– Para hacernos seguir un rastro. Para guiarnos.
– Hasta que nos extraviemos -dijo la forense con los ojos entornados.
– Exactamente, Ariane. Como hacian los provocadores de naufragios encendiendo falsos faros para desviar los barcos y estrellarlos contra las rocas. Es un falso faro que nos aleja.
– Un faro que arrastra constantemente hacia la vieja enfermera -dijo Ariane.
– Si. Eso es lo que queria decir Retancourt: «Dile que pase». De los zapatos azules. Pasamos de ellos.
– ?Que tal esta? -pregunto Ariane.
– Esta remontando a toda velocidad. Lo suficiente para decirnos que pasemos.
– De los zapatos y de todo lo demas.
– Si, de las marcas de pinchazos, del escalpelo, de las huellas de betun. Una buena tarjeta de visita, pero una tarjeta falsa. Un autentico engano. Alguien lleva semanas jugando con nosotros como marionetas. Y nosotros, y yo, como imbeciles, hemos corrido como un solo hombre hacia la luz que agitaba ante nosotros.
Ariane se cruzo de brazos, bajo la barbilla. Apenas habia tenido tiempo de maquillarse, y Adamsberg la encontraba todavia mas bella asi.
– Es culpa mia -dijo-. Fui yo quien te dijo que podria ser una disociada.
– Fui yo quien la identifico como la enfermera.
– Yo me embale -insistio Ariane-. Anadi elementos secundarios, psicologicos y mentales.
– Porque el asesino conoce perfectamente los elementos psicologicos y mentales de las mujeres. Porque todo estaba dispuesto para inducirnos al error, Ariane. Y si el asesino lo ha hecho todo para orientarnos hacia una mujer, es que es un hombre. Un hombre que aprovecho la evasion de Claire Langevin para ponerla en nuestro camino. Un hombre que sabia que yo reaccionaria ante la hipotesis de la vieja enfermera. Pero no es ella. Y esta es la razon por la cual los asesinatos no corresponden en nada a la psicologia del angel de la muerte. Tu lo dijiste, Ariane, esa noche, despues de Montrouge. No hubo un nuevo crater en la ladera del volcan. Es otro volcan.
– Entonces, esta muy bien hecho -dijo la forense con un suspiro-. Las heridas de Diala y La Paille indican obligatoriamente un agresor bajito. Pero siempre cabe la posibilidad, por supuesto, de hacer trampa y de imitarlas. Un hombre de estatura mediana podria perfectamente haber hecho calculos para bajar el brazo de manera que los tajos fueran horizontales. Siempre y cuando sepa muy bien lo que hace.
– Ya la jeringuilla que dejo en la nave estaba de mas -dijo Adamsberg-. Deberia haber reaccionado antes.
– Un hombre -dijo Danglard con desanimo-. Hay que volver a empezar todo. Todo.
– No sera necesario, Danglard.
Adamsberg vio pasar por la mirada de su comandante el tren de una reflexion rapida y organizada, y luego una relajacion impregnada de tristeza. Adamsberg le hizo un ligero signo de aprobacion. Danglard lo sabia, igual que el.
LVIII
En el coche parado, Adamsberg y Danglard miraban el limpiaparabrisas barrer la lluvia torrencial que caia sobre el cristal. A Adamsberg le gustaba el ruido regular de las varillas, la lucha que llevaban a cabo, gimiendo, contra el diluvio.
– Creo que estamos de acuerdo, capitan -dijo Adamsberg.
– Comandante -corrigio Danglard con voz atona.
– Para lanzarnos con seguridad tras la pista de la enfermera, el asesino tenia que saber mucho de mi. Tenia que saber que la habia detenido, que su evasion me importaria. Tambien tenia que poder seguir la investigacion paso a paso. Que estar al corriente de que buscabamos zapatos azules y huellas de betun. Que estar informado de los proyectos de Retancourt. Que querer perderme. Nos lo proporciono todo: la jeringuilla, los zapatos, el escalpelo, el betun. Formidable manipulacion, Danglard, efectuada por una mente de calidad, de gran habilidad.
