– ?Con el tridente?
– Eso supusimos, por la herida y por la herramienta que habia desaparecido. Su tridente, Gerard estaba siempre arreglandolo en la sala. Metiendolo en el fuego, enderezando las puas, afilandolas. Y es que cuidaba sus herramientas. Una vez, mientras trabajabamos, al tridente se le rompio una pua con una piedra. ?Cree usted que lo cambio? No, metio la herramienta en el fuego y volvio a soldar la pua. Sabia cosas de ferrallista, claro. Otras veces, se dedicaba a grabar pequenas imagenes en la madera del mango. A la Marie le enloquecia que se divirtiera con aquellas tonterias. Yo no digo que fuese arte, pero quedaba muy bonito de todos modos, en el mango.
– ?Que clase de dibujos?
– Casi como en la escuela. Estrellitas, soles, flores. No mucho mas, pero le aseguro que Gerard tenia talento. Su aficion era adornar. Y tambien el mango de su pico, de su azadon, de su pala. Sus herramientas no podian confundirse con las de los demas. Cuando murio, guarde su azadon como recuerdo. Nadie era tan bueno como el.
El viejo Andre se alejo y regreso trayendo en las manos un azadon pulido por los anos. Adamsberg examino el lustroso mango, y los centenares de pequenos dibujos grabados en la madera, imbricados y con patina. Desgastado, aquello le hacia casi pensar en un pequeno totem.
– Es realmente bonito -dijo con sinceridad Adamsberg, pasando suavemente sus dedos por el mango-. Comprendo que lo aprecie, Andre.
– Cuando vuelvo a pensar en el, me apena. Siempre una palabra para los demas, siempre una broma. Pero ella, no; a ella nadie la echo en falta. Siempre me he preguntado si no lo habia hecho ella. Y si Roland se entero.
– ?Hecho que, Andre?
– Agrietar la barca -mascullo el viejo jardinero apretando el mango del azadon.
El alcalde le habia acompanado en camioneta hasta la estacion de Orleans. Sentado en la gelida sala de espera, Adamsberg aguardaba su tren masticando un pedazo de pan para que absorbiese el aguardiente, que le abrasaba el vientre como las palabras de Andre ardian aun en su cabeza. La humillacion del padre, con la mano amputada; la ambicion de la madre, mortificante. En aquel cepo, el futuro juez, alterado, deseando acabar con la debilidad del padre, transformar su defecto en poder. Matando con el tridente como con la mano deforme, convertido en instrumento de omnipotencia. Fulgence habia recibido de su madre la pasion por el dominio y de su padre la intolerable vejacion de un debil. Cada golpe con el tridente asesino devolvia el honor y el valor a Gerard Guillaumond, que se habia ahogado, vencido, en los limos del estanque. Su ultimo chiste.
Y, naturalmente, al asesino le era imposible separarse del adornado mango de la herramienta. Aquella mano del padre era la que debia herir. Sin embargo, ?por que no habia reproducido hasta el infinito aquel matricidio? ?Por que no habia destruido imagenes maternas? ?Mujeres de cierta edad, autoritarias y aplastantes? En la sangrienta lista del juez figuraban tantos hombres como mujeres, adolescentes, adultos, gente de edad. Y, entre las mujeres, muchachas muy jovenes, lo opuesto de Marie Guillaumond. ?Se trataba de obtener poder sobre la tierra entera, golpeando al azar? Adamsberg trago un pedazo de pan moreno sacudiendo la cabeza. Aquella destruccion furiosa tenia otro sentido. Hacia algo mas que aniquilar la humillacion, ampliaba el poder del juez, como la eleccion de su nombre. Era una elevacion, una muralla contra cualquier menoscabo. ?Y como empalar a un anciano podia procurar a Fulgence semejante sensacion? Sintio el subito deseo de llamar y provocar a Trabelmann, para informarle de que, tras haber agarrado la oreja, habia extirpado ya el cuerpo entero del juez y que ahora se acercaba al interior de su cabeza. Cabeza que habia prometido llevarle clavada en su tridente, salvando de la mazmorra al flaco Vetilleux. Cuando pensaba en la agresion del comandante, Adamsberg tenia ganas de meterle en una alta ventana de la catedral. Solo un tercio del comandante, la parte alta del busto. Nariz contra nariz con el dragon de los cuentos, el monstruo del Lago Ness, el pez del lago Pink, los sapos, la lamprea y demas bestezuelas que estaban empezando a transformar aquella joya del arte gotico en un verdadero vivero.
