descalzo.
– ?Camisa? ?Jersey? ?Corbata? Concentrate.
Gratien sacudio la cabeza, apretando los ojos cerrados.
– No -dijo con firmeza.
– Entonces ?que llevo?
– Una camiseta gris.
– Abre los ojos. Eres un testigo perfecto, como hay pocos.
El adolescente sonrio, relajado tras haber aprobado el examen.
– Y eso que es de noche -anadio ufano.
– Precisamente.
– ?No confiaba en mi? ?En lo de la Sombra?
– Los recuerdos oscuros se pueden deformar a posteriori. Segun tu, ?que crees que hacia la Sombra? ?Se paseaba? ?Flotaba sin rumbo?
– No.
– ?Miraba? ?Deambulaba, esperaba? ?Tenia una cita?
– No. Yo diria que buscaba algo, una tumba quiza, pero sin prisa. Iba despacio.
– ?Que fue lo que te asusto?
– Su manera de andar, su estatura. Y esa tela gris. Todavia tengo miedo.
– Trata de olvidarla, yo me encargo de ella.
– Pero ?que se puede hacer, si es la muerte?
– Ya veremos -dijo Adamsberg-. Me las arreglare.
XXIV
Al despertarse, Veyrenc vio al comisario ya preparado. Habia dormido mal, vestido, abriendo bruscamente los ojos ante el vinedo, o ante el Prado Alto. O lo uno, o lo otro. Su padre lo levantaba del suelo, estaba dolorido. ?En noviembre o en febrero? ?Antes de la vendimia tardia, o despues? No veia la escena con nitidez, un dolor de cabeza le atenazaba las sienes. Ya fuera debido al vino peleon del cafe de Haroncourt o a la angustiosa confusion de sus recuerdos.
– Volvemos, Veyrenc. Recuerde, no vaya calzado al cuarto de bano. Hermance ha sufrido.
La hermana de Oswald les habia servido un desayuno colosal, de los que permiten a los labradores aguantar hasta las doce campanadas del mediodia. Contrariamente al semblante tragico que esperaba Adamsberg, Hermance era alegre y locuaz. Y, efectivamente, tan buena que era capaz de emocionar a toda una cabana ganadera. Una mujer alta, un poco flaca, que se desplazaba con prudencia, como si estuviera asombrada de existir. Su chachara se componia de casi nadas, una mezcla de inutilidades y disparates, y podia sin duda alargarse horas. Lo cual, en el fondo, era un autentico arte, ya que formaba un encaje de palabras tan fino que solo contenia vacios.
– … Comer antes de ir a trabajar, lo digo todos los dias -iba oyendo Adamsberg-. El trabajo cansa, si, cuando pienso en todo ese trabajo. Si, eso es. Ustedes tambien tienen trabajo, naturalmente, he visto que han venido en coche. Oswald tiene dos coches, uno para el trabajo, tiene que lavar la camioneta. Si no, va ensuciandolo todo, y eso es mas trabajo, eso es. Le he puesto los huevos no muy hechos. Gratien no quiere huevos, si claro. Es su costumbre, y las costumbres de los demas van y vienen, y es dificil.
– Hermance, ?quien le ha dicho que me hable? -pregunto Adamsberg con precaucion-. De la cosa del cementerio.
– ?Verdad que si? Se lo dije a Oswald. Si, eso es, era mucho mejor, mientras no haga dano, si no hace ningun bien, eso es.
– Si, eso es -dijo Adamsberg tratando de entrar en la peonza del lenguaje de Hermance-. ?Le aconsejo alguien que me viera? ?Hilaire? ?Angelbert? ?Achille? ?El cura?
– ?Verdad que si? No se pueden guardar porquerias en el cementerio, y luego se pregunta una, y se lo dije a Oswald, no pasa nada. Si, claro.
– Vamos a dejarla, Hermance -dijo Adamsberg al ver que Veyrenc le hacia senas de desistir.
Los dos hombres se calzaron fuera, cuidando de dejar tras ellos la habitacion tan ordenada como la de un decorado. Detras de la puerta, Adamsberg oia la voz de Hermance seguir sola.
– Si, el trabajo, naturalmente, eso es, el trabajo. No hay que dejarse torear.
– Le falta un tornillo -dijo Veyrenc con tristeza mientras se ataba los cordones-. Nacio sin el o lo perdio por el camino.
– Creo que lo perdio por el camino. Sus dos maridos murieron jovenes, uno tras otro. Solo podemos hablar de esto aqui, esta prohibido mencionar el tema fuera de Opportune-la-Haute.
– Por eso Hilaire dio a entender que Hermance traia mala suerte. Los hombres temen morir si se casan con ella.
– Cuando la sospecha te cae encima, ya nunca mas te puedes deshacer de ella. Se te planta en la piel como una garrapata. La garrapata la arrancas, pero las patas se te quedan dentro y se mueven.
Un poco como la arana de Lucio, completo para si Adamsberg.
– Ya que conoce a varios hombres de aqui, ?quien cree que le aconsejo hablar con usted?
– No lo se, Veyrenc. Puede que nadie. La preocuparia la Sombra, seguramente, por su hijo. Creo que debe de tener un miedo cerval a los gendarmes desde la investigacion por la muerte de Amedee. Oyo hablar de mi a Oswald.
– ?La gente piensa que mato a sus dos maridos?
– No es que lo piensen de verdad, pero se lo preguntan. Si los mato en actos o en pensamientos. Vamos a pasar por el cementerio antes de volver.
– ?Que buscamos?
– Vamos a tratar de ver que hizo la Sombra de Oswald. Prometi al chico que me encargaria del caso. Pero Robert no hablaba de la Sombra, sino de «la cosa», y Hermance dice que ensucia el cementerio. Si no, intentamos algo distinto.
– ?Que?
– Comprender por que me han traido aqui.
– Si yo no hubiera cogido el coche -objeto Veyrenc-, usted no estaria aqui.
– Lo se, teniente. Es solo una impresion.
Una sombra, penso Veyrenc.
– Al parecer, Oswald regalo un perrito a su hermana -dijo-. Y murio.
Adamsberg iba y venia por las calles del pequeno cementerio, con una cuerna en cada mano. Veyrenc le habia propuesto ayudarlo llevando una, pero Robert habia dicho claramente que no habia que separarlas. Adamsberg inspecciono el lugar tratando de no golpear las cuernas contra las piedras funerarias. El cementerio era pobre, apenas cuidado, la hierba crecia entre la gravilla de las calles. Aqui la gente no siempre se podia permitir una lapida, y abundaban las sepulturas en plena tierra, algunas rematadas con una cruz de madera y el nombre del difunto pintado en letras blancas. Las tumbas de los dos maridos de Hermance se habian beneficiado de una delgada lapida de caliza, ya gris y sin flores. Tenia ganas de irse, pero persistia en demorarse, aprovechando el tenue sol voluntarioso que le acariciaba la nuca.
– ?Donde vio Gratien la silueta? -pregunto Veyrenc.
– Por alli -indico Adamsberg.
– ?Y que debemos mirar?
– No lo se.
Veyrenc asintio, sin expresar contrariedad. Salvo cuando le hablaban del valle del Gave, el teniente no era un hombre dado a irritarse o a impacientarse. Ese primo apartado se le parecia un poco, en su aceptacion serena de lo improbable o lo dificil. Tambien el estiraba la nuca al calorcillo, con tentaciones de seguir el mayor tiempo posible en la hierba mojada. Adamsberg rodeaba la pequena iglesia, atento a la luz primaveral que fanfarroneaba
