Habla en verso.
– ?Y las balas? -pregunto Adamsberg-. ?No estaran mezcladas?
– Cada una en su caja, etiquetada con el numero de cama. ?Que ha pasado?
– Un ataque en un cajero.
– Ah -dijo el cirujano, decepcionado-. El dinero trastorna el mundo.
– ?Donde esta el de la herida en la rodilla?
– Habitacion 435, con el del brazo.
– ?Y el del muslo?
– En la 441. ?Que le ha pasado?
– El de la herida en la rodilla le disparo.
– No, me referia a su pelo.
– Es natural. Bueno, es accidental natural.
– Yo lo llamo perturbacion intradermica de la queratina. Muy raro, incluso excepcional. ?Quiere un cafe? ?Un desayuno? Esta un poco palido.
– Voy a buscar una maquina -dijo Adamsberg poniendose en pie.
– El cafe de la maquina es pis de burro. Venga conmigo. Lo arreglaremos.
Los medicos siempre tenian la ultima palabra, y Adamsberg siguio al hombre de blanco docilmente. Habia que comer. Habia que beber. Habia que encontrarse mejor. Algo titubeante, Adamsberg dedico un breve pensamiento a la tercera virgen. Era mediodia, probablemente se disponia a comer. No habia que tener miedo, todo iria bien.
El comisario entro en la habitacion de Veyrenc a la hora de la comida. Tenia una taza de caldo y un yogur sobre las rodillas, y los contemplaba con melancolia.
– Hay que comer -dijo Adamsberg-, no hay eleccion.
Veyrenc asintio y cogio la cuchara.
– Cuando se remueven viejos recuerdos, se corren riesgos. Todos. No anduvo lejos.
Veyrenc levanto la cuchara, pero la dejo, mirando fijamente su tazon de caldo.
– El destino cruel me divide el sentir.
»El honor me aconseja que bendiga al guerrero
que protegio mi vida de esos bandidos viles.
Mas mi alma se indigna con ese caballero
que trajo mi desgracia y que debo aclamar.
– Si, ese es el problema. Pero no le pido nada, Veyrenc. Y mi posicion no es mucho mas sencilla que la suya. Salvo la vida de un hombre que puede deshacer la mia.
– ?Como?
– Porque me ha arrebatado lo mas valioso que tengo. Veyrenc se incorporo apoyandose en un codo, con un gesto de dolor, levantando el labio oblicuo.
– ?Su reputacion? Todavia no la he tocado.
– Pero a mi mujer si. Septimo piso, frente a la escalera.
Veyrenc se dejo caer encima de la almohada, boquiabierto.
– No podia saberlo -dijo en voz baja.
– No. Uno nunca lo sabe todo, no lo olvide.
– Es como en el cuento -dijo Veyrenc despues de un silencio.
– ?Cual?
– El del rey que envio a la batalla y a una muerte segura a uno de sus generales, a cuya mujer amaba.
– No entiendo -dijo sinceramente Adamsberg-. Estoy cansado. ?Quien ama a quien?
– Erase una vez un rey -volvio a empezar Veyrenc.
– Si.
– Que amaba a la mujer de un tipo.
– Vale.
– El rey envio al tipo a la guerra.
– De acuerdo.
– El tipo murio.
– Si.
– Y el rey se quedo con su mujer.
– Pues ese no soy yo.
El teniente se miro las manos, concentrado, lejano.
– Sin embargo, senor, lo habriais podido.
»En plena noche oscura, vino a vos la fortuna
de librar vuestra vida de otra inoportuna.
Acechaba la muerte a quien os hizo dano,
a aquel de quien el sino hizo vuestro rival.
– De acuerdo -repitio Adamsberg.
– ?Que idea, que piedad, detuvo vuestro brazo,
haciendoos salvarlo de una muerte segura?
Adamsberg se encogio de hombros, doloridos por el cansancio.
– ?Me vigilaba? -pregunto Veyrenc-. ?Por ella?
– Si.
– ?Reconocio a los tipos en la calle?
– Cuando lo obligaron a subirse al coche -mintio Adamsberg, omitiendo lo de los micros.
– Comprendo.
– Vamos a tener que entendernos, teniente.
Adamsberg se levanto y cerro la puerta.
– Vamos a dejar que Roland y Pierrot huyan sin que nadie se de cuenta. Sin guardia en la puerta, aprovecharan la primera ocasion que se les presente para largarse.
– ?Un regalo? -pregunto Veyrenc con una sonrisa fija.
– A ellos no, teniente, a nosotros. Si los perseguimos, habra acusacion y proceso, ?estamos de acuerdo?
– Ya lo creo que habra proceso. Y condena.
– Se defenderan, Veyrenc. Su abogado alegara legitima defensa.
– ?Como? Si me amenazaron en mi casa.
– Alegando que usted mato a Fernand el Bicho y al Gordo Georges, y que se disponia a cargarselos.
– Yo no los mate -dijo con sequedad Veyrenc.
– Y yo no lo ataque ese dia, en el Prado Alto -dijo Adamsberg con la misma frialdad.
– No le creo.
– Ninguno esta dispuesto a creer al otro. Y ninguno de nosotros dos tiene pruebas de lo que dice, salvo la palabra del otro. El tribunal tampoco tendra razones para creerle, Veyrenc. Roland y Pierrot se saldran con la suya, creame, y usted tendra problemas.
– No -interrumpio Veyrenc-. Sin prueba, no hay condena.
– Pero si una nueva fama, teniente, y rumores. ?Habra matado a esos dos, no los habra matado? Una sospecha agarrada a usted como una garrapata, que no lo abandonara nunca. Que le seguira picando dentro de sesenta y nueve anos, aunque no lo condenen.
– Entiendo -dijo Veyrenc al cabo de un momento-. Pero no me inspira confianza. ?Que gana usted con eso? Podria planear su huida para que vuelvan a atacarme mas adelante.
– ?En esas estamos, Veyrenc? Segun eso, piensa que fui yo quien envio a Roland y Pierrot esta noche. ?Por eso estaba yo delante de su portal?
– Me veo obligado a plantearmelo.
– ?Y por que lo habria salvado?
– Para cubrirse cuando se produzca el segundo ataque, que esa vez saldra bien.
Una enfermera paso como una exhalacion y dejo dos pastillas en la mesilla de noche.