minuciosidad varios documentos, aunque no sabia lo que buscaba.

El presidente meneo la cabeza. El tribunal se retiro a deliberar a la habitacion azul, en la que siempre habia flores frescas sobre la mesa. Un funcionario del tribunal habia llevado un jarro de vino tinto.

El doctor Jeckstadt aparto a un lado el jarro y pidio cerveza. Cada uno encargo un litro en la cantina de oficiales. Cerveza fresca, espumosa, bebieron a grandes sorbos, se limpiaron la espuma de los labios y lanzaron una exclamacion satisfecha. Despues, pidieron salchichas. Se las trajeron. Pequenas salchichas grises y anchas, que los tres introdujeron en el mismo tarro de mostaza.

– Opino que debemos aceptar la demanda de la acusacion -dijo el doctor Jeckstadt con la boca llena de salchicha y de cerveza.

– Yo iba a decir lo mismo -murmuro el Kriegsgerichtsrat Plenge entre dos sorbos de cerveza-. Excelente cerveza -prosiguio-. No hay en todo el mundo una cerveza mejor que la alemana.

– Este es otro de los motivos por los que hacemos la guerra -explico el doctor Jeckstadt-. El mundo entero aprendera a beber la buena cerveza alemana.

El mas joven de los jueces, el Kriegsgerichtsrat Ring, trato, debilmente, de aplacar a sus dos colegas.

– Creo que deberiamos condenarle a ser fusilado, de acuerdo con el articulo 19c. La decapitacion no es estetica. Siempre duermo mal despues de haber presenciado una, y el acusado nunca habia dado motivos de queja hasta ahora. Ahorremosle la decapitacion, a causa de sus condecoraciones.

– Esa chatarra no cuenta -replico el presidente con hosquedad-. El acusado es un individuo turbio. Ha fomentado la alta traicion, y ha rebajado la reputacion del Fuhrer a los ojos de la opinion publica al propalar bromas injuriosas.

– Por cierto, ?de que bromas se trataba? -pregunto con curiosidad el Kriegsgerichtsrat Plenge, mientras jugueteaba con la empunadura de su jarra.

El doctor Jeckstadt miro prudentemente hacia la puerta que comunicaba con la sala de audiencias. Con prudencia, como si se tratara de un poderoso explosivo, alargo los documentos a sus asesores.

Ring fue el primero en reirse. Despues, Plenge. La risa es contagiosa. Se rieron los tres. Se doblaron sobre la mesa, sacudidos por las carcajadas. Ring se golpeaba los muslos. Plenge volco su cerveza. De repente, recuperaron la serenidad. Sus risotadas cesaron bruscamente, y el doctor Jeckstadt exclamo, escandalizado:

– Senores, nos ha hecho mucha gracia que el senor Plenge derribara su cerveza. Una risa sana es buena. -Toco el documento explosivo-. Pero bajo ningun pretexto podemos tolerar esa clase de bromas insultantes. Es la propaganda de un enemigo al que tenemos el deber de combatir. Aceptamos las conclusiones del fiscal, solicitando la sancion mas severa. Hay que hacer un escarmiento. Tenemos el deber de mostrarnos duros. La tolerancia embrutece al pueblo.

Con grandes letras y muchos arabescos, escribio: «Decapitacion.» Debajo, trazo su elegante firma. Alargo el documento por encima de la mesa.

– Queridos colegas, sirvanse firmar a la derecha de mi rubrica.

Sin reflexionar ni un momento, el doctor Plenge firmo. El doctor Ring vacilo un instante. Firmo muy lentamente, como si lamentara hacerlo.

El doctor Jeckstadt se prometio hacer trasladar a Ring a un tribuna! de excepcion, en algun punto del Este, tan pronto como se presentara una oportunidad. Alli aprenderia aquel lechuguino como funcionaba la maquina judicial. De lo contrario pronto serviria para adornar la rama de un arbol.

Los tres jueces bebieron mas cerveza. Tambien consumieron dos o tres salchichas de Turingia. El Kriegsgerichtsrat Plenge eructo debilmente. Prefirio fingir que no habia ocurrido nada.

El doctor Jeckstadt llamo al ujier y le dicto el veredicto con la requerida solemnidad.

