muy al contrario. Una historia loca, improbable, obsesiva. La utilizaran para acusarle. Tenian el movil inmediato, les ha servido usted el movil profundo.

– El hombre obnubilado, borracho, amnesico, enloquecido por la muchacha. Yo en el cuerpo de mi hermano. Yo en el cuerpo del juez. Yo descentrado, como una cabra. Estoy jodido, Retancourt. Fulgence me ha despellejado. Y se ha metido en mi piel.

Retancourt condujo un cuarto de hora sin hablar. El abatimiento de Adamsberg exigia, a su entender, el respiro de un largo silencio. Dias enteros tal vez, conduciendo hacia Groenlandia, pero ella no tenia tanto tiempo.

– ?En que piensa? -prosiguio.

– En mama.

– Comprendo. Pero no creo que sea un buen momento.

– Piensas en tu madre cuando ya no hay nada que hacer. Y ya no hay nada que hacer.

– Claro que si. Huir.

– Si huyo, estoy listo. Reconocimiento de culpabilidad.

– Esta listo si se presenta usted el martes en la GRC. Se pudrira aqui hasta el juicio y no tendremos medio alguno de librarle investigando por nuestra parte. Permanecera en los calabozos canadienses y, cierto dia, le trasladaran a Fresnes, con veinte anos de reclusion como minimo. No, hay que huir, largarse de aqui.

– ?Se da cuenta de lo que esta diciendo? ?Se da cuenta de que, en ese caso, sera mi complice?

– Perfectamente.

Adamsberg se volvio hacia su teniente.

– ?Y si hubiera sido yo, Retancourt? -articulo.

– Huir -respondio ella eludiendo la pregunta.

– ?Y si hubiera sido yo, Retancourt? -insistio levantando el tono.

– Si duda, los dos estamos jodidos.

Adamsberg se inclino en las sombras para examinarla mejor.

– ?No duda usted? -pregunto.

– No.

– ?Por que? No le gusto y todo indica que fui yo. Pero usted no lo cree.

– No. Usted no mataria.

– ?Por que?

Retancourt hizo una breve mueca, como si vacilara sobre la respuesta.

– Digamos que la cosa no le interesa lo bastante.

– ?Esta segura?

– En la medida en que una puede estarlo. A usted le interesa confiar en mi o, efectivamente, esta listo. No esta usted defendiendose, esta hundiendose a si mismo.

En el lodo del lago muerto, penso Adamsberg.

– No recuerdo aquella noche -repitio como una maquina-. Tenia el rostro y las manos ensangrentados.

– Lo se. Tienen el testimonio del guarda.

– Tal vez no fuera mi sangre.

– Ya ve usted: se esta hundiendo. Lo acepta. La idea penetra en usted como un reptil y lo permite.

– Tal vez la idea este ya en mi, desde que hice renacer al Tridente. Tal vez estallo cuando vi la herramienta.

– Esta cavando su propia tumba -insistio Retancourt-. Coloca usted mismo la cabeza bajo el hacha.

– Ya me doy cuenta.

– Comisario, pienselo pronto. ?A quien elige? ?A usted o a mi?

– A usted -respondio Adamsberg instintivamente.

– Huir, entonces.

– Imposible. No son imbeciles.

– Tampoco nosotros.

– Nos estan pisando ya los talones.

– No se trata de huir desde Detroit. La orden de detencion ha pasado ya a Michigan. Regresaremos el martes por la manana al hotel Brebeuf, como estaba previsto.

– ?Y nos largamos por el sotano? Cuando no me vean salir a tiempo, registraran por todas partes. Pondran patas arriba mi habitacion y todo el edificio. Comprobaran la desaparicion de su coche y bloquearan los aeropuertos. Nunca tendre tiempo de despegar. Ni siquiera de abandonar el hotel. Van a tragarme, como al tal Brebeuf.

– Pero no seran ellos quienes nos persigan, comisario. Nosotros los llevaremos a donde queramos.

– ?Adonde?

– A mi habitacion.

– Su habitacion es tan pequena como la mia. ?Donde quiere esconderme usted? ?En el tejado? Subiran.

– Evidentemente.

– ?Debajo de la cama? ?En el armario? ?Encima?

Adamsberg se encogio de hombros, en un movimiento desesperado.

– Encima de mi.

El comisario se volvio hacia su teniente.

– Lo siento -dijo ella-, pero la cosa requerira solo dos o tres minutos. No hay otra solucion.

– Retancourt, no soy un alfiler para el pelo. ?En que piensa transformarme usted?

– Soy yo la que voy a transformarme. En pilar.

XXXV

Retancourt se habia detenido dos horas para dormir y entraron en Detroit a las siete de la manana. La ciudad era tan lugubre como una vieja duquesa arruinada que llevara todavia jirones de sus vestidos. La mugre y la miseria habian sustituido los caidos fastos de la antigua Detroit.

– Es este edificio -indico Adamsberg con el plano en la mano.

Examino el inmueble, alto, bastante ennegrecido pero en buen estado, flanqueado por una cafeteria, como si escrutara un edificio historico. Y lo era, puesto que tras aquellas paredes se movia, dormia y vivia Raphael.

– Los puercos aparcan veinte metros mas atras -observo Retancourt-. Muy agudos. Pero ?que creen? ?Que ignoramos que les llevamos detras desde Gatineau?

Adamsberg se habia inclinado hacia delante, con los brazos cruzados en su cintura.

– Le dejo ir solo, comisario. Comere algo en la cafeteria mientras le espero.

– No lo consigo -dijo Adamsberg en voz baja-. ?Y para que? Tambien yo estoy huyendo.

– Precisamente. Dejara de estar solo, y usted tambien. Vamos, comisario.

– No lo comprende usted, Retancourt. No lo consigo. Tengo las piernas frias y rigidas, estoy atornillado en el suelo por dos tuercas de hierro.

– ?Me permite usted? -pregunto la teniente posando cuatro dedos entre sus omoplatos.

Adamsberg asintio con una senal. Transcurridos diez minutos, sintio que una especie de aceite desatascador bajaba por sus muslos y les devolvia la movilidad.

– ?Eso es lo que le hizo a Danglard, en el avion?

– No. Danglard solo tenia miedo a morir.

– ?Y yo, Retancourt?

– Miedo a lo contrario, exactamente.

Adamsberg inclino la cabeza y salio del coche. Retancourt se disponia a entrar en la cafeteria cuando el la detuvo por el brazo.

– Esta ahi. En aquella mesa, de espaldas. Estoy seguro.

La teniente observo la silueta que Adamsberg le indicaba. Aquella espalda, sin duda alguna, era la de un hermano. La mano de Adamsberg se cerraba sobre su brazo.

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