– ?Y hay algo detras de esa oreja? -pregunto Retancourt.
– Si, un permiso de inhumacion dudoso. El medico que lo expidio estaba en la cesta de los vasallos de Fulgence. Creo, Retancourt, que el juez fue a instalarse en Richelieu porque la tal medico ejercia en esa ciudad.
– ?Que su muerte habia sido programada?
– Eso creo. Pasele la informacion a Danglard.
– ?Por que no lo hace usted mismo?
– Porque le cabreo, teniente.
Danglard le llamo menos de diez minutos mas tarde, con la voz seca.
– Si comprendo bien, comisario, ha conseguido usted resucitar al juez. Nada menos.
– Eso creo, Danglard. Ya no corremos detras de un muerto.
– Sino detras de un vejestorio de noventa y nueve anos. Detras de un centenario, comisario.
– Me doy cuenta.
– Lo que es tambien utopico. Noventa y nueve anos es algo raro en un hombre.
– En mi pueblo habia uno.
– ?En plena forma?
– Realmente, no -reconocio Adamsberg.
– Comprenda -prosiguio pacientemente Danglard- que un centenario capaz de agredir a una mujer, matarla con un tridente, arrastrarla por los campos, con su bicicleta, es puro cuento chino.
– Asi son los cuentos y yo no puedo hacer nada. El juez tenia una fuerza anormal.
– Tenia, comisario. Un tipo de noventa y nueve anos no tiene una fuerza anormal. Y un asesino centenario no puede existir y no puede actuar.
– Al diablo le importa un pimiento la edad que tiene. Tengo la intencion de pedir la exhumacion.
– Carajo, ?hasta ese punto?
– Si.
– Entonces no cuente conmigo. Esta yendo usted demasiado lejos. Por unas tierras a las que no quiero seguirle.
– Lo comprendo.
– Aceptaba lo del discipulo, recuerdelo; pero no lo del muerto viviente ni lo de un vejestorio asesino.
– Intentare pedirla yo mismo. Pero si el permiso de exhumacion llega a la Brigada, acudan a Richelieu, usted, Retancourt y Mordent.
– No, yo no, comisario.
– Haya lo que haya en esa tumba, quiero que usted lo vea, Danglard. Ira.
– Ya se lo que hay en un ataud. No necesito viajar para eso.
– Danglard, Brezillon me eligio Lamproie como apellido. Es decir «lamprea», ?le dice a usted algo?
– Es un pez primitivo -respondio el capitan con una sonrisa en la voz-. Ni siquiera un pez, un agnato mas exactamente. De aspecto delgado como una anguila.
– Ah -dijo Adamsberg decepcionado y levemente asqueado, a causa de la criatura prehistorica del lago Pink-. ?Tiene algo especial ese primitivo?
– La lamprea no tiene dientes. Ni mandibulas. Funciona como una ventosa, si quiere.
Adamsberg se pregunto, al colgar, como interpretar la eleccion del jefe de division. ?Tal vez una alusion a cierta falta de refinamiento? ?O a las seis semanas de aplazamiento que habia conseguido arrancarle? Como una ventosa que aspira hacia ella las voluntades contrarias. A menos que hubiera querido indicar que le creia inocente, desprovisto de dientes. Es decir, de tridente.
Convencer a Brezillon para que ordenase la exhumacion del juez Fulgence parecia una empresa impracticable. Adamsberg se concentraba en aquella lamprea y procuraba atraer al jefe en su direccion. Brezillon se habia sacado de encima, en un revolotear de palabras, aquella oreja que vivia sola en el Bajo Rin tras el fallecimiento del juez. En cuanto al dudoso permiso de inhumacion de la doctora Choisel, solo era, para el, una fragil suposicion.
– ?Que dia es hoy? -pregunto de pronto.
– Domingo.
– El martes a las dos de la tarde -anuncio con un brusco cambio, parecido al que habia permitido obtener a Adamsberg su corta libertad.
– Que Retancourt, Mordent y Danglard esten alli -tuvo apenas tiempo de solicitar el comisario.
