haciendo brillar la pizarra del tejado y los marmoles mojados.

– Comisario -llamo Veyrenc.

Adamsberg volvio hacia el tomandose su tiempo. La luz jugaba con los destellos rojizos del pelo de Veyrenc. Si ese abigarramiento no hubiera sido fruto de una tortura, a Adamsberg le habria parecido bastante logrado. Belleza brotada del mal.

– No sabemos lo que buscamos -dijo Veyrenc senalando una tumba-, pero esta mujer tampoco tuvo suerte. Murio con treinta y ocho anos, mas o menos como Elisabeth Chatel.

Adamsberg observo la sepultura, un rectangulo todavia fresco de tierra que esperaba su lapida. Empezaba a entender un poco al teniente, y este sin duda no lo habia llamado por nada.

– ?Oye el canto de la tierra? -dijo Veyrenc-. ?Y lee lo que dice?

– Si se refiere a la hierba en la tumba, la veo. Veo briznas cortas, veo briznas largas.

– Cabria imaginar, si uno quiere imaginarse algo, que las briznas cortas han crecido despues.

Los dos hombres se callaron, preguntandose al mismo tiempo si si o no querian imaginarse algo.

– Nos esperan en Paris -se objeto a si mismo Veyrenc.

– Cabe imaginar -reanudo Adamsberg- que la hierba en la cabecera de la tumba es mas tardia, luego mas corta. Forma una especie de circulo, y esta mujer es normanda, como Elisabeth.

– Pero si pasaramos los dias visitando cementerios, sin duda encontrariamos miles de briznas de hierba de alturas distintas.

– Seguramente. Pero nada impide comprobar si se ha cavado bajo la hierba corta, ?no?

– Decidid vos, senor, si los signos que veis

los ofrece el azar o la maleficencia,

y si el camino oscuro que estas hierbas indican

nos conduce al fracaso o nos lleva a la gloria.

– Mejor saberlo ahora mismo -dijo Adamsberg depositando las cuernas en el suelo-. Aviso a Danglard de que nos quedamos en los pastos.

XXV

El gato se desplazaba por la Brigada de un punto de seguridad a otro, de rodillas en rodillas, de la mesa de un cabo a la silla de un teniente, como quien cruza un rio por las piedras sin mojarse los pies. Habia iniciado sus dias no mas grande que un puno, siguiendo a Camille por la calle [7] ; los habia proseguido bajo la proteccion de Adrien Danglard, que se habia visto obligado a instalar al animal en la Brigada. Porque el gato era incapaz de arreglarselas solo, completamente desprovisto como estaba de esa autonomia un tanto despectiva que constituye la grandeza del felino. Y, pese a ser un macho entero, era la encarnacion de la dependencia y del sueno permanente. La Bola, pues asi lo habia llamado Danglard al adoptarlo, estaba en las antipodas de un animal totem de una brigada de maderos. El equipo se relevaba para ocuparse de esa masa de pelo, de molicie y de temor, que exigia ser acompanada para ir a comer, beber o mear. Y eso que tenia sus preferencias, con Retancourt claramente a la cabeza. La Bola se pasaba la mayor parte de la vida a dos pasos de su mesa, tumbado sobre la tapa tibia de una de las fotocopiadoras. Maquina que ya no podian utilizar por evitar un sobresalto mortal al animal. En ausencia de la mujer a la que amaba, la Bola recurria a Danglard; luego, por orden invariable, a Justin, a Froissy y, curiosamente, a Noel.

Danglard se daba con un canto en los dientes si el gato aceptaba recorrer a pie los veinte metros que lo separaban de su escudilla. Cada dos por tres el bicho tiraba la toalla y se derrumbaba panza arriba, y habia que llevarlo hasta sus lugares de alimentacion o de defecacion, en la sala de la maquina de bebidas. Ese jueves, Danglard sostenia a la Bola en sus brazos, a modo de bayeta colgando a cada lado, cuando llamo Brezillon en busca de Adamsberg.

