– ?Podria describirmelo, doctor?

– Es dificil. Veo centenares de rostros. Un tipo viejo, alto, con el pelo blanco y maneras distantes, creo. No puedo decirle mucho mas, su rostro estaba deformado por el edema hasta las mejillas.

– Podria traerle unas fotos.

– Honestamente, seria una perdida de tiempo, comisario. Todo es muy vago, salvo el ataque de las avispas.

A primera hora de la tarde, Adamsberg se dirigia a la estacion del Este, llevando los retratos envejecidos del juez. Direccion Estrasburgo, de nuevo. Para ocultar parte de su rostro y su calva, se habia puesto el gorro canadiense con orejeras que le habia comprado Basile, demasiado calido para la suavidad oceanica una vez de regreso. Al medico le pareceria extrano, sin duda, que se negara a quitarselo. A Courtin no le gustaba esa consulta forzada y Adamsberg sentia que le estaba estropeando el fin de semana.

Los dos hombres se habian instalado en el extremo de una mesa atestada. Courtin era bastante joven, hurano y estaba algo gordo ya. El caso del anciano de las avispas no le interesaba y no hizo ninguna pregunta sobre los motivos de la investigacion. Adamsberg puso ante sus ojos los retratos del juez.

– El envejecimiento y el edema son artificiales -explico para dar cuenta del particular aspecto de los cliches-. ?Le recuerda algo este hombre?

– Comisario -dijo el medico-, ?no desea antes ponerse comodo?

– Si -dijo Adamsberg, que comenzaba a chorrear bajo su gorro polar-. En verdad, agarre piojos en una celda y me he afeitado la mitad del craneo.

– Extrana manera de tratarse -advirtio el medico cuando Adamsberg hubo descubierto su cabeza-. ?Por que no se la afeito del todo?

– Se encargo de mi un amigo, un antiguo monje. Eso lo explica.

– Ah, bueno -dijo el medico, perplejo.

Tras una vacilacion, el hombre regreso a las fotografias.

– Esta -dijo tras unos momentos, posando su dedo en un cliche del juez, de su perfil izquierdo-. Este es el viejo de las avispas.

– Me dijo usted que conservaba solo un vago recuerdo.

– De el, pero no de su oreja. Los medicos memorizamos las anomalias mejor que los propios rostros. Recuerdo perfectamente su oreja izquierda.

– ?Que tenia? -pregunto Adamsberg inclinandose hacia la foto.

– Esta sinuosidad media, aqui. El tipo habia sido operado, sin duda, en su infancia, por tener las orejas despegadas. En aquel tiempo, la intervencion no siempre tenia exito. Se produjo una hinchazon de la cicatriz y una deformacion del borde externo del pabellon.

Las fotos eran de los tiempos en que el juez estaba todavia en funciones. Llevaba entonces el pelo corto y las orejas descubiertas. Adamsberg solo habia conocido al juez despues de jubilado, con el pelo mas largo.

– Tuve que apartar el pelo para examinar la magnitud del edema -preciso Courtin-. Asi adverti la malformacion. En cuanto al resto del rostro, es ese tipo de hombre.

– ?Esta seguro, doctor?

– Seguro de que la oreja izquierda fue operada y de que cicatrizo mal. Seguro de que la derecha no sufrio traumatismo alguno, como en estos cliches. La examine por curiosidad. Pero sin duda no es el unico que tiene, en Francia, la oreja izquierda mal cicatrizada. ?Me comprende? No obstante, el caso es poco frecuente. Por lo general, las dos orejas reaccionan de un modo similar ante la operacion. Es raro que la cicatriz se hinche de un lado y no del otro, como aqui. Digamos que corresponde a lo que observe en el tal Maxime Leclerc. No puedo decirle nada mas.

– Por aquel entonces, el hombre debia de tener noventa y siete anos. Un vejestorio. ?Eso correspondia tambien?

El medico movio la cabeza, incredulo.

– Imposible. Mi paciente no tenia mas de ochenta y cinco anos.

