– Mamonazo, mamonadas, es todo lo que saben decir -gruno Danglard, cubierto de sudor.
– Cierre el pico, Danglard.
»Mordent, estan en el periferico sur. Han puesto el giro-faro, eso deberia guiarles.
– Entendido. De acuerdo.
– …
– Mordent, pasan al norte de la basilica.
– Estamos llegando directos a la basilica.
– Al norte, Mordent, al norte.
Adamsberg, todavia de rodillas delante del receptor, apretaba el puno contra sus labios, los dientes contra las encias.
– Ya son nuestros -dijo Danglard mecanicamente.
– Son rapidos, capitan. Matan antes de darse uno cuenta. ?Joder, al oeste, Mordent! Van hacia la zona en construccion.
– Ya esta, comisario, ya veo el girofaro. A doscientos cincuenta metros.
– Preparense, seguramente lo haran bajar en alguna obra.
Y en cuanto salgan del coche, yo ya no captare nada.
Adamsberg volvio a pegar el puno a sus labios.
– ?Donde esta Retancourt, Danglard?
– Ni aqui ni en su casa.
– Me voy a Saint-Denis. Siga el GPS, desvie la escucha a mi coche.
Adamsberg salio de la Brigada corriendo mientras Danglard trataba de estirar sus piernas doloridas. Sin apartar los ojos de la pantalla, acerco cojeando una silla al armario. La sangre le batia en las sienes, haciendo subir un terrible dolor de cabeza. El iba a matar a Veyrenc, tan seguro como si hubiera disparado en persona. El, que habia tomado en solitario la decision de avisar a Roland y Pierrot que se mantuvieran alerta, informandoles de los asesinatos de sus amigos. No habia dado el nombre de Veyrenc, pero hasta unos cretinos como Pierrot y Roland no necesitaron pensar mucho para comprender. Ni por un segundo habia imaginado Danglard que los dos hombres se arriesgarian a deshacerse de Veyrenc. El autentico mamon del asunto era el, Danglard. Y el autentico cabron. Una vil envidia por el favor de que disfrutaba lo habia precipitado hacia una decision homicida, completamente obcecado. Danglard se sobresalto al ver el punto luminoso detenerse en la pantalla.
– Mordent, se han parado. En la calle Ecrouelles, a media calle. Todavia estan en el vehiculo. Que no os vean.
– Nos quedamos a cuarenta metros. Acabamos a pie.
Adamsberg avanzaba con las sirenas a toda marcha por el periferico casi vacio. Dios mio, haz que. Por piedad. No creia en Dios. Entonces la virgen, la tercera virgen, la suya. Haz que Veyrenc salga de esta. Haz que. Habia sido Danglard, maldita sea, no veia otra explicacion. Danglard, que habia creido conveniente alertar a los dos ultimos de la banda de Caldhez para protegerlos. Sin avisarlo. Sin conocerlos. El habria podido decirle que Roland y Pierrot no eran de los que esperan el peligro sin hacer nada. Era inevitable que reaccionaran.