– ?Kiseljevo? Eso no es. Estalere no lo pronuncio asi, dijo «kisloff».

– Es igual. En el oeste Kiseljevo se dice Kisilova. Como Beograd se dice Belgrado.

Adamsberg se quito el dedo de la oreja.

– Kisilova -repitio-. Extraordinario, Danglard. He aqui la cadena entre Jaichgueit y Garches, el tunel, el tunel oscuro.

– No -dijo Danglard en una postrera obstinacion-. Alli muchos nombres empiezan por K. Y hay un obstaculo, ?no lo ve?

– No veo nada, tengo acufenos.

– Se lo dire mas alto. El obstaculo es esa coincidencia formidable que uniria los zapatos de mi tio con el revolcadero de Garches. Y lo que nos ligaria, a usted y a mi, a ambos casos. Y ya sabe lo que pienso de las coincidencias.

– Precisamente. Esta claro que nos han llevado de la manita hasta el deposito de Jaichgueit.

– ?Por quien?

– Por lord Fox. O mejor dicho por su amigo cubano repentinamente desaparecido. Sabia por donde pasaba Stock, y que Stock estaba con nosotros.

– ?Y por que nos han llevado de la manita?

– Porque Garches, por su amplitud calamitosa, iba a tocarle necesariamente a la Brigada. El asesino lo sabia. E incluso si pasaba un nivel al dejar su coleccion, que quiza se habia vuelto demasiado peligrosa, no iba a abandonarla a los cuatro vientos, sin garantia ni fama. Tenia que trazar el lazo entre su obra de juventud y la madurez. Debia saberse. Jaichgueit debia estar presente todavia en la memoria cuando empezara Garches. El Cortapies y el Zerquetscher pertenecen a la misma historia. Recuerde que el asesino se ensano con los pies de Vaudel y de Plogener. ?Donde esta ese Kissilove?

– Kisilova. En la orilla sur del Danubio, a dos pasos de la frontera rumana.

– ?Es una ciudad o un pueblo?

– Un pueblo, no mas de ochocientas almas.

– Si el Cortapies siguio a un cadaver hasta alli, es posible que alguien se fijara en el.

– Han pasado veinte anos, es poco probable que alguien lo recuerde.

– ?Su tio le dijo alguna vez si una familia del pueblo era objeto de una vendetta, de una guerra de clanes, de algo de este orden? El medico de Vaudel dice que vivia con esa obsesion.

– Nunca -dijo Danglard tras un momento de reflexion-. El lugar rebosaba de enemigos, habia fantasmas y diablesas, ogros y, naturalmente, el «grandisimo demonio» que rondaba la linde del bosque. Pero ninguna familia vengadora. En todo caso, comisario, si tiene usted razon, el Zerquetscher nos vigila seguro.

– Desde lo de Londres, si.

– Y no nos dejara entrar en el tunel de Kiseljevo, oculte lo que oculte. Le aconsejo que sea prudente. No creo que estemos a su altura.

– Probablemente -dijo Adamsberg rememorando el gran piano ensangrentado.

– ?Tiene su arma?

– Abajo.

– Pues llevesela a su habitacion.

23

Los peldanos de la vieja escalera, de baldosas de barro y madera, estaban frios, y a Adamsberg no le importaba. Eran las seis y cuarto de la manana, y el bajaba tranquilamente como cada dia, habiendo olvidado todo acerca de sus acufenos, de Kisilova y del mundo, como si el sueno lo devolviera a un estado nativo, absurdo y analfabeto, orientando sus pensamientos nacientes hacia el beber, el comer, el lavarse. Se detuvo en el penultimo escalon al descubrir en la cocina a un hombre de espaldas, colocado en el cuadrado de sol matinal, enlazado en el humo de un cigarrillo. Un hombre de constitucion delgada, pelo castano con rizos sobre los hombros, joven seguramente, que llevaba una camiseta negra y nueva adornada con el dibujo en blanco de una caja toracica de cuyas costillas goteaba sangre.

No conocia esa silueta, y sus alarmas se dispararon en su cerebro vacio. El hombre tenia los brazos vigorosos y esperaba con una idea bien determinada. Y estaba vestido, mientras el estaba desnudo en la escalera, sin proyecto ni arma. Esa arma, la que Danglard le habia recomendado que subiera a la habitacion, yacia sobre la mesa al alcance de la mano del desconocido. Si Adamsberg hubiera podido girar sin ruido hacia la izquierda, habria podido recuperar su ropa en el cuarto de bano y el P 38 siempre metido entre la cisterna y la pared.

– Ve a buscar tus pingos, capullo -dijo el hombre sin volverse-. Y no busques tu pipa que la tengo yo.

Una voz bastante ligera y zumbona, demasiado zumbona, senalaba ostensiblemente el peligro. El tipo se levanto la parte trasera de la camiseta y exhibio la culata del P 38 metido en el vaquero, calzado contra su espalda de piel morena.

No habia salida por el cuarto de bano, ninguna hacia el despacho. El hombre bloqueaba el acceso a la puerta exterior. Adamsberg se puso la ropa, desmonto la hoja de la maquinilla de afeitar y se la metio en el bolsillo. ?Que mas? La pinza cortaunas en el otro bolsillo. Era irrisorio, el tipo tenia dos pistolas. Y, si no se equivocaba, se encontraba frente al Zerquetscher. Ese pelo denso, ese cuello un poco corto. En ese dia de junio se acababa su camino. No habia seguido los consejos ansiosos de Danglard, y ahora el amanecer estaba alli, lleno del cuerpo del Zerquetscher, protuberante bajo la repulsiva camiseta. Justo esa manana en que la luz de fuera recortaba delicadamente cada brizna de hierba, cada corteza de los troncos, con una precision exaltante y comun. El dia anterior tambien habia hecho eso la luz. Pero lo veia mejor esa manana.

Adamsberg no era miedoso, por defecto de emotividad o por falta de anticipacion, o por culpa de sus brazos abiertos a las vicisitudes de la vida. Entro en la cocina, rodeo la mesa. ?Como era posible que en ese momento fuera capaz de pensar en el cafe, en las ganas que tenia de prepararlo y de tomarselo?

El Zerquetscher. Tan joven, maldita sea, fue su primer pensamiento. Tan joven, pero con un rostro marcado, con huecos y angulos, huesudo y torcido. Tan joven, pero con los rasgos alterados por la eleccion de una salida definitiva. Cubria su ira con una sonrisa burlona, simplemente jactanciosa, simplemente la de un chaval que fanfarronea. Que fanfarronea tambien con la muerte, en un combate altivo que le conferia una tez livida, una expresion cruel y estupida. La muerte ostensiblemente exhibida en su camiseta, con el torax impreso en la parte delantera. Bajo el esternon, un texto plagiaba el estilo de los diccionarios: Muerte. 1. Fin de la vida marcado por la extincion de la respiracion y la podredumbre de las carnes. 2. Estar muerto: estar acabado, no ser nada. Ese tipo ya estaba muerto y se llevaba a los demas consigo.

– Preparo el cafe -dijo Adamsberg.

– No te hagas el listo -contesto el joven dando una calada a su cigarrillo, poniendo la otra mano sobre el arma-. No me digas que no sabes quien soy.

– Claro que lo se. Eres el Zerquetscher.

– ?El que?

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