libre, bamboleandose, en bastante buen estado. Los hombres la emprendian con los tornillos cuando Brezillon parecio pedirles, con un gesto, que hicieran saltar la tapa con una palanca. Adamsberg se habia acercado, de arbol en arbol, aprovechando que toda la atencion estaba centrada en el ataud. Siguio los movimientos de las tenazas que rechinaban bajo la placa de madera. La tapa se rompio y cayo al suelo. Adamsberg examino los mudos rostros. Brezillon fue el primero en agacharse y acercar su mano enguantada. Con un cuchillo que Retancourt le habia prestado, dio unos golpes, como si desgarrara un sudario, y luego se incorporo dejando que de su guante cayera un hilillo de arena, brillante y blanca. Mas dura que el cemento, cortante como el cristal, fluida y escurridiza, como el propio Fulgence. Adamsberg se alejo sin hacer ruido.
Retancourt llamaba una hora mas tarde a la puerta de su habitacion de hotel. Adamsberg le abrio, feliz, posando rapidamente la mano en su hombro para saludarla. La teniente se sento en la cama, hundiendola en el medio como en el hotel Brebeuf de Gatineau. Y, como en Brebeuf, abrio un termo de cafe y puso dos vasitos en la mesilla de noche.
– Arena -dijo el sonriendo.
– Un largo saco de ochenta y tres kilos.
– Colocado en el ataud tras el examen de la doctora Choisel. La tapa estaba atornillada ya cuando llegaron las pompas funebres. ?Y las reacciones, teniente?
– Danglard estaba realmente sorprendido, y Mordent relajado de pronto. Ya sabe usted que odia ese tipo de espectaculos. Brezillon, secretamente aliviado. Y tal vez muy satisfecho, incluso, aunque con el sea dificil decirlo. ?Y usted?
– Liberado del muerto y perseguido por el vivo.
Retancourt se solto el pelo y volvio a hacerse su corta cola de caballo.
– ?En peligro? -pregunto tendiendole una taza.
– Ahora, si.
– Tambien yo lo creo.
– Hace dieciseis anos, yo habia reducido la distancia y el juez estaba seriamente amenazado. Por esta razon, creo, planifico su muerte.
– Tambien podia matarle a usted.
– No. Estaban al corriente demasiados policias, mi muerte podia volverse contra el. Solo deseaba tener el camino libre, y lo consiguio. Despues de su fallecimiento abandone cualquier investigacion y Fulgence prosiguio sin trabas sus crimenes. Habria continuado si el asesinato de Schiltigheim no me hubiera sorprendido por casualidad. Mejor habria sido para mi, sin duda, no haber abierto nunca el periodico aquel lunes. La cosa me llevo directamente a donde ahora estoy, aqui, como asesino que va de escondrijo en escondrijo.
– Buena cosa la de ese periodico -afirmo Retancourt-. Encontramos a Raphael.
– Pero no le salve de su acto. Ni a mi. Solo consegui dar de nuevo la alerta al juez. Sabe que vuelvo a seguirle la pista desde su huida del Schloss. Vivaldi me lo hizo comprender.
Adamsberg bebio unos tragos de cafe y Retancourt asintio sin sonreir.
– Es excelente -dijo el comisario.
– ?Vivaldi?
– El cafe. Tambien Vivaldi es muy buen tio. Mientras hablamos, Retancourt, tal vez el Tridente sepa ya que acabo de desmentir su muerte. O lo sabra manana. Me cruzo de nuevo en su camino, sin manera de agarrarle. Ni de sacar a Raphael de ese campo de estrellas donde gira sobre su orbita. Ni a mi. Fulgence lleva el timon, ahora y siempre.
– Admitamos que siguiera a la mision de Quebec.
– ?Un centenario?
– He dicho «admitamos». Prefiero un centenario a un muerto. En ese caso, fracaso al intentar hacerle caer.
– ?Que fracaso? Tengo las tres cuartas partes de mi cuerpo metidas en las fauces de su trampa, y cinco semanas de libertad.