– ?Donde esta? En su movil no contesta. O es que el no quiere ponerse.

– No tengo ni idea, senor inspector. Le habra surgido alguna emergencia.

– Si, seguro -dijo Brezillon con una risita.

Danglard dejo el gato en el suelo para no correr el riesgo de que la colera del inspector lo asustara. La lentitud en la investigacion del caso Montrouge habia exasperado a Brezillon. Ya habia conminado al comisario a abandonar esa pista, dado que los profanadores nunca son asesinos, segun las estadisticas psiquiatricas.

– Miente usted mal, comandante Danglard. Digale que lo quiero en su puesto a las cinco de la tarde. ?Y el muerto de Reims? ?Todavia aparcado?

– Resuelto, senor inspector.

– ?Y la enfermera fugada? ?Que cono hacen?

– Hemos difundido avisos de busqueda. Nos han senalado su presencia en veinte lugares distintos en una semana. Comprobamos, controlamos.

– ?Y Adamsberg, controla?

– Claro.

– ?Ah si? ?Desde el cementerio de Opportune-la-Haute?

Danglard dio dos sorbos de vino blanco e hizo una sena negativa al gato. Estaba claro que la Bola tenia un temperamento de alcoholico que convenia vigilar. Sus unicas pulsiones de desplazamiento autonomo tenian por objeto encontrar los escondites personales de Danglard. Recientemente habia descubierto el de debajo de la caldera, en el sotano. Lo que demostraba que la Bola no era en absoluto el imbecil que todo el mundo creia y que su olfato era excepcional. Pero Danglard no podia informar a nadie de este tipo de hazanas.

– Ya ve que es inutil intentar tomarme el pelo -prosiguio Brezillon.

– No lo intentamos -respondio sinceramente Danglard.

– La Brigada va por mal camino. Adamsberg la engrasa y los arrastra a todos con el. Por si no lo sabe, cosa que me asombraria, le voy a decir lo que hace su jefe: esta dando vueltas alrededor de una tumba inofensiva en el culo del mundo.

?Y por que no?, penso Danglard. El comandante era el primero en criticar las deambulaciones fantasiosas de Adamsberg, pero se convertia en escudo impenetrable en caso de ataque exterior.

– ?Y todo por que? -prosiguio Brezillon-. Porque un tonto del lugar ha visto una sombra en un prado.

?Y por que no?, se repitio Danglard dando un sorbo.

– A eso se dedica Adamsberg, y eso es lo que controla.

– ?Se lo ha comunicado la Brigada de Evreux?

– Es su deber, cuando un comisario patina. Y ellos lo hacen deprisa y bien. Lo quiero aqui a las cinco, con el caso de la enfermera.

– No creo que le haga mucha gracia -murmuro Danglard.

– En cuanto a los dos muertos de La Chapelle, renuncian ustedes al caso a esa misma hora. Se los quedan los estupas. Ya puede avisarlo, comandante. Supongo que, si lo llama usted, se dignara contestar.

Danglard vacio su vaso de plastico, recogio a la Bola y marco primero el numero de la Brigada de Evreux.

– Paseme al comandante, llamada urgente desde Paris.

Con los dedos apretados en la enorme pelambre del gato, Danglard espero sin paciencia.

– ?Comandante Devalon? ?Ha avisado usted a Brezillon de que Adamsberg estaba en su zona?

– Cuando Adamsberg divaga en libertad, prefiero prevenir que curar. ?Quien habla?

– El comandante Danglard. Y me cago en sus muertos, Devalon.

– Limitese mejor a recuperar a su jefe.

Danglard colgo con brusquedad, y el gato tenso las patas, aterrorizado.

XXVI

– ?A las cinco? Me cago en sus muertos.

– Ya lo sabe. Vuelva, comisario, esto se pone feo. ?Ha conseguido algo?

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