– ?Como de relativamente guapo?

– Bien plantado, tipo arbol, sonrisa ladeada y mirada melancolica.

– Mala suerte -repitio Adamsberg.

– No podemos matar a todos los hombres de la tierra, ?no?

– Podriamos matar al menos a los hombres con mirada melancolica.

– Coloquio -dijo de repente Danglard, mirando el reloj.

Danglard era el responsable, huelga decirlo, de la atribucion del nombre de «sala del Concilio» al espacio comun donde se celebraban las reuniones; a la sazon, una asamblea general de los veintisiete agentes de la Brigada. Pero el comandante nunca habia confesado su fechoria. Tambien habia anclado en la cabeza de los agentes el termino «coloquio» para sustituir el de «reunion», que le producia tristeza. La autoridad intelectual de Adrien Danglard tenia tanto peso que todos asimilaban sus decisiones sin cuestionar su acierto. Como un medicamento de cuyo caracter benefico nadie dudaba, las nuevas palabras del comandante eran absorbidas sin rechistar, y tan rapidamente integradas que se volvian irrecuperables.

Danglard fingia no tener nada que ver con esas pequenas conmociones del lenguaje. Oyendolo, esos terminos anticuados habian remontado desde las profundidades abisales de los tiempos para impregnar los edificios, como un agua arcaica que rezumara, via la red de sotanos. Explicacion muy plausible, habia observado Adamsberg. Y por que no, habia respondido Danglard.

El coloquio se abria con los asesinatos de La Chapelle y el fallecimiento de una sexagenaria en un ascensor por paro cardiaco. Adamsberg conto rapidamente sus agentes. Faltaban tres.

– ?Donde estan Kernorkian, Mercadet y Justin?

– En la Brasserie des Philosophes -explico Estalere-. Estan acabando.

La suma de homicidios que le habia caido a la Brigada en dos anos todavia no habia logrado apagar la alegria asombrada que perpetuamente agrandaba los ojos verdes del cabo Estalere, el miembro mas joven del equipo. Largo y delgado, Estalere se mantenia siempre junto a la amplia e indestructible teniente Violette Retancourt, a quien rendia un culto casi religioso y de quien no se separaba mucho mas de unos pocos metros.

– Digales que vengan inmediatamente -ordeno Danglard-. No creo que esten acabando un concepto.

– No, comandante, solo un cafe.

Para Adamsberg, que la asamblea se llamara reunion o coloquio no cambiaba las cosas. Poco dado a las charlas colectivas y poco proclive a distribuir ordenes, esas puestas al dia generales lo aburrian tan intensamente que no recordaba haber seguido una sola de principio a fin. En algun momento, sus pensamientos desertaban de la mesa y, desde muy lejos -pero ?desde donde?-, oia llegar a el retazos de frases desprovistas de sentido, acerca de los domicilios, los interrogatorios, los seguimientos. Danglard vigilaba el aumento de la tasa de nubosidad en los ojos castanos del comisario y le apretaba el brazo cuando esta alcanzaba el punto critico. Adamsberg comprendia esa senal y volvia al mundo de los hombres, abandonando lo que algunos habrian llamado estado de estupor y que para el era una salida de emergencia vital, donde investigaba en solitario, en direcciones innominadas. Farragosas, decretaba Danglard. Farragosas, confirmaba Adamsberg.

Estaban concluyendo sobre el fallecimiento de la sexagenaria, con los honores a los tenientes Voisenet y Maurel, que habian descubierto el embrollo y demostrado que se habia saboteado el ascensor. El arresto del esposo era inminente, el drama llegaba al desenlace, dejando en el animo de Adamsberg un rastro de tristeza, como siempre que la brutalidad ordinaria se cruzaba en su camino, en la esquina de la escalera.

La investigacion sobre los homicidios de La Chapelle entraba en el lote de los crimenes canallescos. Hacia once dias que el grandullon negro y el gordo blanco habian sido encontrado muertos, cada uno en un callejon sin salida, uno en el del Gue, otro en el del Cure. Ahora se sabia que el grandullon negro, Diala Tounde, de veinticuatro anos, vendia ropa usada y cinturones bajo el puente, a la entrada de Clignancourt, y que el gordo blanco, Didier Paillot, alias La Paille, de veintidos anos, era trilero en la calle principal del Mercado de las Pulgas. Que los dos hombres no se conocian y que su denominador comun era un calibre excepcional y las unas de luto. Motivos por los cuales Adamsberg persistia contra toda razon en negarse a transferir el expediente a los estupas.