Los tres jueces entraron al paso de la oca en la sala 7, seguidos por el ujier, que trotaba.

Los soldados que ocupaban los bancos se levantaron de un salto. Solo Paul Bielert permanecio sentado tranquilamente, sin dejar de fumar. Sus ojillos contemplaron, despectivamente, a los jueces que llevaban sus ceremoniosos tocados.

El Oberkriegsgerichtsrat doctor Jeckstadt miro, de reojo, al palido jefe de la Gestapo. «?Cretino insolente…! -penso-. Permanecer sentado cuando nosotros, los jueces, entramos; pero esos gerifaltes de la Gestapo no tardaran en caer. Los rusos y los americanos parecen mas fuertes de lo que se habia creido. Pronto llegaran nuevos tiempos, y los tipos del partido y de la Gestapo se encontraran sentados ahi.» Aquella idea le hizo sonreir. Seria maravilloso condenarlos a muerte. Evidentemente, nunca se podra reprochar nada a los jueces. Siempre han juzgado de acuerdo con los articulos aprobados por el Parlamento. Gracias a Dios, el era juez. Siempre estaria por encima de todo aquello. Volvio a mirar a Paul Bielert , movio la cabeza, pensativo. «Estas ahi y te sientes todopoderoso, imaginando que lo sabes todo.»

De repente, observo que los labios de Paul Bielert se entreabrian en una sonrisa sarcastica. ?Sabria algo, al fin y al cabo? Entonces, el hombre del hacha tendria trabajo. Experimento una apremiante necesidad de actividad. Un torrente de palabras surgio de sus labios.

– En nombre del Fuhrer, Adolph Hitler, y del pueblo aleman, pronuncio el veredicto del caso contra el teniente de la reserva Bernt Viktor Ohlsen, del 27° Regimiento de Tanques.

Respiro profundamente. Experimentaba una extrana sensacion de miedo en la boca del estomago, como si estuviera pronunciando su propia sentencia.

– Despues de haber deliberado, el tribunal reconoce que el teniente de la reserva Bernt Viktor Ohlsen, durante la guerra total que el pueblo aleman libra por su vida y su existencia, ha propalado los rumores mas infames sobre el Fuhrer, ha escarnecido el nacionalsocialismo, ha minado la moral de sus subordinados. Expuso su Division a los mas graves peligros cuando, pese a las ordenes recibidas, abandono su posicion cerca de Olenin. Queda deshonrado para siempre y sera castigado con la muerte. La sentencia sera ejecutada por un verdugo, con un hacha. Su fortuna sera incautada. Todos los gastos de este proceso van a su cargo. Su nombre sera eliminado de los registros. Su cadaver, enterrado anonimamente. ?Heil Hitler!

Volvio la mirada hacia el teniente Ohlsen, que estaba en posicion de firmes.

– ?Tiene algo que anadir?

Tuvo que repetir la pregunta tres veces, sin obtener respuesta. Se encogio de hombros, despreocupadamente, y termino con el acostumbrado:

– No se puede apelar contra esta decision. El indulto no sera recomendado. La sentencia se ejecutara antes de diez veces veinticuatro horas. La ejecucion no podra tener lugar antes de tres horas. Es decir, a las dieciocho horas y cuatro minutos. ?Heil Hitler!

Hizo un ademan al Feldwebel que permanecia detras del teniente Ohlsen.

– Llevense al condenado. -Cogio un nuevo monton de documentos y trompeteo-: ?El caso siguiente!

Los dos guardianes devolvieron al teniente Ohlsen a la carcel. En el subterraneo se cruzaron con el siguiente, a quien llevaban a la sala 7.

Su juicio solo duro veintitres minutos. El doctor Jeckstadt pronuncio asi su cuarta sentencia de muerte del dia. Despues se quito la toga de juez, se puso el capote gris claro del uniforme y se marcho a su casa, a comer su sopa de tomate y su bacalao hervido. Un jueves completamente normal, con un tiempo tipico de Hamburgo: una llovizna fina y penetrante.

El Obergefreiter Stever recibio al teniente Ohlsen. La puerta del subterraneo se cerro ruidosamente. Fueron corridos dos enormes cerrojos.

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