El Verraco trago saliva. Con mucha dificultad, consiguio balbucear un informe.

– Un momento, Stabsfeldwebel -grito la voz.

El Verraco veia casi la calavera plateada en la gorra. En el telefono, sono un ruido terrible. «Sus aparatos no son buenos -penso el Verraco-. ?Si yo estuviese al frente de esa jaula…! Alli carecen de personas inteligentes.» Casi pego un salto en su silla cuando escucho una nueva voz.

– Servicio ejecutivo IV/2a.

El Verraco empezo a explicar el caso del falso permiso de visita. Tenia la frente empapada de sudor. Se le pegaba la camisa a la piel. Se rascaba un brazo.

– ?Quien ha firmado el permiso? -pregunto la voz arisca e impersonal.

– El senor SD Standartenfuhrer Paul Bielert -grazno humildemente el Verraco, inclinandose ante el telefono.

– Puede dejar eso de senor -le informo el de la Gestapo desde el otro extremo de la linea-. Aqui, hace ya mucho tiempo que hemos suprimido esas estupideces plutocraticas.

El Verraco estuvo a punto de pedir perdon. Se limito a un breve: «Bien» e hizo chocar los tacones por dos veces.

– Voy a pasarle el Standartenfuhrer -gruno la voz.

Volvio a escucharse un ruido extrano en el telefono. El Verraco sudaba abundantemente. Se sentia enfermo de veras. Sobre todo, sentia deseos de arrancar el telefono y arrojarlo al patio.

Una voz agradable se dejo oir. Una voz que recordaba la de un sacerdote.

– Aqui, Paul Bielert. ?Que puedo hacer por usted?

Las palabras brotaron de la boca de el Verraco. No conseguia dominarse. Explicaba el asunto sin orden ni concierto. Tan pronto creia que el permiso era falso, como estaba seguro de que lo era. Denuncio al comandante. Denuncio a Rinken. Denuncio a todo el cuerpo de comisarios del X Ejercito. Explico que todos sus hombres eran unos puercos; la prision, un agujero maldito; el cuartel, un viejo barracon. Por ultimo, tuvo que detenerse para respirar.

Entonces, Paul Bielert pregunto suavemente:

– ?Nunca le han dicho que es usted un idiota, Stabsfelwebel?

E! Verraco se retorcio en su sillon; no sabia lo que debia responder. Jamas le habian hecho semejante pregunta durante sus veintiocho anos de servicio. Pero antes de que hubiese tenido tiempo de encontrar una respuesta, el Standartenfuhrer prosiguio hablando con la misma voz dulce y agradable.

– Creo que no esta usted a la altura, Stabsfeldwebel. Si ese permiso es falso, es probable que los nombres de ese Feldwebel y de ese suboficial lo sean tambien. Pero supongo que habra hecho registrar inmediatamente al prisionero en cuestion. Y el calabozo tambien.

– El dragon Obergefreiter Stever, mi ayudante, ha hecho lo necesario, Standartenfuhrer.

– ?Y que ha encontrado?

– Nada, Standartenfuhrer.

El Verraco se levanto, se rasco el trasero y rio diabolicamente, mientras miraba a Stever, que permanecia boquiabierto en un rincon, sorprendido por el cariz que tomaban los acontecimientos.

– Debe de haber sido un registro muy superficial el que ha hecho el Obergefreiter Stever. Escucheme bien, Stabsfeldwebel.

El Verraco se irguio automaticamente y contesto:

– Si, Standartenfuhrer.

Recalcando cada silaba, Bielert prosiguio:

– Le hago responsable de todo lo relativo a este asunto. Si el prisionero se suicida mediante un veneno introducido fraudulentamente, sera usted ahorcado.

A el Varraco le temblaban las rodillas. El miedo se apodero de el y estuvo a punto de ahogarle. Por primera vez en su vida, deseo estar en el frente.

– El permiso de visita en cuestion -prosiguio Bielert con su voz monotona – debe ser entregado en mi oficina, en mis propias manos, en el plazo maximo de una hora. Olvidese de los tramites. Por cierto, ?cuantas personas estan al corriente de este asunto?

El Verraco mordio el hilo telefonico. Se le anudaron las tripas. Dio los nombres de todos aquellos a quienes habia hablado del asunto, por orden cronologico.

– Es usted el rey de los cretinos -replico Bielert-. Me sorprende que no haya puesto tambien un anuncio en los periodicos. ?No ha firmado nunca una declaracion sobre el secreto profesional?

El Verraco contemplaba, acoquinado, el receptor silencioso. Tenia la sensacion de que su alma habia salido volando y que solo le quedaba el cuerpo. La idea de desertar paso por su mente. ?De modo que el permiso era falso! Dejo escapar unos sonidos extranos que llenaron de sorpresa a Stever, quien nunca habia visto a el Verraco en semejante estado. Ahora, el jaleo estaba bien organizado. A Dios gracias, el no era mas que Obergefreiter.

El Verraco caminaba de un lado al otro del despacho. Lanzaba miradas de odio a la foto de Himmler. De todo tenia la culpa aquel idiota de Baviera. Nunca habia llegado nada bueno por aquel lado. ?Jamas volveria a beber cerveza de Munich! ?Tendria veneno en su poder, aquel maldito prisionero? Tal vez lo estuviera ingiriendo en aquel momento. Se detuvo bruscamente y le grito, con rabia, a Stever.

– ?Maldita sea! ?Por que se queda ahi sin hacer nada, Obergefreiter? Registre el num. 9 inmediatamente. ?Arranquele los pelos! Traigame en seguida todo lo que tiene en su poder. Incluso sus piojos han de estar en mi escritorio dentro de cinco minutos.

Stever pego un salto y salio del despacho. El Buitre pregunto, sorprendido, si se habia declarado un incendio en alguna parte.

– Pronto lo sabras -respondio, enigmatico, Stever-. Busca a toda prisa a dos de tus hombres y acompanadnos. Hay que pasar por el cedazo al numero 9, y llevar a el Verraco todo lo que tenga.

Entraron con estrepito en la celda del teniente Ohlsen. Le arrancaron la ropa, desgarraron el colchon, rompieron practicamente todo lo que habia en el calabozo, comprobaron concienzudamente los barrotes de la ventana; sondearon el piso, las paredes, el techo; le dieron vueltas y mas vueltas al orinal.

Stever consiguio hacer desaparecer los famosos cigarrillos que habia dado al teniente Ohlsen. Los cuatro hombres gritaban y aullaban a la vez. Metieron sus sucios dedos en la nariz y en la boca del teniente Ohlsen, examinaren minuciosamente su cuerpo. Pero no descubrieron una muela postiza, hueca, en la que habia escondida una pildorita amarilla. Una pildora con veneno suficiente para matar a diez personas. Un veneno que el legionario habia traido de Indochina.

Mientras Stever procedia al registro, el Verraco andaba de un lado a otro de su despacho, reflexionando sin cesar sobre el permiso de visita. Contemplaba con ternura sus libros de Leyes colocados en una estanteria. Libros que habia comprado durante su servicio. Gracias a aquellos gruesos tomos se sentia casi un hombre de Leyes. A sus amantes, les explicaba siempre que era inspector de prisiones. En la tasca «El trapo rojo», adonde le gustaba acudir, le llamaba senor inspector. Y le encantaba que lo hicieran. Se habia aprendido de memoria cierto numero

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