vieja adjunta flacucha de rostro astuto, deslizandose en pantuflas y con pendientes por los sotanos prohibidos. ?Cuales llevaria esta noche? ?Los de perlas o los de oro, con forma de trebol?
– ?Josette? ?La molesto?
– En absoluto. Me las estoy viendo con una caja fuerte en Suiza.
– Josette, habia arena en el ataud. Y creo haber encontrado el crimen inicial.
– Espere, comisario, tomo algo para escribir.
Adamsberg oyo resonar, al fondo del pasillo, la fuerte voz de Clementine.
– Te he dicho que no es ya comisario.
Josette respondio a su amiga, comunicandole en unas pocas palabras la historia de la arena.
– Ya era hora -dijo Clementine.
– Aqui estoy, lista -prosiguio Josette.
– Una madre asesinada por su hijo, en 1944. Fue antes del desembarco, hacia marzo o abril. Ocurrio en Sologne, al regresar del entierro del padre.
– ?Tres orificios alineados?
– Si. El joven asesino, de veinticinco anos, escapo. No recuerdo en absoluto el apellido ni el lugar.
– Y es antiguo. La cosa debe de estar enterrada en cemento armado. Voy a ello, comisario.
– Te he dicho que ya no lo es -dijo la voz lejana-. Es todo un mundo, Josette mia.
– Josette, llameme a cualquier hora.
Adamsberg puso su movil al abrigo de la lluvia y, luego, regreso a paso lento hacia el hotel. Cada cual, en esta historia, habia dicho su palabra, una palabra certera de algun modo. Sanscartier, Mordent, Danglard, Retancourt, Raphael, Clementine. Y Vivaldi, claro. Y el doctor Courtin y el cura Gregoire. Y Josette. E incluso el cardenal. Y tal vez, tambien, Trabelmann con su jodida catedral.
Josette le llamo a las dos de la madrugada.
– Ya esta -anuncio como acostumbraba-. He tenido que pasar por los Archivos Nacionales y regresar luego al desvan de la policia. Puro cemento armado, se lo habia dicho.
– Lo siento, Josette.
– No hay mal alguno, muy al contrario. Clemie me ha preparado una taza de cafe con armanac y panecillos calientes. Me ha mimado como un submarinista preparando su torpedo. El 12 de marzo de 1944, en el pueblo de Collery, en Loiret, se celebraron las exequias de Gerard Guillaumond, muerto a los sesenta y un anos.
– ?Ahogado en un estanque?
– Eso es. Un accidente o un suicidio, nunca se supo. Su barca, en mal estado, se hundio. Tras el entierro y una vez terminadas las visitas a la casa del muerto, el hijo, Roland Guillaumond, asesino a su propia madre, Marie Guillaumond.
– Me acuerdo de un testigo, Josette.
– Si, la cocinera. Oyo un aullido en el piso. Subio las escaleras y el joven la empujo por los peldanos. Salia corriendo de la habitacion de su madre. La cocinera encontro a su patrona muerta en el acto. No habia nadie mas en la casa. Nunca hubo la menor duda sobre la identidad del asesino.
– ?Le detuvieron? -pregunto ansiosamente Adamsberg.
– Nunca. Se supone que busco refugio en el maquis y pudo morir alli.
– ?Ha encontrado alguna foto de el? ?En la prensa?
– No, ni una sola. Era la guerra, comprendalo. La cocinera ha muerto ya, lo he comprobado en Identidad. Comisario, ?es nuestro juez el autor de ese crimen? Tenia cuarenta anos en 1944.
– Ponga quince anos menos, Josette.
XLIX
Algunas cortinas se abrian discretamente al paso del desconocido. Adamsberg doblaba las estrechas calles de Collery, indeciso. El crimen se habia cometido cincuenta y nueve anos antes, y era preciso encontrar alli una memoria viva. La pequena poblacion olia a hojas mojadas y el viento transportaba el aroma, algo enmohecido, de las verdes superficies de los estanques de Sologne. Nada comparable al majestuoso ordenamiento de Richelieu. Un burgo rural de casas irregulares y apretadas.
