– ?De donde viene esta regla?
– De la humanidad. Nadie, salvo contadisimas excepciones, consigue guardar un secreto para si. Cuanto mas grave es el secreto, mas valida es la regla. Asi es como los secretos huyen de sus escondites, Froissy, caminando de una persona que lo jura a otra persona que lo jura, y asi sucesivamente. Al menos una persona esta al corriente del secreto de Veyrenc, si es que tiene uno. Hablara a esa persona, y eso es lo que quiero oir.
Eso y mas cosas, penso Adamsberg, a quien incomodaba tener que enganar en parte a una chica tan pura como Froissy. Su decision del dia anterior seguia intacta, y le bastaba imaginar las manos de Veyrenc posarse sobre Camille y, peor aun, evidentemente, el inevitable acoplamiento, para sentir todo su ser transformarse en maquina de guerra. Respecto a Froissy, se sentia solo un poco sucio, algo que podria tolerar.
– El secreto de Veyrenc -repitio Froissy echando limpiamente las migas en su taza vacia- ?tiene que ver con sus poemas?
– En absoluto.
– ?Con su pelo de tigre?
– Si -solto Adamsberg, consciente de que Froissy no traspasaria los limites de la legalidad sin un poco de ayuda.
– ?Le han hecho dano?
– Es posible.
– ?Y quiere vengarse?
– Es posible.
– ?Mortalmente?
– No tengo ni idea.
– Ya veo -dijo la teniente volviendo a pasar la mano por la mesa en metodico barrido, un poco decepcionada de que no quedara nada que recoger-. Eso, al fin y al cabo, equivaldria tambien a protegerlo a el, ?no?
– Exactamente -dijo Adamsberg encantado de que Froissy hubiera encontrado sola una buena razon para actuar mal-. Desmontamos el dispositivo, y todo el mundo sale ganando.
– Vamos alla -dijo Froissy sacando libreta y boligrafo-. ?Blancos? ?Objetivos?
En un instante, la mujer discreta y moral habia desaparecido dejando paso al temible tecnico que era.
– Basta con que pinche su movil. Aqui tiene su numero.
Al buscar en su bolsillo el numero de Veyrenc, Adamsberg encontro el frasco que le habia confiado Camille. Contrariamente a su promesa, no se habia acordado de poner gotas en la nariz al nino.
– Desvie la frecuencia y coloque el receptor en mi casa.
– Estoy obligada a pasar por el material de la Brigada y, desde alli, transferir a su casa.
– ?Donde estara la emisora en la Brigada?
– En mi armario.
– Todo el mundo mete las narices en su despensa, Froissy.
– Me refiero a la otra despensa, a la izquierda de la ventana. Esa esta cerrada con llave.
– O sea que la primera es solo una enganifa -dijo Adamsberg-. ?Que guarda en la de verdad?
– De acuerdo. Aqui tiene las llaves de mi casa. Instale el transmisor en la habitacion, en el primer piso, lejos de la ventana.
– Claro.
– No necesito el sonido. Necesito una pantalla para seguir sus desplazamientos.
– ?Lejos?
– Quiza.
Saber si Veyrenc se llevaria a Camille a algun sitio. Una escapada de un par de dias, una posada forestal, y el nino en la hierba jugando a sus pies. Eso, nunca. Ese maldito cabronazo de bearnes no le quitaria a Tom.
– ?Es importante seguir los desplazamientos?
– Decisivo.
– Entonces hay que vigilarlo mejor que con su movil. Le ponemos un GPS debajo del coche. ?Micro tambien? ?En el coche?
– Ya que estamos. ?Cuanto tiempo necesitara?
– Estara todo listo a las cinco de la tarde.
XXXVI
A las cuatro y media, Helene Froissy acababa de regular en la habitacion de Adamsberg el funcionamiento del receptor. Oia bien la voz de Veyrenc, pero cubierta por las de sus colegas de alrededor y el ruido de las patas de las sillas al arrastrarlas, de los pasos, de los papeles que arrugaban. La potencia del receptor era demasiado elevada, era inutil que el movil captara a mas de cinco metros. Era suficiente para cubrir la superficie del estudio de Veyrenc, y eso le permitia eliminar buena parte de las interferencias.
Ahora las palabras de Veyrenc le llegaban con claridad. Estaba charlando con Retancourt y Justin. Froissy escucho unos instantes la voz ligera y tamizada del teniente, mientras atenuaba un poco mas el efecto parasito de los ruidos de fondo. Veyrenc se sentaba en su mesa. Oyo el tecleo del ordenador y palabras dichas para si.
XXXVII
El lunes cuatro de abril, Danglard colgo en la pared de la sala del Concilio un mapa del departamento del Eure. Tenia en la mano una lista de veintinueve mujeres supuestamente virgenes, de entre treinta y cuarenta anos, que vivian en unos veinte kilometros a la redonda de Mesnil-Beauchamp. Habian establecido el listado de sus direcciones, y Justin clavaba alfileres rojos en los lugares correspondientes a sus domicilios.
– Deberias haber usado alfileres blancos -dijo Voisenet.
– Vete a la mierda -dijo Justin-. Ademas, no tengo.
Los hombres estaban cansados. Habian pasado ocho dias revolviendo ficheros y peinando el terreno de cura en cura. Una cosa parecia ganada: ninguna otra mujer que se ajustara a sus criterios habia muerto por accidente en los dias anteriores. La tercera virgen estaba, pues, viva. Esa certeza pesaba tanto en la mente de los agentes como la duda respecto al rumbo de la investigacion elegido por su comisario. Se cuestionaba la base misma, es decir la relacion entre las profanaciones y la receta del
La oposicion se habia hojaldrado en varios grados. Los mas duros, los ultras, consideraban que unos restos de liquenes en una piedra no podian constituir la prueba de un asesinato. Que, desde cierto punto de vista, el andamio que habia montado Adamsberg era tan evanescente como un sueno, tan solo una quimera que los habia absorbido a todos por espacio de un singular coloquio. Otros, los reticentes, aceptaban los asesinatos de Elisabeth y Pascaline, reconociendo que podia haber una relacion entre la mutilacion del gato y el robo de las reliquias, pero se negaban a aceptar la hipotesis de la medicacion medieval. Incluso entre los ultimos adeptos de la teoria del