bocatas y, al final, se largaron a las tres de la madrugada.
– ?Una carga o descarga de material pesado?
– No huele a estupas -dijo Adamsberg, obstinado.
La noche anterior, en Normandia, habia dejado pasar el enesimo mensaje de Mortier sin contestar al telefono. Le habria podido alegar la fe de la madre que juraba que Diala no tocaba la droga. Pero, para el jefe de los estupas, el hecho de tener una anciana madre negra constituia en si una presuncion de culpabilidad. Adamsberg habia conseguido que el inspector de division le concediera una prorroga antes del traslado del expediente, y vencia en dos dias.
– Retancourt -prosiguio el comisario-, ?observo algo Emilio en sus manos, en su ropa? ?Tierra, barro?
– No tengo ni idea.
– Llamelo.
Danglard decreto descanso, Estalere dio un salto. El cabo alimentaba una pasion por lo que no interesaba a nadie, como memorizar detalles tecnicos propios de cada uno. Trajo veintiocho vasos de plastico en tres tandas de bandejas, disponiendo delante de cada agente su bebida personalizada: cafe, chocolate, te, largo, corto, con o sin leche, con o sin azucar, un terron, dos terrones, sin cometer un solo error en la distribucion. Sabia asi que Retancourt tomaba el cafe corto y sin azucar, pero que le gustaba tener una cucharilla para removerlo inutilmente. No lo habria olvidado por nada en el mundo. No se sabia que placer inocente extraia el cabo de ese ejercicio, que acababa convirtiendolo en un joven paje sirviente.
Retancourt volvio con el telefono en la mano, y Estalere deslizo hacia ella el cafe sin azucar con cucharilla. Ella le dio las gracias con una sonrisa, y el joven volvio a sentarse, feliz, a su lado. De todos ellos, Estalere parecia el unico que no habia comprendido del todo que trabajaba en una brigada criminal; habriase dicho que evolucionaba en ese grupo con el bienestar de un adolescente en el seno de su pandilla. Un poco mas y se habria quedado a dormir alli.
– Tenian las manos sucias y llenas de tierra -dijo Retancourt-. Los zapatos tambien. Despues de que se fueran, Emilio barrio el barro seco y la gravilla que habian dejado debajo de la mesa.
– ?Cual es la idea? -pregunto Mordent extrayendo la cabeza de su espalda encorvada, como una gran garza gris y ventruda que se hubiera posado en el borde de la mesa-. ?Habian estado trabajando en un jardin?
– Con tierra, en todo caso.
– ?Inspeccionamos los parques y solares de Montrouge?
– ?Que habrian ido a hacer en un parque? ?Con material pesado?
– Buscad -dijo Adamsberg abandonando el coloquio, subitamente desinteresado.
– ?Transporte de un cofre? -sugirio Mercadet.
– ?Para que cono quieres un cofre en un jardin?
– Pues a ver si se te ocurre otra cosa que pese -replico Justin-. Que pese lo suficiente para reclutar a dos tipos cachas no muy escrupulosos con la naturaleza del encargo.
– Encargo lo bastante delicado como para que despues les cerraran el pico -preciso Noel.
– Cavar un hoyo, enterrar un cuerpo -propuso Kernorkian.
– Eso lo hace uno solo -replico Mordent-, no con dos desconocidos.
– Un cuerpo pesado -dijo amablemente Lamarre-. De bronce, de piedra, por ejemplo una estatua.
– ?Y por que quieres inhumar una estatua, Lamarre?
– No he dicho que quisiera inhumarla.
– ?Que haces con tu estatua?
– La robo en un sitio publico -enuncio Lamarre reflexionando-, la transporto y la vendo. Trafico de obras de arte. ?Sabes cuanto vale una estatua de la fachada de Notre-Dame?
– Son falsas -intervino Danglard-. Elige Chartres.
– ?Sabes cuanto vale una estatua de la catedral de Chartres?
– No, ?cuanto?
– ?Como quieres que lo sepa? Cientos de miles.