Los interrogatorios en los edificios donde se alojaban los dos hombres, laberintos de habitaciones glaciales y de letrinas condenadas en oscuros pasillos, no habian arrojado ninguna luz, al igual que la visita a todos los bares del sector, desde la Porte de la Chapelle hasta Clignancourt. Las madres, destrozadas, habian explicado que sus pequenos eran unos chicos excelentes, mostrando una un cortaunas y la otra un chal, que les habian regalado hacia apenas un mes. El cabo Lamarre, todo cohibido de timidez, habia salido de alli hundido.

– Las viejas madres -dijo Adamsberg-. Si el mundo pudiera parecerse a los suenos de las viejas madres…

Un silencio nostalgico suspendio unos instantes el coloquio, como si cada cual recordara lo que habia sido el sueno idealizado de su vieja madre para el, para ella, y si si o no se habia realizado, y hasta que punto se habia alejado.

Retancourt, como los demas, no habia hecho realidad el sueno de su vieja madre, que habia deseado que fuera azafata y rubia, seduciendo y calmando a los pasajeros en los pasillos de los aviones, esperanza que el metro ochenta y los ciento diez kilos de su hija habian aniquilado desde la pubertad, y de la que no habia quedado mas que el rubio del pelo y las capacidades de apaciguamiento, que se salian efectivamente de lo comun. Anteayer habia logrado hacer un agujerito en el muro que bloqueaba esa investigacion.

Cansado ya, tras una semana de estancamiento, Adamsberg habia arrancado a Retancourt de un asesinato familiar que la teniente estaba cerrando en una elegante mansion de Reims para lanzarla a Clignancourt, como quien echa, a la desesperada, un sortilegio sin saber muy bien que se espera de el. Le habia asignado como acompanante al teniente Noel, potente envergadura con orejas de soplillo, blindado en una cazadora de cuero, con quien Adamsberg mantenia una relacion tibia. Pero Noel era apto para proteger a Retancourt en ese recorrido dificil. Al final, y habria debido imaginarselo, fue Retancourt quien protegio a Noel cuando degenero el interrogatorio en un cafe, llevando el alboroto hasta la calle. La intervencion maciza de Retancourt habia calmado la tropa de hombres enardecidos y habia arrebatado a Noel de las manos de tres tipos que deseaban hacerle tragar su partida de nacimiento, segun manifestaron. Ese episodio habia impresionado al dueno del bar, cansado de los combates que estallaban en su local. Olvidando la ley del silencio reinante en el Mercado de las Pulgas, y quiza impulsado por una revelacion del mismo orden que la que afectaba a Estalere, habia corrido tras Retancourt y depositado su carga en sus brazos.

Antes de hacer el informe, Retancourt se deshizo la corta coleta y se la volvio a recoger, unico vestigio de su timidez de nina, pensaba Adamsberg.

– Segun Emilio (es el dueno del cafe), es verdad que Diala y La Paille no se relacionaban. Separados por solo quinientos metros, no trabajaban en las mismas zonas del mercado. Esa red geografica, muy tupida, genera tribus que no se mezclan, con el consiguiente peligro de enfrentamientos y ajustes de cuentas. Emilio asegura que si Diala y La Paille acabaron metidos en un mismo follon, no fue por iniciativa propia, sino por la de algun agente exterior, ajeno a las costumbres del mercado.

– Un forano -dijo Lamarre, saliendo de su silencio.

Lo cual recordo a Adamsberg que el timido Lamarre era de Granville, o sea de la Baja Normandia.

– Emilio supone que el extrano debio de elegirlos por su envergadura: para un trabajo de fuerza, para una maniobra de intimidacion, para una pelea. En cualquier caso, el asunto acabo bien, porque dos dias antes del asesinato fueron a tomar algo al bar. Esa fue la primera vez que los vio juntos. Eran casi las dos de la madrugada, y Emilio queria cerrar. Pero no se atrevia a meterles prisa, porque los tipos estaban muy animados, bastante borrachos y forrados de pasta.

– No se encontro dinero, ni en los cuerpos ni en sus casas.

– Es probable que el asesino lo recuperara.

– ?Oyo algo Emilio?

– Lo que pasa es que a Emilio le importaba un pito, el iba y venia recogiendo las mesas. Pero los dos hombres, al quedarse solos, abandonaron su cautela y se pusieron a charlar como cotorras beodas. Emilio oyo que el trabajo, muy bien pagado, solo habia durado unas horas. No mencionaron ninguna paliza, ni nada por el estilo. La cosa tuvo lugar en Montrouge, y el que les hizo el encargo los habia dejado alli una vez acabada la faena. En Montrouge, de eso Emilio esta seguro. Por lo demas, no tenian mucha conversacion, aparte de la idea fija de que tenian tanta hambre que podrian trincarse una losa. Eso les daba mucha risa. Emilio les hizo dos

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