– ?Seguro? -pregunto Adamsberg, sorprendido.

– En este punto, rigurosamente seguro. Si el viejo hubiera tenido noventa y siete anos, no le habria dejado solo con siete picaduras de avispa en el cuello. Le habria hospitalizado de inmediato.

– Maxime Leclerc nacio en 1904 -insistio Adamsberg-. Hacia mas de treinta anos que estaba jubilado.

– No -repitio el medico-. Estoy seguro. Ponga quince anos menos.

Adamsberg evito la catedral, por temor a ver aparecer a Nessie, jadeante, en el portal donde estupidamente se habia metido con el dragon, o al pez del lago Pink deslizandose por una alta ventana de la nave.

Se detuvo y se paso los dedos por los ojos. Hoja tras hoja en las zonas de sombra, habia recomendado Clementine, para encontrar las setas de la verdad. De momento, debia seguir de cerca aquella oreja deformada. En cierto modo tenia forma de seta, en efecto. Debia permanecer atento, procurar que las nubes de plomo de sus pensamientos no llegaran a oscurecer el trazado de su estrecha ruta. Pero la categorica afirmacion del medico referente a Maxime Leclerc le desconcertaba. La misma oreja, pero no la misma edad. Sin embargo, el doctor Courtin hablaba de la edad de los hombres y no de la de los fantasmas.

«Rigor, rigor y rigor.» Adamsberg apreto los dedos al recordar al superintendente y subio al tren. En la estacion del Este, sabia exactamente a quien llamar para seguir por el camino de aquella oreja.

XLVI

El cura de su pueblo se levantaba con las gallinas, como repetia la madre de Adamsberg, para dar ejemplo. Adamsberg espero que fueran las ocho y media en sus relojes para llamar al sacerdote que, segun calculo, debia de haber superado los ochenta anos. El hombre habia tenido siempre cierta similitud con un gran perro al acecho, y ya solo podia desear que hubiese conservado la actitud. El cura Gregoire asimilaba montones de detalles inutiles, apasionado por la diversidad que el Senor habia introducido en el mundo viviente. Se anuncio con su apellido.

– ?Que Adamsberg? -pregunto el cura.

– El de tus viejos libros. «Que segador del eterno estio habia, al marcharse, arrojado negligentemente esa hoz.»

– «Dejado», Jean-Baptiste, «dejado» -le corrigio el cura, sin que la llamada pareciese sorprenderle.

– «Arrojado.»

– «Dejado.»

– No tiene importancia, Gregoire. Te necesito. ?Te he despertado?

– Ni hablar, me levanto con las gallinas. Y, con la edad, ya sabes. Concedeme un minuto, voy a comprobarlo. Me haces dudar.

Adamsberg permanecio con el telefono en la mano, inquieto. ?No sabia ya Gregoire reconocer una urgencia? En el pueblo era conocido por reaccionar ante la menor preocupacion que apareciera en casa de uno de sus feligreses. Con el cura Gregoire no valian los disimulos.

– «Arrojado.» Tienes razon, Jean-Baptiste -dijo el cura, decepcionado y tomando de nuevo el telefono-. Con la edad, ya sabes.

– Gregoire, ?te acuerdas del juez? ?Del Senor?

– ?Otra vez el? -dijo Gregoire con un tono de reproche.

– Ha regresado de entre los muertos. O agarro a ese viejo diablo por los cuernos o pierdo mi alma.

– No hables asi, Jean-Baptiste -le ordeno el cura como si fuera todavia un nino-. Si Dios te oyera…

– Gregoire, ?recuerdas sus orejas?

– ?La izquierda, quieres decir?

– Eso es -dijo rapidamente Adamsberg tomando un lapiz-. Cuenta.

– No debemos hablar mal de los muertos, pero aquella oreja no habia acabado bien. No por voluntad de Dios sino por culpa de los doctores.

– De todos modos, Dios le habia hecho nacer con las orejas despegadas.

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