El medico habia sacado su boligrafo y el formulario de declaracion.
– No -habia dicho Adamsberg.
Las miradas se habian vuelto hacia el comisario, que, con la espalda apoyada en la pared, los estaba mirando con los brazos cruzados.
– ?Algun problema? -habia preguntado Romain.
– ?No huelen nada?
Adamsberg se habia despegado de la pared y se habia aproximado al cuerpo. Habia olido el rostro, posado una vaga caricia sobre el pelo ralo del anciano. Luego habia recorrido las dos pequenas habitaciones, con la cara en alto.
– Esta en el aire, Romain. Mira hacia otro sitio, no al cuerpo.
– ?Hacia que «otro sitio»? -habia preguntado Romain, levantando sus gafas hacia el techo.
– Romain, este viejo ha sido asesinado.
El medico de cabecera habia hecho un gesto de impaciencia, volviendo a guardar el grueso boligrafo negro. Ese tipo bajito, de ojos vagos, que andaba fisgoneando, con las manos hundidas en los bolsillos de un pantalon raido, los brazos tan morenos como si se pasara el dia tomando el sol, no le inspiraba nada bueno, nada limpio.
– Mi paciente estaba agotado, acabado como un caballo viejo. Cuando cae, cae.
– Cae, pero no siempre del cielo. ?Lo huele, doctor? No es ni un perfume, ni un medicamento. Manzanilla, pimienta, alcanfor, azahar.
– El diagnostico esta hecho, y usted no es medico, que yo sepa.
– Claro que no, soy policia.
– Ya lo supongo. Si no esta satisfecho, llame al comisario.
– Yo soy el comisario.
– El es el comisario -habia confirmado Romain.
– Mierda -habia dicho el medico.
Como hombre experimentado, Danglard habia observado al doctor reaccionar progresivamente a la voz y a los modales de Adamsberg, dejarse absorber por la persuasion que emanaba de el como una brisa insidiosa. Habia visto al medico ceder, plegarse como un arbol al viento, como habia visto ceder a tantos otros, hombres de hierro, mujeres de acero, arrastrados por esa seduccion sin efectos ni brillo, a la que no se podia aplicar ni palabra ni razon. Fenomeno insolente que siempre dejaba a Danglard satisfecho, al tiempo que lo contrariaba, dividido entre su afecto por Adamsberg y su compasion por si mismo.
– Si -habia anadido Danglard, levantando la nariz-. Es un aceite carisimo que se vende en ampollas minusculas y que supuestamente disipa el nerviosismo. Se aplica una gota en cada sien y una en la nuca, y conjura todos los males. Kernorkian tiene en la Brigada.
– Tiene razon, Danglard, es eso. Por eso conozco este olor. Y no creo, doctor, que su paciente lo utilizara.
El medico habia echado una mirada a las dos pobres habitaciones, que senalaban mas los lindes de la miseria que los efluvios de un unguento de lujo.
– Eso no significa nada -aventuro.
– Porque usted no estaba en casa de la mujer que murio hace dos meses. Era el mismo olor. Recuerdelo, Danglard, usted si que estaba.
– No note nada.
– ?Y usted, Romain?
– No, lo siento.
– Era el mismo olor. Luego la misma persona, que ha pasado por alli y por aqui poco antes de que murieran los dos. ?Quien era la enfermera, doctor?
El medico se habia frotado el hombro, incomodo.
– Ya estaba jubilada. O sea que trabajaba, como decirle, ilegalmente. Eso hacia que pudiera visitar a muchos de mis pacientes cada dia sin que les costara demasiado. Cuando no hay dinero, hay que eludir la ley.
– ?Como se llama?
– Claire Langevin. Una mujer muy competente, con cuarenta anos de hospital a sus espaldas, especializada en geriatria.
– Danglard, llame a la Brigada. Que encuentren al medico de cabecera de la senora. Que lo llamen. Que le pregunten como se llamaba la enfermera que se ocupaba de ella.
Habian esperado veinte minutos hablando de trabajo, mientras Danglard volvia al coche de servicio. El medico habia sacado de debajo de la cama de su paciente una botella de mal vino licoroso.
– Siempre me ofrecia un vasito, un autentico matarratas.
Y la habia metido de nuevo debajo de la cama, un poco desolado. Y Danglard habia vuelto al apartamento.
– Claire Langevin -habia anunciado.
Se habia hecho el silencio, con todas las miradas puestas en el comisario.
– Una enfermera asesina -habia dicho Adamsberg-. De las que llaman angeles de la muerte. Cuando vienen a este mundo, matan. Y cuando caen, caen.
– Hostia puta -habia murmurado el medico.
– ?Quienes son los demas pacientes, doctor, a quienes la habia recomendado?
– Hostia puta.
En menos de un mes se habia establecido la lista macabra de las treinta y tres victimas del angel asesino, de hospital en clinica, de domicilio en dispensario. Merodeando tanto en Alemania como en Francia y en Polonia desde hacia casi medio siglo, distribuyendo la muerte, sembrando burbujas de aire de brazo en brazo.
Una manana de febrero, Adamsberg y cuatro de sus hombres habian rodeado su casa en las afueras, su camino de grava, sus arriates impecables. Cuatro hombres aguerridos, cuatro policias curtidos en homicidas varones de gran calibre, pero cuatro hombres reducidos ese dia a poca cosa, sudando de malestar. Cuando la feminidad enloquece, habia pensado Adamsberg, se hunde el mundo. En el fondo, habia confiado a Danglard mientras recorrian el caminito, los hombres solo se permiten matarse unos a otros porque las mujeres no lo hacen. Pero cuando pasan la linea roja, el universo zozobra. Puede ser, habia dicho Danglard, igual de incomodo que los demas.
La puerta se habia abierto ante una mujer muy arrugada, limpia y recta, que les habia pedido que tuvieran cuidado con las flores, con los cuadros, con el suelo. Adamsberg la habia examinado, pero no habia visto nada, ni el fuego del odio, ni el furor de la muerte que a veces habia detectado en otros. Solo una inexpresiva y demasiado flaca mujer. Los policias la habian esposado en un casi silencio, recitando mecanicamente sus formulas, a lo que Danglard anadio en voz baja: «Oh, no insulteis jamas a una mujer que cae, quien sabe por que peso su pobre alma sucumbe». Adamsberg habia asentido, sin saber a quienes pedia socorro Danglard para un canto del crepusculo en pleno dia.
– Claro que lo recuerdo -dijo Danglard sacudiendo los hombros estremecido-. Pero esta lejos, en la prision de Friburgo. No va a hacer sombra desde alli.
Adamsberg se habia levantado. Con las dos manos apoyadas en la pared, miraba caer la lluvia.
– Solo que hace diez meses y cinco dias, Danglard, mato a un carcelero. Y se fugo.
– Maldita sea -dijo Danglard estrujando su vaso de plastico-. ?Por que no lo hemos sabido?
– El Land de Baden no nos aviso. Bloqueo administrativo. No me entere hasta que volvi de la montana.
– ?La han localizado?
Adamsberg hizo un gesto vago, senalando la calle.
– No, capitan. Merodea por ahi.
XIV