– No estoy en su piel.

– Eso es lo que me pregunto en este momento.

– Explicate, Aurele.

– Personalmente, creo que flipas en colores. Y que ves por todas partes a tu tridente del carajo.

– Que te den por el saco, Aurele. Te he dicho lo que se y lo que creo. Si no quieres escucharme, me importa un bledo. Haz tu investigacion que yo hare la mia.

– Hasta manana a las nueve -dijo el superintendente, sonriendo de nuevo y tendiendole la mano-. Tenemos aun una buena panzada por delante. Examinaremos juntos los expedientes.

– Juntos no -dijo Adamsberg levantandose-. Tu estaras todo el dia estudiandolos y yo me los se de memoria. Ire a ver a mi hermano. Nos encontraremos el martes por la manana.

Laliberte fruncio el ceno.

– ?Soy libre? ?Si o no? -pregunto Adamsberg.

– No te pongas nervioso.

– Entonces voy a casa de mi hermano.

– ?Y donde esta tu hermano?

– En Detroit. ?Puedes prestarme un coche oficial?

– Es posible.

Adamsberg fue a reunirse con Retancourt, que permanecia sentada como una estaca en el despacho del superintendente.

– Se que tienes ordenes -dijo Laliberte riendose-. Pero, no te lo tomes como algo personal, no veo para que puede servirte tu teniente. No ha inventado la sopa de ajo. Criss, no la querria en mi modulo.

XXXIV

Una vez en su habitacion, Adamsberg dudo en llamar a Danglard para recomendarle que apartara los documentos referentes a la investigacion sobre su hermano. Pero nada le aseguraba que el telefono no estuviera pinchado. Cuando Laliberte supiera que Fulgence estaba muerto, las cosas se complicarian mucho mas. ?Y que? El superintendente no sabia nada de sus relaciones con Noella y, de no ser por la carta anonima, no se habria preocupado por el. El martes se separarian tras haberse peleado, como con Trabelmann, y adios muy buenas, cada cual a su investigacion.

Hizo rapidamente su maleta. Pensaba viajar de noche, dormir dos horas por el camino y llegar de madrugada a Detroit, para no correr el riesgo de no encontrar a su hermano. Hacia tanto tiempo que no veia a Raphael que no sentia ninguna emocion, tan irreal le parecia la empresa. Estaba cambiandose de camiseta cuando Retancourt entro en su habitacion.

– Mierda, Retancourt, podria usted llamar.

– Perdon, temia que se hubiera largado ya. ?A que hora nos marchamos?

– Me voy solo. Viaje privado, esta vez.

– Tengo ordenes -se obstino la teniente-. Le acompano. A todas partes.

– Es usted simpatica y colaboradora, Retancourt, pero se trata de mi hermano y no lo he visto desde hace treinta anos. Dejeme en paz.

– Lo siento, pero voy. Le dejare solo con el, no se preocupe.

– Dejeme, teniente.

– Si se empena, pero tengo las llaves del carro. No ira muy lejos a pie.

Adamsberg dio un paso hacia ella.

– Por muy fortachon que sea, comisario, nunca podra arrebatarme las llaves. Propongo que renunciemos a este juego de mocosos. Nos marchamos juntos y nos contaremos por el camino.

Adamsberg abandono. Luchar con Retancourt le llevaria, por lo menos, una hora.

– Muy bien -dijo, resignado-. Puesto que la llevo a la espalda, vaya a hacer su maleta. Tiene tres minutos.

– Esta hecha. Le espero en el coche.

Adamsberg termino de vestirse y se reunio en el aparcamiento con su teniente. Guardaespaldas rubia que habia convertido su energia en proteccion personal, especialmente adhesiva.

– Yo conducire -anuncio Retancourt-. Usted lucho toda la tarde con el superintendente mientras yo dormitaba en mi silla. Estoy perfectamente descansada.

Retancourt hizo retroceder el asiento para instalarse comodamente y arranco hacia Detroit. Adamsberg la llamo al orden, recordandole el limite de velocidad de 90 km/h, y ella redujo la velocidad.

A fin de cuentas, a Adamsberg no le disgustaba relajarse un poco. Alargo las piernas y puso las manos en sus muslos.

– No les dijo usted que estaba muerto -advirtio Retancourt tras algunos kilometros.

– Lo sabran manana, muy temprano. Se alarmo usted en vano, Laliberte no tiene contra mi ninguna prueba. Lo que le atormenta es la carta anonima. Despacho con el el martes, y el miercoles despegamos.

– Si despacha con el el martes, no despegaremos el miercoles.

– ?Por que no?

– Porque si va el martes, no van a charlar amablemente. Van a inculparle.

– ?Le gusta a usted dramatizar, Retancourt?

– Observo. Habia un coche aparcado delante del hotel. Nos siguen desde Gatineau. Le siguen. Philibert Lafrance y Rheal Ladouceur.

– Una vigilancia no es una inculpacion. Malgasta usted toda su energia en exagerar.

– En la carta anonima, que la Laliberte no deseaba ensenarle, habia dos finas franjas negras, a cinco centimetros por arriba y a un centimetro por abajo.

– ?Una fotocopia?

– Eso es. Con el encabezamiento y el pie de pagina tapados. Un montaje hecho a toda prisa. El papel, los tipos dactilograficos y la disposicion recordaban los de los formularios del cursillo. Yo me encargue del expediente, en Paris, ?lo recuerda? Y esta formula: «Se encargo de ello personalmente», suena algo quebeques. La carta la fabrico la propia GRC.

– ?Con que objetivo?

– Crear un motivo aceptable para que su direccion, la de usted, le enviara aqui. Si Laliberte hubiera revelado sus verdaderas intenciones, Brezillon nunca habria aceptado extraditarle.

– ?Extraditarme? Corre usted mucho, teniente. Laliberte se pregunta que hice yo la noche del 26, y lo comprendo. Tambien yo me lo pregunto. Quiere saber que pude hacer con Noella, y lo comprendo igualmente. Tambien yo me hago preguntas. Pero, carajo, Retancourt, no soy un sospechoso.

– Esta tarde se han largado todos al despacho de transmisiones, olvidando en su silla a la gorda Retancourt. ?Lo recuerda?

– Lo siento, pero no podia usted seguirnos.

– De ningun modo. Yo era ya invisible y ninguno de ellos advirtio que me dejaban alli, sola. Sola y muy cerca de la carpeta verde. He tenido tiempo de hacerlo.

– ?Que cosa?

– He fotocopiado. Lo mas importante esta en mi bolsa.

Adamsberg miro a su teniente, en la penumbra. El coche corria a una velocidad mayor de la autorizada.

– ?Hace usted eso en la Brigada? ?Piratear expedientes, por un impulso?

– En la Brigada no estoy en mision de proteger a nadie.

– Reduzca la velocidad. Realmente no es momento de que los inspectores nos pesquen con la bomba de relojeria que lleva usted en la bolsa.

– Exactamente -reconocio Retancourt levantando el pie-. Son estos jodidos carros automaticos que me arrastran.

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