– Hablaba usted de un discipulo con su adjunto. Si ha actuado cuatro veces despues de la muerte del juez, ?por que no puede haber matado en Quebec?

– Por una razon muy sencilla, Josette. Si se hubiera tomado el trabajo de ir hasta Quebec, lo habria hecho para tenderme una trampa, como hizo con los demas chivos expiatorios. Si un discipulo o un emulo ha tomado el relevo de Fulgence, lo hace por veneracion al juez, por un imperioso deseo de concluir su obra. Pero ese hombre, esa mujer, aunque este intoxicado por Fulgence, no es Fulgence. El me odiaba y deseaba mi caida. Pero el otro, el discipulo, no me guarda el mismo odio. Ni siquiera me conoce. Terminar la serie del juez es una cosa, pero matar para ofrecerme como regalo al muerto, es otra. No lo creo. Por eso le digo que yo estaba solo.

– Clementine dice que eso son ideas oscuras.

– Pero ciertas. Y si hay discipulo, no es viejo. La veneracion es una emocion de juventud. Podemos estimar que ahora tendria entre treinta y cuarenta anos. Los hombres de esta generacion no fuman en pipa, o muy pocas veces. El ocupante del Schloss fumaba en pipa y sus cabellos eran blancos. No, Josette, no creo en el discipulo. Estamos en un callejon sin salida.

Josette movia cadenciosamente su pantufla gris, golpeando con el pie el viejo enlosado de ladrillos.

– A menos -dijo tras un momento- que creamos en los muertos vivientes.

– A menos, si.

Ambos se sumieron en un largo silencio. Josette agitaba el fuego.

– ?Esta usted cansada, mi Josette? -pregunto Adamsberg, sorprendido al oirse utilizar las palabras de Clementine.

– A menudo navego por la noche.

– Piense en ese hombre, Maxime Leclerc, Auguste Primat o como se llame. Desde la muerte del juez, se considera invisible. O el discipulo intenta prolongar la imagen remanente de Fulgence, o nuestro muerto viviente no quiere desvelar su rostro.

– Porque esta muerto.

– Eso es. En cuatro anos, nadie ha podido ver a Maxime Leclerc. Ni los empleados de la agencia, ni la mujer de la limpieza, ni el jardinero, ni el cartero. Todas las gestiones exteriores se encargaban a la asistenta. Las indicaciones del propietario se transmitian por notas, por telefono eventualmente. Una invisibilidad posible, pues, porque lo logro. Y sin embargo, Josette, me parece imposible librarse por completo de ser visto. Tal vez dos anos, pero no cinco, y menos dieciseis. La cosa puede funcionar, pero siempre que no se tengan en cuenta los imprevistos de la vida, las urgencias, lo imponderable. Y, en dieciseis anos, se producen. Recorriendo esos dieciseis anos, deberiamos poder encontrar un imponderable.

Josette escuchaba, como hacker concienzudo, aguardando consignas mas precisas y moviendo la cabeza y su pantufla.

– Pienso en un medico, Josette. Una subita enfermedad, una caida, una herida. La circunstancia que nos obliga a llamar urgentemente a un doctor. Si el caso se produjo, el no habria recurrido al medico local. Habria acudido a un servicio anonimo, a un equipo de medicos de urgencia, de los que te ven una sola vez y te olvidan enseguida.

– Ya veo -dijo Josette-. Pero estos servicios no deben conservar sus archivos mas de cinco anos.

– Y eso nos llevaria a Maxime Leclerc. Es decir, a circular por los centros de urgencia de la zona del Bajo Rin, y descubrir una eventual visita de un medico por el Schloss del muerto viviente.

Josette volvio a colgar el atizador, se arreglo los pendientes y se subio las mangas de su jersey de lana. A la una de la madrugada, encendia de nuevo su maquina. Adamsberg permanecio solo ante la chimenea, alimentandola con dos troncos, tan tenso como un padre que espera el parto. Era una nueva supersticion eso de mantenerse alejado de Josette mientras ella tecleaba en la lampara de Aladino. Temia demasiado sorprender, a su lado, muecas de desaliento, expresiones de decepcion. Aguardaba inmovil, hundido en el obsesivo paso por el sendero. Y agarrado solo a la infima esperanza que ofrecian, eslabon tras eslabon, las furtivas exploraciones de la anciana. Y que el depositaba, brizna a brizna, en los alveolos de su pensamiento. Rogando que los filtros cayeran como plomo fundido ante la genial llama de su pequena hacker. Habia anotado los terminos que ella utilizaba para evaluar los seis grados de resistencia de aquellos filtros, por orden creciente de dificultad: trabajo chupado, duro, coriaceo, alambres de espino, cemento, miradores.

