Estalere tendia la mano, con la palma abierta, exponiendo las chinas grises de Clignancourt como si fueran diamantes.

– ?Que es esto, cabo? -pregunto Danglard, levantando apenas los ojos de la pantalla.

– Es para el, comandante. Es lo que el me ha pedido que vaya a buscar.

El. Adamsberg.

Danglard miro a Estalere sin tratar de comprender y pulso rapidamente el boton del interfono. Ya era de noche, y los ninos lo esperaban para cenar.

– ?Comisario? Estalere tiene una cosa para usted. Ya viene -anadio dirigiendose al joven.

Estalere no se movio, con la mano todavia abierta.

– Descansa, Estalere. Hasta que llegue… Va despacio.

Cuando Adamsberg entro en la sala a los cinco minutos, el joven apenas si habia cambiado de pose. Esperaba, petrificado de esperanza. Se repetia a si mismo la frase del comisario en el coloquio. «Llevense a Estalere, que tiene buenos ojos.»

Adamsberg examino el trofeo que le mostraba el joven.

– Estaban esperando, ?eh? -dijo sonriendo.

– Fuera, junto a la puerta, a la izquierda del escalon.

– Sabia que me las traerias.

Estalere se enderezo, tan feliz como una cria de pajaro al regresar de su primer vuelo con un gusano en el pico.

– Direccion a Montrouge -dijo Adamsberg-. Solo nos queda un dia, asi que vamos a trabajar esta noche. Id cuatro, seis si es posible. Justin, Mercadet y Gardon te acompanan. Estan de guardia.

– Mercadet esta de guardia pero esta durmiendo -recordo Danglard.

– Entonces ve con Voisenet. Y Retancourt si acepta reengancharse. Cuando quiere, Retancourt es capaz de vivir sin dormir, conducir diez noches seguidas, cruzar Africa a pie y llegar al avion en Vancouver. Conversion de energia, es magico.

– Lo se, comisario.

– Inspeccionad todos los parques, las plazas, las avenidas arboladas, los solares. No olvideis las obras. Tomad muestras de cada sitio.

Estalere se fue casi corriendo, empunando su tesoro.

– ?Quiere que vaya yo? -pregunto Danglard mientras apagaba el ordenador.

– No, vaya a dar de cenar a los ninos, y yo igual. Camille toca en la iglesia de Saint-Eustache.

– Puedo pedir a la vecina que les lleve comida. Solo nos quedan veinticuatro horas.

– Ojos Grandes se las arreglara, no esta solo.

– ?Por que cree que abre tanto los ojos?

– Debio de ver algo de nino. Todos hemos visto algo de ninos. Unos se han quedado con los ojos demasiado abiertos, otros con el cuerpo demasiado gordo, o la cabeza demasiado borrosa, o…

Adamsberg se interrumpio y expulso de sus pensamientos las mechas rojas del Nuevo.

– Pienso que Estalere ha encontrado las piedras el solo. Pienso que Retancourt no ha querido saber nada y que se ha tomado algo con el Nuevo. Posiblemente una cerveza.

– Posiblemente.

– Retancourt todavia se irrita conmigo a veces.

– Usted irrita a todo el mundo, comisario. ?Por que no a ella?

– A todo el mundo menos a ella. Eso es lo que me gustaria. Hasta manana, Danglard.

Adamsberg se habia tendido en su nueva cama, con el nino tumbado sobre su vientre, agarrado como un monito al pelaje de su padre. Ambos saciados, ambos apacibles, ambos callados. Ambos arropados en el vasto edredon rojo regalo de la segunda hermana de Adamsberg. En el desvan, ni rastro de la monja. Un rato antes, Lucio Velasco le habia preguntado discretamente, y Adamsberg lo habia tranquilizado.

– Voy a contarte una historia, hijo -dijo Adamsberg a oscuras-. Una historia de montana, pero no la del opus spicatum. Estamos hartos de esos muretes. Voy a contarte la historia del bucardo que se encontro con otro bucardo. Has de saber que al bucardo no le gusta que otro bucardo entre en su territorio. Le gustan mucho los otros animales, los conejos, los pajaros, los osos, las marmotas, los jabalies, todo lo que quieras, pero no otro bucardo. Porque el otro bucardo quiere quitarle su tierra y su mujer. Y lo golpea con sus cuernos inmensos.

Thomas se movio, como si captara la gravedad de la situacion, y Adamsberg le agarro los punos con las manos.

– No te preocupes, la historia acabara bien. Pero hoy casi me da con los cuernos. Entonces he embestido, y el bucardo colorado ha huido. Tu tambien tendras cuernos cuando seas mayor. Te los da la montana. Y no se si hace bien o mal. Pero es la montana, y no hay nada que hacer. Manana, u otro dia, el bucardo colorado volvera para un nuevo ataque. Creo que esta furioso.

La historia durmio a Adamsberg antes que a su hijo. A medianoche, ni uno ni otro se habian movido un milimetro. Adamsberg abrio los ojos de repente y estiro el brazo hacia el telefono, se sabia el numero de memoria.

– ?Retancourt? ?Esta en la cama o en Montrouge?

– ?A usted que le parece?

– En Montrouge, en el barrizal de una obra.

– De un solar.

– ?Y los demas?

– Dispersados. Buscamos, recogemos.

– Llamelos a todos, teniente. ?Donde esta?

– A la altura del 123 de la avenida Jean-Jaures.

– No se mueva, voy para alla.

Adamsberg se levanto con cuidado, se puso un pantalon, una chaqueta, colgo al nino en su vientre. Mientras mantuviera una mano sobre su cabeza y otra bajo su culo, no habia ningun peligro de que Tom se despertara. Y mientras Camille no se enterara de que se llevaba al nino a la fria noche de Montrouge y con la mala compania de la pasma, todo iria bien.

– No iras a chivarte, ?verdad, Tom? -murmuro mientras lo abrigaba con una manta-. No le digas que salimos tu y yo por la noche, ?eh? No me queda mas remedio, solo tenemos un dia. Ven, mi nino, y duerme.

Un taxi dejo a Adamsberg en la avenida Jean-Jaures veinticinco minutos mas tarde. El equipo esperaba, apinado en la acera.

– Estas loco trayendote al nino -dijo Retancourt aproximandose al vehiculo.

A veces, desde el cuerpo a cuerpo que les habia salvado la vida, el comisario y la teniente cambiaban de registro como un tren cambia de via, pasando al tuteo de la complicidad intima y definitiva. Los dos sabian que su fusion era irremediable. Amor inalterable, como sucede con los que no se consuman.

– No te preocupes, Violette, duerme como un angel. Mientras no te chives a Danglard, que se chivaria a Camille, todo ira bien. ?Por que esta aqui el Nuevo?

– Sustituye a Justin.

– ?Cuantos coches teneis?

– Dos.

– Coge tu uno, yo ire en el otro. Nos vemos en la entrada principal del cementerio.

– ?Por que? -pregunto Estalere.

Adamsberg se paso brevemente la mano por la mejilla.

– De alli vienen sus piedras, cabo. La idea fija de Diala y La Paille, recuerde.

– ?Tenian una idea fija?

– Si, hablaban de eso.

– De trincarse una losa -dijo Voisenet.

– Si, y eso los hacia reir. No hablaban de comer, sino del trabajito que acababan de hacer. Hablaban de una losa. De una losa que habia que arrastrar o romper. Una losa tan pesada que fue necesario alquilar sus brazos. En

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