Danglard echo una mirada al cuadro de mandos. Las cuatro cuarenta de la tarde. El tiempo se arrastraba, rampante, llevando los nervios de todos a un punto de irritacion explosivo.

– Vamos a llenar el deposito a Orsay y volvemos -anuncio la voz de Bastien por la emisora.

El helicoptero cogio velocidad, dejando tras el el punto rojo. Adamsberg tuvo la impresion de abandonar a la Bola en su busqueda.

A las cinco y media, tras siete horas de marcha, el gato seguia aguantando, avanzando obstinadamente en direccion suroeste con pausas cada veinte minutos. El tren de vehiculos iba siguiendolo de trecho en trecho. A las ocho y cuarto, pasaban Forges-les-Bains por la D97.

– Va a reventar -dijo Kernorkian, que alimentaba el pesimismo de Danglard-. Lleva treinta y cinco kilometros en las patas.

– Cierra el pico. De momento, sigue avanzando.

A las ocho treinta y cinco, ya de noche, Adamsberg volvio a coger el micro.

– Se ha detenido. En la Cl2, entre Chardonnieres y Bazoches, a dos kilometros y medio de Forges. En pleno campo, lado norte de la carretera. Reanuda. Da vueltas.

– Va a reventar -dijo Kernorkian.

– ?Joder! -grito Danglard.

– Esta dudando -dijo Bastien.

– Igual se queda alli a pasar la noche -dijo Mordent.

– No -dijo Bastien-, esta buscando. Voy a acercarme.

El aparato descendio unos cien metros describiendo circulos por encima del gato inmovilizado.

– Una nave -dijo Adamsberg senalando largas cubiertas de chapa ondulada.

– Un desguace de coches -dijo Froissy-. Abandonado.

Adamsberg apreto los punos sobre sus rodillas. Froissy le paso sin comentarios una pastilla de menta, que el comisario se llevo a la boca sin hacer preguntas.

– Si -dijo Bastien-. Debe de haber un grupo de chuchos ahi dentro, y el gato esta acojonado. Pero creo que es alli adonde quiere ir. He tenido ocho. Gatos.

– Desguace -senalo Adamsberg a los vehiculos-, vengan por la C8, hasta el cruce con la C6. Aterrizamos.

– Ya esta -dijo Justin arrancando-. Nos reagrupamos.

Pegados al helicoptero, en un campo en barbecho, Bastien, los nueve policias y el medico examinaban en la noche la vieja nave, las carcasas de coches, la vegetacion salvaje que crecia tupida entre la chatarra. Los perros habian percibido la intrusion y se acercaban ladrando con rabia.

– Son tres o cuatro -calculo Voisenet-. Grandes.

– Puede que sea por eso por lo que no avanza la Bola. No sabe como salvar el obstaculo.

– Neutralizamos los perros y vemos que hace el gato -decidio Adamsberg-. No se acerquen mucho a el, para no despistarlo.

– Parece muy agitado -dijo Froissy, que habia recorrido el campo con sus gemelos y habia localizado al gato a cuarenta metros de ellos.

– Me dan miedo los perros -dijo Kernorkian.

– Quedese detras, teniente, y no dispare. Un culatazo en la cabeza.

Tres bestias de envergadura, que sobrevivian semiasilvestradas en el inmenso edificio, se abalanzaron como fieras hacia los policias, mucho antes de que hubieran podido llegar a las puertas de la nave. Kernorkian retrocedio junto al calido vientre del helicoptero y la masa tranquilizadora del gordo Bastien, que fumaba apoyado en su aparato mientras los agentes dejaban a los perros fuera de combate. Adamsberg observo la nave, las ventanas opacas y cerradas, las persianas metalicas oxidadas y medio levantadas. Froissy dio un paso adelante.

– No avance mas de diez metros -dijo Adamsberg-. Espere a que el gato haga el primer movimiento.

La Bola, negro de tierra hasta el pecho, adelgazado por su manto de pelo pegado, olisqueaba uno de los perros tumbados. Luego se lamio una pata, iniciando su aseo, como si no tuviera otra cosa que hacer.

– Pero ?que cono esta haciendo? -pregunto Voisenet alumbrandolo de lejos con su linterna.