Y habia pasado todo un dia en los miradores del FBI. Se incorporo al oir el roce de las pantuflas por el pequeno corredor.

– Ya esta -anuncio Josette-. Bastante coriaceo, pero pasable.

– Digalo pronto -dijo Adamsberg.

– Maxime Leclerc llamo a un servicio de urgencias, hace dos anos, el 17 de agosto, a las catorce cuarenta. Siete picaduras de avispa habian provocado un grave edema en el cuello y en la parte baja del rostro. Siete. El doctor acudio en cinco minutos. Volvio a las ocho de la tarde y le dio una segunda inyeccion. Tengo el nombre del medico que intervino: Vincent Courtin. Me he permitido hurgar un poco en sus datos personales.

Adamsberg puso sus manos en los hombros de Josette. Sintio los huesos a traves de sus palmas.

– En estos ultimos tiempos, mi vida circula por las manos de unas mujeres magicas. Se lanzan como una bala y una y otra vez la salvan del abismo.

– ?Es molesto? -pregunto Josette con seriedad.

Desperto a su adjunto a las dos de la madrugada.

– Quedese en la cama, Danglard. Solo quiero darle un mensaje.

– Sigo durmiendo y le escucho.

– Cuando el juez murio, aparecieron muchas fotos en la prensa. Elija cuatro, dos de perfil, una de frente y una de tres cuartos, y pida que el laboratorio lleve a cabo un envejecimiento artificial del rostro.

– Tiene usted excelentes dibujos de craneo en cualquier buen diccionario.

– Es serio, Danglard, y prioritario. En un quinto retrato, de frente, pida que realicen tambien una hinchazon del cuello y del rostro, como si el hombre hubiera sido picado por avispas.

– Si eso le divierte -dijo Danglard con voz fatalista.

– Haga que me lo envien lo antes posible. Y deje estar la investigacion de los crimenes que faltan. Los he encontrado los tres, le enviare los nombres de las nuevas victimas. Vuelva a dormirse, capitan.

– Si no me he despertado.

XLV

En su falsa documentacion de poli, Brezillon le habia atribuido un nombre que le costaba recordar. Adamsberg volvio a leerlo en voz baja antes de llamar al medico. Saco su movil con precaucion. Desde que su hacker habia «mejorado» su telefono, brotaban por aqui y por alla seis pedazos de hilo rojo y verde, como un insecto que hubiera desplegado sus patas, y dos pequenas ruedecitas para cambiar de frecuencia, que formaban unos ojos laterales. Adamsberg lo manipulaba como un misterioso escarabajo. Encontro al doctor Courtin en su casa el sabado por la manana a las diez.

– Comisario Denis Lamproie -anuncio Adamsberg-, Brigada Criminal de Paris.

Los medicos, acostumbrados a los problemas de autopsias e inhumaciones, reaccionaban tranquilamente ante la llamada de un policia de la Criminal.

– ?De que se trata? -pregunto el doctor Courtin con tono indiferente.

– Hace dos anos, el 17 de agosto, curo usted a un paciente a veinte kilometros de Schiltigheim, en una propiedad llamada el Schloss.

– Alto ahi, comisario. No recuerdo a los enfermos a los que visito. A veces hago recorridos de veinte casos al dia y es muy raro que vuelva a ver a mis pacientes.

– Pero aquel hombre habia sido victima de siete picaduras de avispa. Tenia una hinchazon alergica que exigio dos inyecciones. Una a primera hora de la tarde y la otra hacia las ocho.

– Si, recuerdo el caso pues es raro que las avispas ataquen todas juntas. Me preocupo aquel viejo tipo. Vivia solo, comprendalo. Pero se negaba a que yo volviera a verle, tozudo como una mula. De todos modos, pase despues de mi recorrido. Se vio obligado a abrirme porque respiraba aun con dificultad.

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