– No creo que la historia le guste.
– Hay pocas cosas que me molesten, teniente. Pocas cosas me turban. Algunas me chocan.
– Eso dicen.
– Es verdad.
– Sufri un ataque de nino, en el vinedo. Tenia ocho anos, los chavales tenian trece o quince. Una pandilla de cinco hijos de puta. Nos tenian tirria.
– ?Nos?
– Mi padre era propietario del vinedo, su vino estaba ganando fama, y eso provoco una competencia. Me sujetaron en el suelo y me dieron golpes en la cabeza con trozos de chatarra. Luego me reventaron el estomago con un trozo de botella.
Adamsberg, con la mano apoyada en la puerta, habia suspendido sus gestos, aferrando el pomo redondo.
– ?Sigo? -pregunto Veyrenc.
El comisario asintio levemente.
– Me dejaron en el suelo con el vientre abierto y catorce heridas en el cuero cabelludo. En las cicatrices de esos cortes, me volvio a crecer el pelo, pero rojo. No hay explicacion. Es un recuerdo.
Adamsberg miro el suelo un momento y alzo los ojos hacia el teniente.
– ?Que es lo que no tenia que gustarme en su historia?
El Nuevo apreto los labios, y Adamsberg observo sus ojos oscuros que trataban, quiza, de hacerle bajar la mirada. Melancolicos, pero no siempre y no con todo el mundo. Los dos montaneses se miraron fijamente como dos bucardos enfrentados, inmoviles, con los cuernos enredados en una embestida callada. Fue el teniente quien, tras un breve movimiento que indicaba derrota, volvio la cabeza.
– Acabe la historia, Veyrenc.
– ?Es indispensable?
– Creo que si.
– ?Y por que?
– Porque es nuestro trabajo acabar las historias. Si quiere empezarlas, vuelva a ser profesor. Si quiere acabarlas, quedese de policia.
– Entiendo.
– Claro. Por eso esta aqui.
Veyrenc dudo, levanto el labio en una falsa sonrisa.
– Los cinco chavales venian del valle del Gave.
– De mi valle.
– Eso es.
– Vamos, Veyrenc, acabe la historia.
– Ya esta acabada.
– No. Los cinco chavales venian del valle del Gave. Venian del pueblo de Caldhez.
Adamsberg giro el pomo.
– Vamos, Veyrenc -dijo con suavidad-. Buscamos una piedra.
XII
Retancourt dejo caer todo su peso en una silla de plastico del cafe de Emilio.
– Sin animo de ofender -dijo Emilio aproximandose a ella-, si aparece demasiado la pasma por aqui, ya puedo cerrar el bar.
– Encuentrame una piedrecita, Emilio, y te dejo en paz. Y tres cervezas.
– Solo dos -intervino Estalere-. No puedo beber -se excuso mirando primero al Nuevo y luego a Retancourt-. No se por que, pero me marea.
– Pero, Estalere, eso le pasa a todo el mundo -dijo Retancourt, siempre sorprendida por la resistente candidez de ese chico de veintisiete anos.
– Ah -dijo Estalere-. ?Es normal?
– No solo es normal, sino que es el objetivo.
Estalere fruncio el ceno, sin querer, por nada del mundo, dar a Retancourt la impresion de que le reprochaba algo. Si Retancourt pedia cerveza durante las horas de trabajo, era que debia de estar no solo permitido, sino recomendado.
– No estamos de servicio -le dijo Retancourt sonriendo-. Buscamos una piedrecita. No tiene nada que ver.
– Le guardas rencor -afirmo el joven.
Retancourt espero que Emilio trajera las cervezas. Alzo su vaso hacia el Nuevo.
– Bienvenido. No consigo recordar tu nombre.
– Veyrenc de Bilhc, Louis -dijo Estalere, feliz de haber memorizado tan rapido el nombre completo.
– Diremos Veyrenc -propuso Retancourt.
– De Bilhc -preciso el Nuevo.
– ?Tanto te importa el «de»?
– Me importa el vino. Es el nombre de un vinedo.
Veyrenc acerco su vaso al de su colega, sin brindar. Habia oido muchas cosas acerca de las aptitudes fuera de serie de la teniente Violette Retancourt, pero de momento solo veia una mujer rubia, muy alta y gorda, bastante ruda, bastante alegre, en la que nada le permitia entender el temor o la devocion que inspiraba en la Brigada.
– Le guardas rencor -repitio Estalere con voz sorda.
Retancourt se encogio de hombros.
– No tengo nada en contra de ir a tomarme una cana en Clignancourt. Si eso le divierte…
– Le guardas rencor.
– ?Y que si se lo guardara?
Estalere inclino la cabeza, sombrio. La antinomia, incluso la incompatibilidad de comportamientos que oponian con frecuencia al comisario y su subordinada, lo dividia dolorosamente. La doble veneracion que profesaba a Adamsberg y a Retancourt, brujulas de su existencia, no admitia compromiso. No habria abandonado al uno por el otro. El organismo del joven funcionaba solo a base de energia afectiva, excluyendo todos los demas fluidos como la razon, el calculo, el interes intelectual. En eso, similar a un motor especializado que no tolera mas que un carburante en estado puro, Estalere era un sistema excepcional y fragil. Retancourt lo sabia, pero no tenia ni la delicadeza ni las ganas de adaptarse.
– Son sus ideas -insistio el joven.
– Es un expediente para los estupas, Estalere -dijo Retancourt cruzando los brazos.
– El dijo que no.
– No encontraremos esa piedra.
– El dice que si.
Estalere solia hablar del comisario diciendo «El». «El», Jean-Baptiste Adamsberg, el dios vivo de la Brigada.
– Haz lo que te parezca. Buscale la piedra hasta el fin del mundo, pero no me pidas que me arrastre por debajo de las mesas.
Retancourt sorprendio una indignacion inesperada en los ojos del cabo.
– Buscare la piedra -dijo el joven levantandose torpemente-. Y no porque toda la Brigada me tome por un panoli, tu igual que los demas. Sino por el. El mira, el sabe. El busca.
Estalere tomo resuello.
– El busca una piedra -dijo Retancourt.
– Porque hay cosas en las piedras, hay colores, hay dibujos, hay historias. Y tu no las ves, Violette, y no ves nada.