Schiltigheim. Diez con el de Noella Cordel.

– Lo que quiero decir es que tu tipo del carajo no debe de ser, ya, un jovencito.

– Supon que comenzara a los veinte anos. Solo tendria setenta.

– En segundo lugar -encadeno Laliberte senalando sus notas con una cruz-, has currado horas y horas con ese tridente y su travesano. Por lo demas, la idea del cambio de hoja es cosa tuya, no tienes pruebas.

– Si. Los limites de longitud y de anchura.

– Precisamente. Pero, esta vez, tu maldito maniaco no habria actuado como de costumbre. La longitud de la linea de las heridas supera la de tu travesano. 17,2 cm y no 16,9. Lo que significa que tu asesino modifica, como por ensalmo, su rutina. A los setenta anos, criss, no es tiempo ya de cambios. ?Como te lo explicas?

– Lo he pensado y solo encuentro una razon: los controles aereos. No se ha podido llevar el travesano. Nadie le habria dejado pasar con semejante barra de hierro. Se ha visto obligado a comprar aqui otro tridente.

– Comprar no, Adamsberg, tomarlo prestado. Recuerda que las heridas tenian tierra. La herramienta no era nueva.

– Eso es.

– Lo que conlleva ya muchas diferencias, y no pequenas, en la regulada conducta de tu asesino. Anade a ello que no habia ningun vagabundo borracho como una cuba junto a la victima, con el arma en el bolsillo. Nada de chivo expiatorio. A mi entender, las cosas cambian mucho.

– Efecto de las circunstancias. Como todos los superdotados, el juez es ductil. Tuvo que arreglarselas con el hielo, pues su victima permanecio apresada mas de tres dias en el hielo. Y tuvo que arreglarselas en un territorio extranjero.

– Eso es -dijo Laliberte poniendo una nueva cruz en su hoja-. ?El juez no tiene ya espacio suficiente en tu viejo pais? Hasta hoy, mataba en tu casa, ?no es cierto?

– No lo se. Te he citado solo los asesinatos franceses porque no he consultado mas que los archivos nacionales. Ignoro si ha matado en Suecia o en Japon.

– Eres un maldito tozudo. Tienes que encontrar siempre una respuesta, ?no?

– ?No es eso lo que tu quieres? ?Que te nombre al asesino? ?Conoces a muchos tipos que maten con un tridente? Porque, por lo que al arma se refiere, tengo razon, ?no es cierto?

– Criss, si, la empitono una pata de pollo. Por lo que se refiere a saber quien la sujetaba, eso es otra cosa.

– El juez Honore Guillaume Fulgence. Un verdadero empalador al que agarrare de las narices, te lo garantizo.

– Me gustaria ver tus carpetas -dijo Laliberte balanceandose en su silla-. Las nueve carpetas.

– Te enviare las copias a mi regreso.

– No, ahora. ?Podrias pedir a uno de tus hombres que me las mandara por e-mail?

No tenia eleccion, se dijo Adamsberg siguiendo a Laliberte y a sus inspectores hasta la sala de transmisiones. Pensaba en la muerte de Fulgence. Antes o despues, Laliberte lo sabria, como Trabelmann. Lo que mas le preocupaba era la carpeta sobre su hermano. Contenia un esbozo del punzon arrojado al Torque, y algunas notas sobre su falso testimonio en el proceso. Documentos estrictamente confidenciales. Solo Danglard podria sacarle de esa, si se le ocurria hacer una seleccion. ?Y como pedirselo ante la mirada de cazador del superintendente? Habria deseado una horita para reflexionar, pero tendria que actuar mucho mas deprisa.

– Voy a coger un paquete de mi chaqueta, vuelvo enseguida -dijo saliendo de la estancia.

En el vacio despacho del superintendente, Retancourt dormitaba, algo inclinada en su silla. Adamsberg saco lentamente varias bolsas de los bolsillos hinchados de su abrigo y se reunio, sin prisas, con los tres oficiales.

– Toma -dijo a Sanscartier tendiendole las bolsas, con un insensible guino-. Hay seis frascos. Compartelos con Ginette, si le gustan. Y cuando te falten, llamame.

