El aguardiente del alcalde le abrasaba aun el estomago cuando Adamsberg llamo a la casa de Andre Barlut. El anciano, con chaqueta de gruesa pana y gorra gris, lanzo una mirada hostil a su carne. Luego lo tomo con sus deformes dedos y lo examino por las dos caras, intrigado. Una barba de tres dias, unos ojillos negros y rapidos.

– Digamos que es muy personal, senor Barlut.

Sentado a la mesa, dos minutos mas tarde, ante un vaso de aguardiente, Adamsberg exponia de nuevo sus preguntas.

– Normalmente no descorcho la botella antes del angelus -explico el viejo sin responder-. Pero, a fe mia, cuando hay gente…

– Dicen que es usted la memoria de la region, senor Barlut.

Andre le dirigio un guino.

– Si yo contara todo lo que hay ahi dentro -dijo aplastando la gorra sobre su craneo-, seria todo un libro. Un libro sobre lo humano, comisario. ?Que me dice usted de ese matarratas? No es demasiado afrutado, ?verdad?, eso asienta las ideas, creame.

– Excelente -confirmo Adamsberg.

– Lo fabrico yo mismo -explico Andre con orgullo-. No puede hacer dano.

Sesenta grados, estimo Adamsberg. El liquido le perforaba los dientes.

– Era casi demasiado bueno, Guillaumond padre. Me habia tomado como aprendiz y los dos formabamos un equipo del carajo. Puede llamarme Andre.

– ?Era usted ferrallista?

– Ah, no. Le estoy hablando de los tiempos en que Gerard era jardinero. Hacia mucho tiempo ya que lo del hierro habia terminado. Desde el accidente. Zas, dos dedos en la tronzadera -explico Andre con un significativo gesto, golpeandose la mano.

– ?Como fue eso?

– Como se lo digo, perdio los dos dedos. El pulgar y el menique. Solo le quedaban tres en la mano derecha, asi -dijo Andre tendiendo tres dedos de su mano hacia Adamsberg-. De modo que como, por fuerza, ya no podia dedicarse al metal, hacia de jardinero. Pero no era manco, asi y todo. Era el mejor manejando el azadon, puedo asegurarlo.

Adamsberg miraba, fascinado, la arrugada mano de Andre. Tres dedos extendidos. La mano mutilada del padre en forma de horca, de tridente. Tres dedos, tres garras.

– ?Por que ha dicho usted «demasiado bueno», Andre?

– Porque lo era. Bueno como el pan blanco, siempre ayudando, siempre soltando chistes. No diria yo lo mismo de su mujer y siempre he pensado algo de todo aquello.

– ?De que?

– De que se ahogara. Ella acabo con el hombre. Lo socavo. De modo que, a fin de cuentas, o no presto atencion a la barca, que se habia agrietado durante el invierno, o se hundio aposta. Por mucho que le demos vueltas, fue culpa suya, de ella, que cascara en el estanque.

– ?No le gustaba a usted?

– No le gustaba a nadie. Procedia de la farmacia de La Ferte-Saint-Aubin. Gente bien, vamos. Se le ocurrio casarse con Gerard porque, en su tiempo, Gerard era un hombre muy guapo. Y luego las cosas cambiaron mucho. Ella se hacia la dama, te miraba desde arriba. Vivir en Collery, con un ferrallista, no era bastante para ella. Decia que se habia casado por debajo de su condicion. Y fue mucho peor aun despues del accidente. Se avergonzaba de Gerard y lo decia sin andarse por las ramas. Una mala mujer, eso es todo.