– Y eso puede ser mucho. No esta todavia en la trena y sigue moviendose. El lleva el timon, de acuerdo, pero en plena tormenta.
– Si fuera yo, Retancourt, me libraria enseguida de ese jodido poli.
– Tambien yo. Preferiria saber que lleva su chaleco antibalas.
– Mata con un tridente.
– Con usted, no tiene por que ser asi.
Adamsberg penso unos instantes.
– ?Porque puede dejarme seco sin mas ceremonial? ?Como si fuera una excepcion, en cierto modo?
– Una muerte al margen, si. ?Piensa usted en una serie ya acabada? ?En una sucesion de crimenes compulsivos?
– Lo he pensado a menudo y a menudo he vacilado. Una compulsion criminal sigue curvas mas cortas que las del juez, cuyos crimenes estan separados por silencios de varios anos. Y en un compulsivo la curva se intensifica, las crestas criminales van estrechandose con el tiempo. Con el Tridente no ocurre asi. Sus crimenes son regulares, programados, espaciados. Como la paciente obra de toda una vida, sin precipitacion.
– O lo hace durar adrede, si su vida se mantiene con este motivo. Tal vez Schiltigheim fuera su ultimo acto. O el sendero de Hull.
El rostro de Adamsberg se altero, rapida punzada de la desesperacion, como cada vez que volvia a pensar en el crimen del Outaouais. En sus manos llenas de sangre hasta debajo de las unas. Dejo la taza y se sento en la cabecera de la cama, con las piernas cruzadas.
– Lo que no habla en mi favor -prosiguio examinando sus manos- es el eventual viaje del centenario hasta Quebec. Despues de Schiltigheim, tenia mucho tiempo para preparar la trampa en la que encerrarme. No tenia la necesidad de contar los dias, ?no es cierto? No tenia razon alguna para lanzarse, urgentemente, mas alla del oceano.
– Al contrario, una ocasion ideal -le contesto Retancourt-. La tecnica del juez no se adapta a una ciudad. Matar a su victima, esconderla, llevar al chivo expiatorio, aturdido, hasta el lugar; todo eso no puede hacerse en Paris. Siempre eligio el campo como terreno de accion. Canada le ofrecia una rara ocasion.
– Es posible -dijo Adamsberg, con la mirada puesta todavia en sus manos.
– Hay algo mas. La desterritorializacion.
Adamsberg miro a su teniente.
– Es decir, la salida del territorio. Desaparicion de los indicios, de las rutinas, de los reflejos, y desestructuracion. En Paris, hubiera sido casi imposible hacer creer que un comisario, al salir como cada dia de su despacho, fuera de repente presa de un furor asesino en plena calle.
– A espacio virgen, ser nuevo y actos distintos -aprobo Adamsberg con bastante tristeza.
– En Paris, nadie hubiera podido imaginarle como un criminal. Pero alli, si. El juez aprovecho el acontecimiento, y la cosa funciono. Lo leyo usted en el expediente de la GRC: «Desbloqueo de las pulsiones». Un programa excelente, siempre que pudiera atraparle a solas en el bosque.
– Me conocio muy bien, desde que era nino hasta mis dieciocho anos. Podia saber que iria a caminar por la noche. Todo es posible, pero nada lo prueba. Tenia que estar informado del viaje. Pero no creo ya en lo del topo, teniente.
Retancourt doblo sus dedos y se miro sus cortas unas, como si consultara un cuaderno secreto.
– Reconozco que no lo logro -dijo, contrariada-. He hablado con todos, me he movido, invisible, de sala en sala. Pero no me parece que nadie soporte la idea de que haya podido matar usted a esa chica. En la Brigada, el ambiente es de inquietud, de crispacion, de frases apagadas, como si la actividad del equipo estuviese suspendida, a la espera. Por fortuna, Danglard le sustituye perfectamente y mantiene la calma. ?Ya no sospecha de el?
– Muy al contrario.
– Le dejo, comisario -dijo Retancourt recogiendo su termo-. El coche sale a las seis. Le hare llegar ese chaleco.
– No lo necesito.
– Se lo hare llegar.