Cerro la tapa de su movil suavemente, para no arrugarle las patitas. Tal vez el jefe de division se sintiera obligado, desde que habia dejado libre a su hombre, a proseguir la logica de su decision y acompanarle hasta el final en sus errores. A menos que fuera aspirado por la ventosa de la lamprea. Cuyo sentido de atraccion se invertiria algun dia, cuando Adamsberg, vencido, fuera a visitarle a su salon, a su sillon. Volvio a ver el pulgar de Brezillon y no pudo impedir preguntarse que sucederia si se metiese un cigarrillo encendido en las fauces de una lamprea. Empresa imposible puesto que el animal vivia bajo el agua. Animal que fue a reunirse con la tropa de las criaturas que procuraban obstruir la catedral de Estrasburgo. En compania de la pesada mariposa nocturna que poblaba el desvan del Schloss; medio oreja, medio seta.
Y no importaba en que hubiera pensado Brezillon. Tenia el permiso de exhumacion. Y Adamsberg se sintio dividido entre lo febril y, sencillamente, el verdadero miedo. Sin embargo, no era la primera vez que procedia a una exhumacion. Pero abrir el ataud del magistrado le parecio, de pronto, una empresa blasfema y amenazadora. «Va usted demasiado lejos», habia dicho Danglard, «por tierras a las que no quiero seguirle». ?Adonde? Al ultraje, a la profanacion, al espanto. Un descenso bajo tierra en compania del juez que podria arrastrarlo a su sombra. Miro sus relojes. Dentro de cuarenta y seis horas, exactamente.
XLVII
Con la cabeza hundida en su gorro polar y embozado tras las solapas, Adamsberg observaba a lo lejos la puesta a punto de las sacrilegas operaciones, bajo la fria lluvia que ennegrecia los troncos de los arboles en el cementerio de Richelieu. La pasma habia rodeado la tumba del juez con una cinta de plastico rojo y blanco, delimitandola como una zona de peligro. Brezillon se habia desplazado en persona, un acto absolutamente sorprendente viniendo de un hombre que, desde hacia mucho tiempo, habia abandonado el terreno. Se mantenia erguido junto a la tumba, con un abrigo gris con solapas de terciopelo negro. Ademas del efecto lamprea que, tal vez, le habia atraido hasta la ciudad del cardenal, Adamsberg sospecho que albergaba una secreta curiosidad por la terrorifica andadura del Tridente. Danglard habia acudido, por supuesto, pero permanecia apartado de la tumba, como si intentara deshacerse de su responsabilidad. Junto a Brezillon, el comandante Mordent se bamboleaba de un pie a otro, bajo un deforme paraguas. El habia aconsejado que irritaran al fantasma para producir el combate y, tal vez, en aquel momento concreto, estuviese lamentando su temerario consejo. Retancourt aguardaba sin aparente inquietud y sin paraguas. Era la unica que habia descubierto a Adamsberg al fondo del cementerio y le habia dirigido una discreta senal. El grupo permanecia silencioso, concentrado. Cuatro gendarmes de la ciudad habian desplazado la losa sepulcral, que, advirtio Adamsberg, no habia sufrido la patina del tiempo y brillaba bajo la lluvia, como si la tumba, al igual que el juez, hubiera desafiado los dieciseis anos transcurridos.
Un monticulo de tierra se iba formando lentamente, los gendarmes se afanaban cavando la tierra humeda. Los policias se soplaban las manos o pataleaban para calentarse. Adamsberg sentia que su propio cuerpo se tensaba y mantenia la mirada clavada en Retancourt, adoptando el cuerpo a cuerpo para poder respirar con ella, ver con ella, agarrado a su espalda.
Las palas resbalaron, rechinando, sobre la madera. La voz de Clementine llego hasta el cementerio. Levantar las hojas, una tras otra, en los lugares sombrios. Levantar la tapa del ataud. Si el cuerpo del juez estaba en aquella caja, Adamsberg lo sabia, se hundiria con el en la tierra.
Los gendarmes habian terminado de colocar las cuerdas y jalaban ahora el ataud de roble, que salio al aire