– Pero le habia dado la belleza. Dios debe repartirlo todo en este mundo, Jean-Baptiste.
Adamsberg penso que Dios metia mucho la pata en su tarea y que era bueno que algunas Josette le echaran una manita en la chapuza de su curro.
– Hablame de esa oreja -dijo, queriendo evitar que Gregoire se extraviara por los inescrutables caminos del Senor.
– Grande, deforme, con el lobulo largo y levemente velludo, el orificio auricular estrecho, con el pliegue estropeado por un hundimiento en el centro. ?Recuerdas el mosquito que quedo atrapado en la oreja de Raphael? Finalmente, lo hicimos salir con una vela, como cuando se pesca con candiles, por la noche.
– Lo recuerdo muy bien, Gregoire. Acabo chisporroteando en la llama, con un ruidito. ?Te acuerdas del ruidito?
– Si. Yo bromee.
– Es cierto. Pero hablame del Senor. ?Estas seguro de este hundimiento?
– Del todo. Tambien tenia una pequena verruga en el menton, a la derecha, que debia de molestarle al afeitarse -anadio Gregoire, lanzado ya a su mina de detalles-. La aleta derecha de la nariz estaba mas abierta que la izquierda y el implante de los cabellos avanzaba mucho hacia las mejillas.
– ?Como lo haces?
– Puedo describirte tambien a ti, si quieres.
– Prefiero que no, Gregoire. Ya es bastante con lo que tengo.
– No olvides que el juez ha muerto, pequeno, no lo olvides. No te hagas dano.
– Lo intento, Gregoire.
Adamsberg penso en el viejo Gregoire sentado a su mesa de madera rancia. Luego regreso a sus fotos con una lupa. La verruga en el menton era muy visible, tambien la irregularidad de la nariz. La memoria del anciano cura seguia tan aguzada como antano, un verdadero teleobjetivo. Salvo aquella diferencia de edad puesta de relieve por el medico, el espectro de Fulgence parecia salir por fin de su sudario. Tirado de una oreja. Cierto es, se dijo observando los cliches del juez el dia de su jubilacion, que Fulgence nunca habia representado su edad. El hombre habia sido siempre de un anormal vigor y Courtin no podia concebir aquello. Maxime Leclerc no habia sido un paciente ordinario ni, por lo tanto, a continuacion, un fantasma ordinario.
Adamsberg se hizo otro cafe y espero con impaciencia que Josette y Clementine volvieran de sus compras. Ahora que habia abandonado el arbol Retancourt, sentia la necesidad de su apoyo, el impulso de anunciarle cada uno de sus progresos.
– Le tenemos por la oreja, Clementine -dijo descargandola de su cesto.
– Ya era hora. Es como un ovillo, cuando tienes el hilo te basta con tirar.
– ?Exploramos un nuevo canal, comisario? -pregunto Josette.
– Ya te dije que es mas que eso. Es todo un mundo, mi querida Josette.
– Vayamos a Richelieu, Josette. Busquemos el nombre del medico que firmo el permiso para enterrarlo, hace dieciseis anos.
– Eso esta chupado -dijo ella con una breve mueca.
Josette solo tardo veinte minutos en identificar al facultativo, Colette Choisel. Medico que trataba al juez desde que llego a la ciudad de Richelieu. Habia procedido al examen del cuerpo, diagnosticado un paro cardiaco y expedido el permiso de inhumacion.
– ?Tienes su direccion, Josette?
– Cerro su consultorio cuatro meses despues de la muerte del juez.
– Jubilada?
– De ningun modo. Tenia cuarenta y ocho anos.
– Perfecto. Ahora nos lanzaremos sobre ella.
– Eso es mas dificil. Tiene un nombre bastante corriente. Pero a los sesenta y cuatro anos podria ejercer todavia. Pasaremos por los anuarios profesionales.
– Y daremos una vueltecita por los antecedentes penales, buscando huellas de Colette Choisel.
– Si tiene antecedentes, no podria seguir ejerciendo.
– Eso es. Buscamos una absolucion.
Adamsberg dejo a Josette con su lampara de Aladino y fue a echar una mano a Clementine, que pelaba hortalizas para el almuerzo.
– Se desliza por ahi como un gato que intentara salir del encierro -dijo Adamsberg sentandose.
– Eso es, de todos modos es su oficio -dijo Clementine, que no concebia toda la complejidad de los fraudulentos manejos de Josette-. Ocurre como con las patatas -prosiguio-. Alguien tiene que pelarlas, Adamsberg.
– Yo se pelar patatas, Clementine.
– No. No les quita los ojos como es debido. Hay que quitarles los ojos, son veneno.
Con un gesto profesional, Clementine le mostro como excavar con presteza un pequeno cono en el bulbo para desprender la punta negra.
– Es veneno cuando esta crudo, Clementine.
– Aun asi. Quitaremos los ojos.
– De acuerdo. Lo procurare.
Las patatas, controladas por Clementine, estaban cocidas y la mesa puesta cuando Josette llego con sus resultados.
– ?Satisfecha, Josette mia? -le pregunto Clementine llenando los platos.
– Eso creo -dijo Josette dejando una hoja junto a sus cubiertos.
– Me desagrada que se trabaje mientras comemos. A mi no me molesta, pero a mi padre no le habria gustado. Pero, puesto que solo tenemos seis semanas…
– Colette Choisel ejerce en Rennes desde hace dieciseis anos -dijo Josette leyendo sus notas-. A los veintisiete se encontro en un mal paso. La muerte de uno de sus pacientes, de edad avanzada, cuyos dolores calmaba con morfina. Un gravisimo error de sobredosis que podia costarle la carrera.
– Ya lo creo -dijo Clementine.
– ?Donde ocurrio eso, Josette?
– En Tours, en el segundo feudo juridico de Fulgence.
– ?Absuelta?
– Absuelta. El abogado demostro la irreprochable conducta de la medico. Puso de relieve que la paciente, antigua veterinaria, podia procurarse perfectamente morfina por sus propios medios y que se la habia administrado.
– Un abogado a los pies de Fulgence.
– Los jurados determinaron suicidio. Choisel salio de ello completamente limpia.
– Y rehen del juez. Josette -anadio Adamsberg posando su mano en el brazo de la anciana-, sus sotanos van a llevarnos al aire libre. O, mejor dicho, bajo tierra.
– Asi sea -dijo Clementine.
Adamsberg reflexiono largo rato junto a la chimenea, con el plato de los postres en equilibrio sobre sus rodillas. No era facil el camino que debia tomar. Danglard, pese a que parecia haber recuperado la calma, le mandaria a paseo. Pero Retancourt le escucharia de un modo mas neutro. Saco de su bolsillo el escarabajo de patas rojas y verdes y marco el numero en su reluciente lomo. Sintio una pequena sacudida de bienestar y reposo al volver a escuchar la voz grave de su teniente arce.
– No se preocupe, Retancourt, cambio de frecuencia cada cinco minutos.
– Danglard me informo de su plazo.
– Es corto, teniente, y debo actuar deprisa. Creo que el juez sobrevivio a su muerte.
– Dicho de otro modo…
– Solo he podido agarrar una oreja. Pero esa oreja se movia aun hace dos anos, a veinte kilometros de Schiltigheim. Sola y velluda, revoloteando como una gran mariposa nocturna que hiciera fechorias en el desvan del Schloss.