Adamsberg ya no oia mas que fragmentos discontinuos, jardin, estatua, cientos de miles. La mano de Danglard le apreto el brazo.
– Vamos a retomar el hilo por la otra punta -dijo dando un sorbo de cafe-. Retancourt vuelve a ver a Emilio. Se lleva a Estalere, que tiene buenos ojos, y al Nuevo, porque tiene que formarse.
– El Nuevo esta en el cuchitril.
– Lo sacaremos de alli.
– Ya lleva once anos en la policia, ?no? -dijo Noel-. No necesita que lo eduquen como un crio.
– Formarse en trabajar con vosotros, Noel, que no es lo mismo.
– ?Que buscamos donde Emilio? -pregunto Retancourt.
– Los restos de gravilla que dejaron en el suelo.
– Comisario, hace trece dias que esos hombres fueron al cafe.
– ?El suelo es de baldosas?
– Si, blancas y negras.
– ?Como no! -dijo Noel riendose.
– ?Habeis intentado alguna vez barrer gravilla? ?Sin que se os escape ni una china? El bar de Emilio no es un palacio. Con un poco de suerte, algo de gravilla habra ido a parar a un rincon y se habra quedado alli, agazapada, esperandonos.
– Si he entendido bien la consigna -dijo Retancourt-, ?vamos a buscar una piedrecita?
A veces, la antigua hostilidad de Retancourt hacia Adamsberg volvia a aflorar en la superficie de sus relaciones, pese a que su contencioso se resolviera en Quebec, en un excepcional cuerpo a cuerpo que fusiono a la teniente y al comisario para toda la vida [4]. Pero Retancourt, que formaba parte de los positivistas, consideraba que las directivas borrosas de Adamsberg obligaban a los miembros de su brigada a actuar a ciegas con demasiada frecuencia. Reprochaba al comisario que maltratara la inteligencia de sus agentes, que nunca hiciera por ellos el esfuerzo de aclarar las cosas, el esfuerzo de tender un puente para guiarlos a cruzar sus pantanos. Y eso por la sencilla razon, ella lo sabia, de que no era capaz. El comisario le sonrio.
– Eso es, teniente. Una piedrecita paciente y blanca en el bosque profundo. Que nos llevara directamente al terreno de operaciones, con la misma facilidad que las de Pulgarcito a la casa del Ogro.
– No es exactamente asi -rectifico Mordent, especialista en cuentos y leyendas y, a ser posible, relatos de terror-. Las piedrecitas servian para encontrar la casa de los padres, no la del Ogro.
– Seguramente, Mordent. Pero nosotros buscamos al Ogro. Por lo tanto, procedemos de otra manera. De todos modos, los seis ninos acabaron en la casa del Ogro, ?no?
– Los siete ninos -dijo Mordent levantando los dedos-. Pero, si encontraron al Ogro, fue precisamente porque habian perdido las piedras.
– Pues nosotros las buscamos.
– Si es que existen -insistio Retancourt.
– Por supuesto.
– ?Y si no existen?
– Claro que existen, Retancourt.
Con esta evidencia caida del cielo de Adamsberg, es decir de esa boveda celeste particular a la que nadie tenia acceso, se dio por finalizado el coloquio sobre La Chapelle. Plegaron las sillas, tiraron los vasos de plastico, y Adamsberg llamo a Noel con una sena.
– Deje de protestar, Noel -dijo tranquilamente.
– No necesitaba que ella viniera a salvarme. Me las habria arreglado solo.
– ?Con tres tipos encima armados con barras de hierro? No, Noel.
– Podia deshacerme de ellos sin que Retancourt jugara a los vaqueros.
– Eso no es verdad. Y el que una mujer le haya sacado de apuros no lo deshonrara para siempre.
– Yo a eso no lo llamo una mujer. Un arado, un buey de labranza, un error de la naturaleza. Y no le debo nada.
Adamsberg se paso el dorso de la mano por la mejilla, como para comprobar su afeitado, senal de una fisura en su estado flematico.