– No.

Adamsberg, que habia venido a ver al nuevo miembro sin mas objetivo que extirparlo de la proximidad de Camille, sentia que la conversacion chirriaba, sin descubrir la causa.

Y sin embargo, penso, andaba por ahi cerca, al alcance del pensamiento. Dejo flotar su mirada sobre la barandilla, la pared y los peldanos, uno a uno, bajando, subiendo.

Conocia esa cara.

– ?Como ha dicho que se llama?

– Veyrenc.

– Veyrenc de Bilhc -corrigio Adamsberg-. Louis Veyrenc de Bilhc es su nombre completo.

– Efectivamente, esta en mi expediente.

– ?Donde nacio?

– En Arras.

– Por puro accidente, supongo. Usted no es un hombre del norte.

– Quiza.

– Seguro. Es usted gascon, bearnes.

– Es verdad.

– Por supuesto que es verdad. Un bearnes del valle de Ossau.

El Nuevo volvio a pestanear, como amagando un infimo movimiento de rechazo.

– ?Como puede saberlo?

– Cuando se lleva el apellido de un vinedo, se es facilmente localizable. La uva de Veyrenc de Bilhc crece en las colinas del valle de Ossau.

– ?Y eso es problematico?

– Quiza. Los gascones no son tipos faciles. Melancolicos, solitarios, tiernos de alma, empedernidos en el trabajo, ironicos y obstinados. Es una naturaleza que tiene su interes, para quien puede soportarla. Conozco gente que no puede.

– ?Usted, por ejemplo? ?Tiene problemas con los bearneses?

– Claro. Piense un poco, teniente.

El Nuevo se aparto ligeramente, como un animal toma sus distancias para examinar al adversario.

– El Veyrenc de Bilhc es poco conocido -dijo.

– Incluso desconocido.

– Solo lo conocen algunos enologos, o los del valle de Ossau.

– ?O?

– O los del valle de al lado.

– ?Por ejemplo?

– Los del valle del Gave.

– Ya ve que no era muy complicado. ?No sabe reconocer a un pirenaico cuando lo tiene delante?

– No hay mucha luz en este rellano.

– Eso no es un problema.

– Y tampoco me paso la vida buscandolos.

– ?Que cree que ocurre cuando un tipo del valle de Ossau trabaja en el mismo sitio que un tipo del valle del Gave?

Los dos hombres se tomaron su tiempo para reflexionar, mirando juntos, fijamente, la pared de enfrente.

– A veces -sugirio Adamsberg-, uno se entiende peor con su vecino que con su extrano.

– Hubo roces, antano, entre ambos valles -confirmo el Nuevo, con la mirada todavia clavada en la pared.

– Si. La gente se podia matar por un pedazo de terreno. -Por una brizna de hierba.

– Si.

El Nuevo se levanto y se puso a dar vueltas en el rellano con las manos en los bolsillos. Conversacion concluida, estimo Adamsberg. La reanudarian mas adelante y, a ser posible, de otra manera. Se levanto a su vez.

– Cierre el trastero y reunase con la Brigada. La teniente Retancourt lo espera para ir a Clignancourt.

Adamsberg lo saludo con una sena y bajo unos tramos de escalera bastante contrariado. Lo bastante como para olvidar en el peldano de arriba su libreta de dibujo y tener que volver a subir. En el rellano del sexto, oyo la voz elegante de Veyrenc elevarse en la penumbra.

– Oidme, pues, senor. Apenas regresado,

una colera injusta prepara mi caida.

?Que fue, tan alabada, de vuestra compasion?

?Merezco este castigo tan solo por mi origen?

Adamsberg subio sin ruido los ultimos peldanos, estupefacto.

– ?Es pecado, es un crimen haber visto la luz

cerca de vuestros valles? ?Es acaso un ultraje

haber puesto mis ojos en esas mismas nubes…?

Veyrenc estaba apoyado en el marco de la puerta del cuchitril, cabizbajo, con lagrimas rojizas brillando en su pelo.

– ?…haber corrido, nino, por vuestros verdes montes,

que los dioses me dieron, como a vos, por amigos?

Adamsberg miro a su nuevo agente cruzar los brazos y sonreir brevemente para si.

– Ya veo -dijo el comisario con voz lenta.

El teniente se enderezo, sorprendido.

– Figura en mi expediente -dijo, a modo de extrana excusa.

– ?A santo de que?

– El comisario de Burdeos no podia soportarlo. Ni el de Tarbes. Ni el de Nevers.

– ?No podia usted reprimirse?

– Senor, no lo podia, pues me veo obligado:

la sangre de mis deudos me lleva a este pecado.

– ?Como lo hace? ?En vigilia? ?En suenos? ?En hipnosis?

– Es de familia -dijo Veyrenc con cierta sequedad-. No puedo hacer nada para evitarlo.

– Si es de familia, la cosa cambia.

Veyrenc torcio el labio, levantando las manos con ademan fatalista.

– Le propongo que volvamos juntos a la Brigada, teniente. Es posible que este cuchitril no le siente bien.

– Es verdad -dijo Veyrenc con el estomago encogido ante la evocacion de Camille.

– ?Conoce a Retancourt? Ella es quien se encarga de su formacion.

– ?Hay novedades en Clignancourt?

– Las habra si encontramos gravilla debajo de una mesa. Ya se lo contara ella, no le ha hecho ninguna gracia.

– ?Por que no pasa el caso a los estupas? -pregunto Veyrenc bajando la escalera junto al comisario, con sus libros debajo del brazo.

Adamsberg bajo la cabeza sin contestar.

– ?No puede decirmelo? -insistio el teniente.

– Si. Pero busco como decirselo.

Veyrenc espero, con la mano en la barandilla. Habia oido demasiadas cosas sobre Adamsberg para pasar por alto sus rarezas.

– Esos muertos son para nosotros -dijo por fin Adamsberg-. Se vieron atrapados en una red, en una malla, en una trama. En una sombra, en los pliegues de una sombra.

Adamsberg clavaba su mirada turbia en un punto preciso de la pared, como si en el buscara las palabras que le faltaban para verter su idea. Luego renuncio, y los dos hombres bajaron hasta el portal, donde Adamsberg marco una ultima pausa.

– Antes de que salgamos a la calle -dijo-, antes de que nos convirtamos en companeros de trabajo, digame de donde le vienen las mechas rojas.

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