– Por un hombre de la Brigada.
– Si -dijo con tristeza Adamsberg, arrellanandose en su asiento-. Por uno de los nuestros, bucardo negro en la montana.
– ?Que tienen que ver en esto los bucardos?
– No es nada, Danglard.
– No quiero creerlo.
– Tampoco creiamos que hubiera un hueso en el morro del cerdo. Y hay uno. Como hay un hueso, Danglard, en la Brigada. Metido en su corazon.
La lluvia amainaba, Adamsberg disminuyo el ritmo de los limpiaparabrisas.
– Le dije que mentia -prosiguio Danglard-. Nadie habria podido memorizar el texto del
– Entonces, ?para que iba a decirnosla?
– Por provocacion. Se cree invencible.
– El nino derribado -murmuro Adamsberg-. El vinedo perdido, la miseria, los anos de humillacion. Lo conoci, Danglard. La boina calada hasta la nariz para ocultar su pelo, la pierna coja. El rubor en la frente, siempre rozando las paredes bajo las burlas de los demas.
– Todavia lo emociona.
– Si.
– Pero es el nino el que lo emociona. El adulto ha crecido, y se ha torcido. E invierte la suerte, como diria el en verso, contra usted, el jefezuelo de antano y el responsable de su tragedia. Acciona la rueda del destino. Ahora le toca a usted caer, mientras el conquista el sitio soberano. Se ha convertido en lo que el mismo declama todo el santo dia, en un heroe de Racine preso en las tempestades del odio y de la ambicion, organizando la entrada en escena de la muerte de los demas y el advenimiento de su propia coronacion. Usted sabia desde el principio por que estaba aqui: en busca de venganza por la batalla de los dos valles.
– Si.
– Ejecuto su plan acto tras acto, azuzandolo hacia el error, haciendo descarrilar toda la investigacion. Ya ha matado siete veces, Fernand, el Gordo Georges, Elisabeth, Pascaline, Diala, La Paille, Grimal. Y casi Retancourt. Y matara a la tercera virgen.
– No. Francine esta protegida.
– Eso creemos. Ese hombre es fuerte como un caballo. Matara a Francine, y luego a usted, una vez que haya caido en el oprobio. Lo odia.
Adamsberg bajo la ventanilla y saco el brazo con la mano abierta para recoger la lluvia.
– Y eso a usted lo entristece -dijo Danglard.
– Un poco.
– Pero sabe que tenemos razon.
– Cuando Robert me llamo por lo del segundo ciervo, yo estaba cansado y pasaba. Fue Veyrenc quien me propuso llevarme alli. Y, en el cementerio de Opportune, fue Veyrenc quien me senalo la tumba de Pascaline, con su hierba corta. El me incito a abrirla, como me habia animado a perseverar en Montrouge. Y el hizo ceder a Brezillon para que conservara el caso. Asi podria seguirlo el mientras yo me embarrancaba.
– Y el tomo a Camille -dijo con suavidad Danglard-. Alta venganza, bien digna de un heroe de Racine.
– ?Como lo sabe, Danglard? -pregunto Adamsberg cerrando el puno bajo la lluvia.
– Cuando cogi la escucha en el armario de Froissy, tuve que pasar parte de la grabacion para localizar la banda de sonido. Ya le dije como era. Inteligente, poderoso, peligroso.
– Y sin embargo, me caia bien.
– ?Por eso nos quedamos inmoviles en Clancy con el coche parado? ?En lugar de volver a Paris a toda pastilla?
– No, capitan. Por una parte, porque no tenemos prueba material. El juez nos obligaria a soltarlo al cabo de veinticuatro horas. Veyrenc contaria la guerra de los dos valles y diria que me empeno en destruirlo por motivos