hacia dos meses.
Cuando estuvo buscando un apartamento para Anna habia otro libre en la misma escalera, en la primera planta. No lo cogio por miedo a que entrara algun ladron.
– Ven y come un poco.
Mahler puso la mesa y sirvio las dos raciones de rosbif y una ensalada de patatas que traia en los envases de plastico, corto los tomates en rodajas y los sirvio en los bordes de los platos. Ella no decia nada.
Las persianas de la cocina estaban bajadas, pero el sol se filtraba por las rendijas, dibujando rayas ardientes sobre la mesa e iluminando las particulas de polvo que flotaban en el aire. Deberia limpiar, pero no se sentia con fuerzas.
Dos meses antes esa mesa habia estado llena de cosas: fruta, correo, algun juguete, una flor recogida en un paseo, algo que Elias habia hecho en la guarderia. El desorden propio de la vida.
Ahora solo habia dos platos con comida lista para llevar; calor y olor a cerrado; las rodajas rojas de tomate. Un esfuerzo patetico.
Fue hasta la habitacion de Elias y se detuvo en la puerta.
– Anna… debes comer un poco. Ven. Ya esta listo.
Anna se mantuvo vuelta contra la pared y nego con la cabeza.
– Comere mas tarde. Gracias.
– ?No puedes levantarte un rato?
Como ella no respondio, el volvio a la cocina y se sento a la mesa. Empezo a ingerir mecanicamente la comida. Tuvo la impresion de que el ruido que hacia al masticar retumbaba entre las silenciosas paredes. Al final se comio las rodajas de tomate. Una a una.
Una mariquita se habia posado en la barandilla del balcon.
Anna estaba ocupada preparando el equipaje. Se marchaban a la casa de veraneo que Mahler tenia en el archipielago de Roslagen, donde iban a pasar unas semanas.
– Mama, mira… una mariquita.
La madre llego al cuarto de estar en el momento en que Elias, subido en la mesa del balcon, se inclinaba tras la mariquita cuando esta echo a volar. Una de las patas de la mesa cedio antes de que ella pudiera llegar.
Debajo del balcon habia un aparcamiento de negro asfalto.
– Ten, carino.
Mahler sujetaba el tenedor con un poco de comida y se lo daba a Anna. Esta se sento en la cama, cogio el tenedor y se lo llevo a la boca ella sola. El padre le acerco el plato.
Tenia la cara hinchada y enrojecida, y se apreciaban algunas mechas blancas en su cabello castano. Comio cuatro bocados, luego le devolvio el plato.
– Gracias. Estaba bueno.
El dejo el plato encima de la mesa de Elias y se llevo las manos a las rodillas.
– ?Has salido de casa hoy?
– He estado con el.
Mahler asintio. No sabia que mas decir. Al levantarse se dio en la cabeza con
Ya en su propio apartamento, situado al otro lado del patio, Mahler se quito la ropa sudada, se ducho, se puso la bata y se tomo un par de pastillas de paracetamol para la jaqueca. Se sento frente al ordenador y busco en las paginas de la agencia Reuters. Paso una hora buscando y traduciendo tres noticias.
Un artilugio japones capaz de interpretar lo que decian los perros con sus ladridos. La operacion para separar a dos siameses. Un hombre que habia construido una casa a base de botes de hojalata en Lubeck. No habia ninguna foto de la maquina japonesa, asi que busco una de un perro labrador y la adjunto. Lo envio todo a la redaccion.
Despues
Las sombras del suelo se habian ido alargando; eran las siete pasadas. Se levanto de la silla y se masajeo las sienes. Fue a la cocina, saco una cerveza del frigorifico, se bebio la mitad de un trago y volvio al cuarto de estar, donde se quedo de pie al lado del sofa.
En el suelo, debajo del reposabrazos, estaba el castillo.
Habia sido su regalo para Elias cuando cumplio seis anos, cuatro meses antes. El castillo mas grande de Lego. Lo habian construido juntos y luego habian jugado con el por las tardes, colocando a los caballeros en distintos sitios, inventando historias, reconstruyendo y agrandando la fortaleza. Ahora estaba alli tal y como lo dejaron la ultima vez.
Mahler sufria cada vez que lo veia, y en cada ocasion pensaba que deberia tirarlo o, al menos, desmontarlo, pero no era capaz. Era probable que siguiera alli mientras el viviera, de la misma manera que le enterrarian con el collar de perlas.
«Elias, Elias…».
Un abismo se abria dentro de el. Llegaba el panico, la presion en el pecho. Se apresuro a sentarse delante del ordenador, entro en un portal de pornografia al que estaba abonado y permanecio una hora haciendo clic sin sentir el mas minimo cosquilleo en la entrepierna. Apatia y repugnancia, nada mas.
Poco despues de las nueve salio de esas paginas y decidio apagar el ordenador. La pantalla no reacciono. Se sentia incapaz de prestar atencion al asunto. El dolor de cabeza le presionaba ahora desde el interior de los ojos, haciendole sentirse desasosegado. Dio unas vueltas por el apartamento, se tomo otra cerveza y se detuvo finalmente delante del castillo. Se agacho.
Uno de los caballeros del Lego se inclinaba sobre el borde de la torre, parecia como si le gritara algo al enemigo que trataba de forzar la puerta de la fortaleza.
– ?Ten cuidado, no sea que te vuelque encima el orinal! -habia dicho Mahler con voz grunona.
Elias se habia reido tanto que le habia entrado hipo, y habia gritado:
– ?Mas! ?Mas!
Y Mahler hizo entonces un repaso a todas las cosas asquerosas imaginables que un caballero pudiera echarle encima a otro, como leche agria podrida.
Cogio al caballero y lo giro entre sus dedos. La miniatura llevaba un casco plateado que tapaba en parte el gesto decidido de su rostro y empunaba una espadita todavia reluciente. El color de los aceros de los munecos que Elias tenia en casa se habia deslucido ya. Se quedo mirando la brillante espada plateada y dos certezas cayeron sobre el como dos piedras negras.
«Esta espada siempre estara reluciente».