Pero meter un tercio del comandante en una ventana gotica no borraria sus palabras. Si la cosa fuera tan sencilla, todos recurririan a ella al primer vejamen y no quedaria ya ni una sola ventana libre en toda la region, ni la menor abertura de una capilla campesina. No, la cosa no se borraba asi. Sin duda porque Trabelmann no habia pasado muy lejos de la verdad. Verdad que el comenzaba a acariciar, prudentemente, gracias al potente empujoncito de Retancourt, en aquel cafe del Chatelet. Cuando la rubia teniente te daba un empujoncito, algo te atravesaba el cerebro como la broca de una taladradora. Pero Trabelmann se habia equivocado de ego. Sencillamente. Pues, a veces, hay yos y yos, penso caminando por el anden. Yo y mi hermano. Y era posible, ?por que no?, que la absoluta proteccion debida a Raphael le hubiera mantenido en orbita, bastante lejos del mundo, a cierta distancia de los demas en todo caso, al margen de la gravedad. Y, por supuesto, a distancia de las mujeres. Tomar aquel camino hubiera sido abandonar a Raphael y dejar que reventara solo en su antro. Un acto imposible que le obligaba, casi, a apartarse ante el amor. ?A destruirlo, incluso? ?Y hasta que punto?
Miro el tren que entraba en la estacion. Oscura pregunta que le devolvia directamente al espanto del sendero de paso. Donde nada demostraba la presencia del Tridente.
Al tomar por la calleja donde vivia Clementine, chasqueo los dedos. Tenia que acordarse de contar a Danglard el asunto de las reinetas del estanque de Collery. Sin duda le gustaria saber que la cosa funcionaba, tambien, con las ranas. Plof, y estallido. Un sonido algo distinto.
L
Pero no era momento para ranas. Apenas hubo llegado, Retancourt le comunico por telefono el asesinato de Michael Sartonna, el joven que se encargaba de la limpieza de la Brigada. Trabajaba de cinco de la tarde a nueve de la noche. Hacia dos dias que no le veian, fueron a informarse a su domicilio. Asesinado de dos balas en la espalda, con silenciador, la noche del lunes al martes.
– ?Un arreglo de cuentas, teniente? Me parecia que Michael trapicheaba.
– Es posible, pero no era rico. A excepcion de una buena suma abonada en su cuenta el 13 de octubre, cuatro dias despues de la noticia en
– ?El topo, Retancourt? Dijimos que no habia ya topo.
– Pues volvemos a ello. Pudieron entrar en contacto con Michael tras el asunto de Schiltigheim, para que informara y nos siguiera a Quebec. Para entrar en su casa, tambien.
– ?Y matar en el sendero?
– ?Por que no?
– No lo creo, Retancourt. Admitiendo que yo tuviese compania, el juez no habria dejado una venganza tan refinada en manos de un cualquiera. Y tampoco un tridente, fuera cual fuese.
– Danglard tampoco lo cree.
– Por lo que a la pistola se refiere, la cosa no va con el juez.
– Ya le he dicho mi opinion. La pistola es buena para los danos colaterales, los asesinatos paralelos. Con Michael no se necesita el tridente. Supongo que el joven juzgo mal a su jefe, que se mostro demasiado exigente e intento un chantaje. O que, simplemente, el juez lo habra evacuado.
– Si se trata de el.
– Han examinado su ordenador. El disco duro esta vacio o, mas bien, limpiado. Los tios del laboratorio se lo llevaran manana para rascarlo un poco.
– ?Que ha sido de su perro? -pregunto Adamsberg, sorprendido al preocuparse por la suerte del gran companero de Michael.
– Se lo han cargado.
– Retancourt, puesto que se empena en darme un chaleco, mandeme con el ese portatil. Tengo por aqui a un hacker estupendo.