Andre habia conocido muy bien a la familia Guillaumond. De chiquillo, iba a jugar con el joven Roland, hijo unico como el, de la misma edad y que vivia en la casa de enfrente. Habia pasado muchas tardes y muchas cenas en su casa. Cada noche, despues de comer, hacian lo mismo, una partida de Mah-Jong obligatoria. Asi se hacia en la farmacia de La Ferte, y la madre mantenia la tradicion. No perdia ocasion de humillar a Gerard. Porque, cuidado, en el Mah-Jong estaba prohibido chapurrar. ?Que quiere decir?, habia preguntado Adamsberg, que no conocia nada del juego. Quiere decir mezclar las familias para ganar antes, vamos, como mezclar treboles con diamantes. Una cosa que no se hacia, no era elegante. Chapurrar era cosa de cagones. Roland y el no se atrevian a desobedecer, preferian perder que chapurrar. Pero a Gerard le importaba un bledo. Pescaba las fichas con su mano de tres dedos y contaba chistes. Y Marie Guillaumond decia continuamente: «Mi pobre Gerard, el dia que tengas la mano de honores, las gallinas tendran muelas». Un modo de humillarle, como de costumbre. La mano de honores era una buena jugada, como si tuvieras poquer de ases. Cuantas veces habia oido la maldita frase, y en que tono, comisario. Pero Gerard se limitaba a reirse y no hacia la mano de honores. Tampoco ella, por lo demas. Ella, la Marie Guillaumond, siempre de blanco para poder descubrir la menor mancha en su ropa. Como si en Collery sirviera de algo. En las cocinas la llamaban, a sus espaldas, «el dragon blanco». Es muy cierto que aquella mujer acabo con Gerard.

– ?Y Roland? -pregunto Adamsberg.

– Ella le calentaba la cabeza, no hay otra expresion. Queria que hiciese una carrera en la ciudad, que fuera alguien. «Tu, Roland mio, no seras un incapaz como tu padre.» «No seras un inutil.» De modo que muy pronto creyo que estaba por encima de nosotros, los demas mocosos de Collery. Se andaba con pretensiones, adoptaba aires de grandeza. Pero en el fondo lo que pasaba era que el dragon blanco no queria que anduviese con nosotros. No eramos bastante para el, le decia. A fin de cuentas, Roland no se volvio tan agradable como su padre, de ningun modo. Era callado, orgulloso, y ay de quien le buscara las cosquillas. Agresivo y malo como la tina.

– ?Se peleaba?

– Amenazaba. Imaginese que, cuando no teniamos aun quince anos, a veces nos divertiamos pescando ranas cerca del estanque, y luego las haciamos estallar con un cigarrillo. No digo que sea bonito, pero en Collery no teniamos demasiadas distracciones.

– ?Ranas o sapos?

– Ranas. Las reinetas verdes. Cuando les metes un cigarrillo en la boca, comienzan a aspirar y, plof, estallan. Hay que verlo para creerlo.

– Me lo imagino -dijo Adamsberg.

– Pues bien, Roland llegaba muchas veces con su navaja y, zas, le cortaba directamente la cabeza a la rana. La sangre saltaba por todas partes. Bueno, reconozco que el resultado era el mismo. Quiero decir que la rana moria. Pero nos parecia que sus maneras eran distintas, y no nos gustaban. Luego, limpiaba la sangre de la hoja en la hierba y se marchaba. Como para demostrar que siempre podia hacer mas que nosotros.

Mientras Andre volvia a servirse un trago, Adamsberg intentaba beber su aguardiente con la mayor lentitud posible.

– Solo habia una pega -anadio Andre-. Y es que Roland, obediente como era, veneraba a su padre, eso puedo asegurarlo. No soportaba como lo trataba el dragon. No decia nada pero yo veia muy bien que por la noche, en el Mah-Jong, apretaba los punos cuando le soltaba sus frases.

– ?Era guapo?

– Como un astro. En Collery no habia una sola moza que no corriese tras el. Nosotros pareciamos menos que nada. Pero Roland no miraba a las muchachas. Como si, en eso, no fuera normal. Luego, se marcho a la ciudad para hacer estudios de senor. Tenia ambiciones.

– Estudios de derecho.

– Si. Y luego sucedio lo que sucedio. No podia salir nada bueno con toda aquella maldad en casa. En el entierro del pobre Gerard, la madre no solto ni una lagrima. Siempre pense que, al regresar, ella habia soltado alguna barbaridad.

– ?Por ejemplo?

– No se, algo de su estilo. «Bueno, ahora ya no tenemos que soportar al patan.» Una perreria como las que solia decir. Y el Roland debio de encolerizarse, con toda la pesadumbre de las exequias. No le defiendo, pero pienso lo que pienso. Debio de perder la cabeza, agarrar la herramienta de su padre y subir a por ella. Y paso. Mato al viejo dragon blanco.

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