso de visita. Tengo prisa. El personal se alborota. Tengo muchas preocupaciones.
Bielert sonrio de labios afuera.
– Si quieres, te encontrare extranjeras.
– Muchas gracias -contesto riendo tia Dora-. Manten a tus granujas lejos de mi casa. Pero necesito ese permiso.
Paul Bielert pensativo, coloco un cigarrillo en su boquilla de plata.
– Eres muy exigente, Dora. Un permiso de visita es dificil de obtener. Es una mercancia muy solicitada.
– Dejate de palabrerias. Pideme un vaso de ron, pero que este bien caliente.
– Empleas un lenguaje vulgar, Dora. No te sienta bien.
– Me importa un bledo como me sienta. Tengo mi negocio que me ocupa todo el tiempo. Pero estamos apartandonos de mi permiso de visita. ?Mierda! Este ron no esta caliente.
– Primero he de saber para quien es el permiso.
Tia Dora le alargo un pedazo de papel.
– Aqui estan los nombres.
– ?El teniente Bernt Ohlsen? -pregunto Bielert con lentitud, mientras estudiaba el pedazo de papel-. Un criminal de Estado. ?Y quieres que le permita recibir visitas? Solo siento desprecio por esos individuos. Hay que eliminar a esos representantes de la plutocracia. Si tuviera las manos libres ?Destruiria a familias enteras!
Tenia el rostro deformado por un odio enfermizo.
Tia Dora le observaba, indiferente. En el otro extremo de la sala; unos clientes se alejaron, inquietos. Habian presentido quien era aquel hombre. De pronto, tuvieron prisa, echaron el dinero sobre la mesa y abandonaron el restaurante.
– Tengo una lista de nombres tan larga -prosiguio- que el
– Tienes razon -asintio tia Dora, que le observaba por el rabillo del ojo-. No hay que ser blando con los traidores y los desertores. A mi los remordimientos me atormentan, a veces. Con frecuencia, siento deseos de devolver todo lo que tengo en mis diversos escondrijos. Objetos que he olvidado desde hace mucho tiempo y que luego, de repente, me encuentro con unas fotografias y unos documentos en la mano, y se que mi deber estriba en enviarlos a Berlin. El otro dia, vi a Muller. Se presento inesperadamente en el cafe. Hacia anos que no nos veiamos. Nos satisfizo tanto el encuentro que nos emborrachamos.
– ?Que Muller? -pregunto Paul Bielert, con expresion inquieta.
– El adjunto de Heydrich, tu difunto jefe. El
– ?No sabia que conocieses a Heinrich Muller! -murmuro Bielert, sin conseguir ocultar su sorpresa-. Sin embargo, nunca has estado en Berlin. Esto lo se con seguridad.
– No me digas que has hecho espiar a tu vieja amiga, Paul.
– ?Quien habla de espionaje? Solo pienso en tu seguridad -dijo sonriente, suave corno un gato-. En estos tiempos agitados pueden ocurrir tantas cosas…
– Eres muy amable, Paul -contesto ella, sarcastica-. Pero cuando hablas de seguridad, ?no piensas mas en la tuya que en la mia? Seria una lastima para ti que me ocurriera algo.
Bielert se encogio de hombros, encendio otro cigarrillo y bebio otro sorbito de conac.
– ?De que habeis hablado Muller y tu?
– De criminales de Estado -suspiro tia Dora-. Estuvimos tan acordes en todo que resultaba conmovedor. Dijo que sabia que yo conocia a muchos antiguos comunistas. Estaba especialmente interesado en los que habian dejado el habito rojo para ponerse el pardo oscuro. Tipos que sirven en la Gestapo. Estuve a punto de confesarle unos cuantos secretillos, pero como sabes, mi bondadoso corazon me hace olvidar a menudo mi deber hacia el Fuhrer y la patria. -Se levanto despreocupadamente la falda y saco una carta que llevaba oculta en la bragas. Unas bragas de lana gruesa, color azul palido, con elastica-. ?Mira que encontre el otro dia al ordenar un cajon! Una carta muy interesante sobre la celula 31. Y figurate que, en varias ocasiones habla de un tal Paul Bielert como jefe de esa celula 31. Podrian pensar que eres tu.
Tia Dora alargo la carta a
Este la leyo, impasible.
– ?Vaya! En efecto, es muy interesante. -Doblo el papel y se lo guardo en un bolsillo-. Me permites, ?verdad?
Tia Dora sonrio almibaradamente.