– Es posible que tenga una espina en la pata -dijo el medico, un hombre paciente y totalmente calvo.

– Yo tambien -dijo Justin mostrando su mano, raspada por una dentellada de perro-. Y no por eso dejo de trabajar.

– Es un animal, Justin -dijo Adamsberg.

La Bola acabo el aseo de su pata, y luego de la otra, y se dirigio hacia la nave, partiendo bruscamente a paso ligero, por segunda vez en la jornada. Adamsberg apreto los punos.

– Retancourt esta alli. Cuatro hombres por detras, los demas conmigo. Doctor, siganos.

– Doctor Lavoisier -preciso el medico-. Lavoisier, como Lavoisier simple y llanamente.

Adamsberg le lanzo una mirada vacia. No sabia quien era Lavoisier, y le importaba un carajo.

XLVIII

A la sombra de una nave industrial, cada uno de los grupos avanzaba en silencio, iluminando con las linternas mesas devastadas, pilas de neumaticos, montones de trapos. La construccion, probablemente abandonada desde hacia unos diez anos, apestaba todavia a caucho quemado y diesel.

– Sabe adonde va -dijo Adamsberg iluminando las huellas redondas que la Bola habia dejado en el denso polvo.

Con la cabeza gacha, respirando mal, siguio el rastro dejado por las patas del animal con extrema lentitud, sin que ninguno de los agentes se atreviera a adelantarsele. Tras once horas de caza, nadie estaba impaciente por llegar al final. El comisario ponia un pie delante del otro como si avanzara por un barrizal, despegando sus piernas rigidas a cada paso. Se reunieron con el otro equipo delante de un largo pasillo negro, tan solo iluminado por una cristalera alta por donde entraba la luz de la luna. El gato se habia detenido a doce metros, delante de una puerta. Adamsberg ilumino sus ojos fosforescentes con un movimiento de linterna. Siete dias y siete noches que Retancourt llevaba aqui, en ese culo de mazmorra donde malvivian tres perros.

El comisario avanzo pesadamente por el pasillo y se volvio al cabo de unos metros. Ninguno de sus agentes lo seguia, todos apinados en la entrada de la galeria, grupo petrificado que ya no tenia fuerzas para franquear el ultimo tramo.

El tampoco, se dijo Adamsberg. Pero no podian quedarse alli, pegados a las paredes, abandonando a Retancourt, incapaces de afrontar su cuerpo. Se detuvo delante de la puerta de hierro guardada por el gato, que deslizaba su nariz a ras de suelo, insensible al olor a excrementos que emanaba. Adamsberg tomo aire, puso sus dedos sobre el gancho que sujetaba la puerta a la pared y lo retiro. Luego, curvando la nuca en un gesto forzado, se obligo a mirar lo que tenia que ver, el cuerpo de Retancourt derrumbado en el suelo de un reducto oscuro, entre viejas herramientas y bidones metalicos. Se quedo inmovil, observandola, dejando que le cayeran las lagrimas de los ojos. Era la primera vez, le parecia, que lloraba por otra persona aparte de su hermano Raphael y de Camille. Retancourt, su arbol, estaba en el suelo, fulminado. La habia iluminado rapidamente y atisbo su rostro sucio de polvo, las unas de la mano ya azules, la boca abierta, el pelo rubio por el que corria una arana.

Retrocedio contra la pared de ladrillo negro mientras el gato, audaz, penetraba en el cuchitril y se encaramaba de un salto al cuerpo de Retancourt, tumbandose pausadamente sobre su ropa mugrienta. El olor, penso Adamsberg. Solo percibia la peste del diesel, de los aceites de motor, de la orina y de las excreciones. Solo efluvios mecanicos y animales, sin relente de descomposicion. Dio dos pasos para aproximarse de nuevo al cuerpo y se arrodillo en el cemento pringoso. Al dirigir de golpe el haz de luz hacia el rostro de estatua sucia de Retancourt, solo vio la inmovilidad de la muerte, los labios abiertos y fijos que no reaccionaban a las patas de la pequena arana. Acerco lentamente la mano y la puso sobre la frente.

– Doctor -dijo con una sena.

– Lo esta llamando, doctor -dijo Mordent sin moverse un apice.

– Lavoisier, como Lavoisier simple y llanamente.

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