ser perfecto. El asesino seria absolutamente silencioso, como lo habian descrito el guarda de Montrouge, Gratien y Francine. No podrian oir sus pasos y prepararse para su llegada. Era preciso verlo antes de que el pudiera ver. Que las sombras de las esquinas en que se ocultaban fuera mas densas que la luz que enmarcaba la puerta. Volvio a sentarse y empuno el interruptor de la luz. Una sola presion, en cuanto el asesino hubiera avanzado dos metros desde la puerta. Entonces Estalere bloquearia la salida mientras Danglard apuntaba hacia el. Perfecto. Su mirada se demoro en la cama en que dormia, totalmente tranquila, la mujer a la que protegian.

Mientras Francine descansaba a buen recaudo en la posada de Haroncourt, la Sombra consulto su reloj en Saint-Vincent-de-Paul, a ciento seis kilometros de alli. A las diez cuarenta y cinco, abrio la puerta del almacen sin un chirrido. Avanzo lentamente, con una jeringuilla en la mano derecha, comprobando a su paso los numeros de habitacion: 227, la de Retancourt, puerta abierta toda la noche, custodiada por el durmiente. La Sombra lo rodeo sin que Mercadet moviera una pestana. En medio de la habitacion, la masa de la teniente bajo las sabanas era bien visible, su brazo pendia a un lado de la cama, ofreciendose.

LXII

Adamsberg fue el primero en tener a la Sombra en su campo de vision, sin que su corazon se acelerara un solo latido. Con el pulgar, acciono el interruptor, Estalere cerro el paso, Danglard le apunto a la espalda. La Sombra no emitio ni un grito, ni una palabra, mientras Estalere le ponia rapidamente las esposas. Adamsberg fue hasta la cama y paso los dedos por el pelo de Retancourt.

– Vamos alla -dijo.

Danglard y Estalere sacaron a su presa de la habitacion, y Adamsberg tuvo el cuidado de apagar al salir. Dos coches de la Brigada aparcaban en ese momento delante del hospital.

– Esperenme en la oficina -dijo Adamsberg-. No tardare.

A las doce, Adamsberg llamaba a la puerta del doctor Romain. A las doce y cinco, el medico le abria por fin, palido e hirsuto.

– Estas como una chota -dijo Romain-. ?Que quieres?

El doctor aguantaba mal en pie, y Adamsberg lo arrastro, con sus esquis, hasta la cocina, donde lo hizo sentarse en el mismo sitio que la noche del vivo de la virgen.

– ?Recuerdas lo que me pediste?

– No te he pedido nada -dijo Romain atontado.

– Me pediste que encontrara una vieja receta contra los vapores. Y te prometi que lo haria.

Romain parpadeo y apoyo la pesada cabeza en su mano.

– ?Que has encontrado? ?Excrementos de grulla? ?Hiel de cerdo? ?Abrir el vientre a una gallina y ponermela aun caliente encima de la cabeza? Conozco las viejas recetas.

– ?Que te parecen?

– ?Para estas gilipolleces me despiertas? -dijo Romain alargando una mano entumecida hacia la caja de excitantes.

– Escuchame -dijo Adamsberg agarrandole el brazo.

– Entonces mojame la cabeza.

Adamsberg reitero la operacion friccionando la cabeza del medico con el trapo sucio. Luego rebusco por los cajones en busca de una bolsa de basura, que abrio y dispuso entre ellos dos.

– Aqui estan tus vapores -dijo poniendo la mano sobre la mesa.

– ?En la bolsa de basura?

– Estas tocado, Romain.

– Si.

– Aqui dentro -dijo Adamsberg senalandole la caja de excitantes amarilla y roja y dejandola caer en la bolsa.

– Dejame mis potingues.

– No.

Adamsberg se levanto y abrio todas las cajas que habia desperdigadas en busca de capsulas.

– ?Que es esto? -pregunto.

– Gavelon.

– Ya lo veo, Romain. Pero ?que es?

– Un protector del estomago. Siempre lo he tomado.

Adamsberg hizo un monton con las cajas de Gavelon y otro con las de excitantes -Energyl-, y los metio rapidamente en la bolsa de basura.

– ?Has tomado muchos de estos?

– Tantos como he podido. Que me dejes mis potingues.

– Tus potingues, Romain, son tus vapores. Estan en tus capsulas.

– Se mejor que tu que es el Gavelon.

– Pero no sabes lo que lleva.

– Pues Gavelon, ?que va a ser?

– No, un puto mejunje de excrementos de grulla, hiel de cerdo y gallina caliente. Vamos a analizarlo.

– Estas tocado, Adamsberg.

– Escuchame bien, concentrate todo lo que puedas -dijo Adamsberg agarrandole de nuevo la muneca-. Tienes excelentes amigos, Romain. Y amigas, como Retancourt. Que te miman y te ahorran muchas molestias, ?verdad? Porque tu no vas solito a la farmacia, ?o si?

– No.

– Alguien viene a verte cada semana y te trae las medicinas.

– Si.

Adamsberg cerro la bolsa de la basura y la puso a sus pies.

– ?Te llevas todo eso? -pregunto Romain.

– Si. Y tu vas a beber y a mear todo lo que puedas. En una semana ya casi podras con tu alma. No te preocupes por el Gavelon ni por el Energyl, que te los traere yo, pero de los de verdad. Porque en tus medicinas hay excrementos de grulla. O tus vapores, como prefieras llamarlo.

– No sabes lo que dices, Adamsberg. No sabes quien me las trae.

– Si. Una de tus buenisimas relaciones, alguien a quien tienes en mucha estima.

– ?Como lo sabes?

– Porque en estos mismos momentos tengo a tu relacion en mi despacho, con las esposas puestas. Porque ha matado a ocho personas.

– ?Estas de cona? -dijo Romain tras un silencio-. ?Hablamos de la misma persona?

– De un cerebrito con la cabeza bien puesta. Y de uno de los asesinos mas peligrosos. De Ariane Lagarde, la forense mas famosa de Francia.

– Ya ves que desvarias.

– Es una disociada, Romain.

Adamsberg levanto al medico para llevarlo a la cama.

– Traete el trapo -dijo Romain-. Nunca se sabe.

– Si.

Romain se sento sobre las mantas, con el semblante tan adormilado como espantado, rememorando poco a poco todas las visitas de Ariane Lagarde.

– Nos conocemos desde siempre -dijo-. No te creo, ella no queria matarme.

– No. Solo queria ponerte fuera de circuito para sustituirte el tiempo necesario.

– ?Necesario para que?

– Para ocuparse ella misma de sus propias victimas, para decirnos de ellas lo que le convenia. Para afirmar que la que mataba era una mujer de un metro sesenta y dos, para hacerme seguir la pista de la enfermera. Para

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