– ?Que le estas dando? -gruno Laliberte-. ?Morapio de Francia?

– Jabon de leche de almendras. No se trata de corrupcion policial, es para dulcificar el espiritu.

– Criss, Adamsberg, no me hagas reir. Estamos aqui para currar.

– Son mas de las diez de la noche en Paris, y solo Danglard sabe donde estan mis carpetas. Mejor sera que le mande un fax a su domicilio. Lo tendra cuando se levante y ganaras tiempo.

– Right, man. Como quieras. Escribele a tu slac.

Adamsberg pudo asi redactar para Danglard una peticion escrita a mano. La unica idea que se le habia ocurrido durante su corta mision saponifera, una idea de escolar, ciertamente, pero que podia funcionar. Deformar su caligrafia, que Danglard conocia de memoria, agrandando las P y las O, comienzo y final de la palabra «peligro». La cosa resultaba posible en una nota con palabras como «papeles», «envio», «Laliberte», «inmediatamente», etc. Esperando que Danglard tuviera los ojos muy abiertos, que comprendiera algo, que desconfiara y separara los documentos comprometedores antes de escanearlo todo.

Envio el fax, controlado por el superintendente, que se llevaba las esperanzas del comisario por los cables subatlanticos. Ya solo debia confiar en la agudeza de su adjunto. Dirigio un breve pensamiento al angel con espada de Danglard y le conmino a que, por una vez, le pusiera desde el amanecer en plena posesion de su logica.

– Manana lo tendra. No puedo hacer nada mas -concluyo Adamsberg levantandose-. Te lo he dicho todo.

– Yo no. Me intriga una cuarta cosa -repuso el superintendente levantando su cuarto dedo. Rigor y rigor.

Adamsberg volvio a sentarse ante el fax y Laliberte permanecio de pie. Un nuevo truco de poli. Adamsberg busco la mirada de Sanscartier que, inmovil, estrechaba contra su pecho la bolsa de jabon. Y en aquellos ojos que le parecian expresar siempre una sola y unica cosa, bondad, leyo algo distinto. Trampa, tio. Cuidado con tus narices.

– ?No me has dicho que habias empezado a perseguirle a los dieciocho anos? -pregunto Laliberte.

– Si.

– ?Y no te parece mucho treinta anos de caceria?

– No mas que cincuenta anos de crimenes. A cada cual su oficio: el insiste y yo insisto.

– ?Conoceis, en Francia, los expedientes clasificados?

– Si.

– ?No has dejado nunca casos sin resolver?

– No muchos.

– Pero ?has dejado alguno?

– Si.

– Y entonces, ?por que no has dejado este?

– Ya te lo he dicho, a causa de mi hermano.

Laliberte sonrio, como si acabara de ganar un punto. Adamsberg se volvio hacia Sanscartier. La misma senal.

– ?Hasta ese punto amabas a tu hermano?

– Si.

– ?Querias vengarlo?

– Vengarlo no, Aurele. Demostrar su inocencia.

– No juegues con las palabras, eso viene a ser lo mismo. ?Sabes en que me hace pensar tu investigacion? ?Ese darle vueltas desde hace treinta anos?

Adamsberg permanecio en silencio. Sanscartier miraba a su superintendente y toda la dulzura habia abandonado sus ojos. Ginette mantenia los suyos clavados en el suelo.

– En una obsesion anormal -declaro Laliberte.

– Eso lo dice tu libro, Aurele. Pero no el mio.

Laliberte cambio de posicion y de angulo de ataque.

– Ahora te hablo de puerco a puerco. ?No te parece extrano que tu criminal viajero asesine aqui, precisamente durante la estancia de su perseguidor? Es decir, tu, el puerco obsesionado que le persigue desde hace treinta anos. ?No te parece que, para ser una coincidencia, la cosa rechina?

– Ya lo creo que rechina. Salvo si no lo es. Ya te he dicho que, desde Schiltigheim, Fulgence sabe que estoy de nuevo pisandole los talones.

– Criss! ?Y ha venido hasta aqui para provocarte? Si tuviera algo de ingenio, aguardaria a que regresaras, ?no crees? Un tipo que mata cada cuatro o seis anos, puede esperar dos semanas, ?o no?

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