Un nino le indico la vivienda del alcalde, en la plaza. Se presento con su carne de Denis Lamproie, en busca de la antigua morada de los Guillaumond. El alcalde era demasiado joven para haber conocido a la familia, pero nadie ignoraba alli el drama de Collery.
En Sologne, como en cualquier otro lugar, no era posible obtener informacion a toda prisa, en el dintel de una puerta. La desenvuelta rapidez de Paris no era de recibo. Adamsberg se encontro con los dos codos sobre un mantel de hule, ante un vasito de aguardiente, a las cinco de la tarde. Alli, llevar un gorro polar dentro de casa no molestaba a nadie. El alcalde tenia su gorra y su mujer un panolon.
– Normalmente -explico el alcalde, de mejillas llenas y mirada curiosa-, no abrimos la botella antes de que den las siete. Pero, a mi parecer, la visita de un comisario de Paris lo merece. ?Tengo o no razon, Ghislaine? - anadio volviendose hacia su mujer, en busca de la absolucion.
Ghislaine, que pelaba patatas en una esquina de la mesa, asintio con una senal, hastiada, subiendose con el dedo las gruesas gafas cuya montura aguantaba con esparadrapo. No habia mucho dinero en Collery. Adamsberg le echo una ojeada para ver si, como Clementine, hacia saltar los ojos de las hortalizas con la punta de su cuchillo. Si, lo hacia. Hay que quitar el veneno.
– El caso Guillaumond -dijo el alcalde hundiendo el tapon en la botella de una palmada-, dios sabe como se hablo de el. Yo no tenia ni cinco anos y me lo contaban ya.
– Los ninos no deberian oir cosas semejantes -dijo Ghislaine.
– La casa permanecio vacia, luego. Nadie la queria. La gente imaginaba que estaba encantada. Tonterias, vamos.
– Evidentemente -murmuro Adamsberg.
– Acabaron derribandola. Se decia que el tal Roland Guillaumond nunca habia estado en sus cabales. Saber si es cierto o no, es algo distinto. Pero para empitonar de ese modo a su madre hay que estar un poco majara.
– ?Empitonar?
– Cuando se mata a alguien con un tridente, lo llamo «empitonar», no veo otra palabra. ?Tengo o no razon, Ghislaine? Soltar una perdigonada o cargarse a un vecino con una pala, no dire que lo apruebe, pero digamos que son cosas que suceden en un calenton. Pero con un tridente, perdon, comisario, es una salvajada.
– Y a su propia madre, ademas -dijo Ghislaine-. ?Que busca ahora usted en esa vieja historia?
– A Roland Guillaumond.
– Ustedes no dan el brazo a torcer -dijo el alcalde-. De todos modos, despues de tanto tiempo habra prescrito.
– Claro. Pero el padre Guillaumond estaba vinculado, como primo lejano, a uno de mis hombres. Y eso le incomoda. En cierto modo, una investigacion personal.
– Ah, siendo personal es otra cosa -dijo el alcalde levantando sus rugosas manos, un poco como Trabelmann, cediendo respetuosamente ante los recuerdos de infancia-. Reconozco que no debe de ser agradable tener un asesino semejante entre tus primos. Pero no encontrara usted a Roland, Murio en el maquis, o eso dice todo el mundo. Y es que, en aquella epoca, por aqui todo eran tracas.
– ?Sabe usted lo que hacia el padre?
– Era ferrallista. Un buen hombre. Habia hecho una buena boda con una muchacha de verdad, de La Ferte- Saint-Aubin. Y todo para terminar en un bano de sangre, una verdadera desgracia. ?Tengo o no razon, Ghislaine?
– ?Hay en Collery alguien que haya conocido a la familia? ?Que pudiera hablarme de ella?
– Ese seria Andre -dijo el alcalde tras reflexionar unos momentos-. Esta ya en los ochenta y cuatro. Trabajo de muy joven con Guillaumond padre.
El alcalde echo una ojeada al gran reloj.
– Mejor seria que fuera usted antes de que empiece a cenar.