Un ruido agudo le desperto de pronto. Se incorporo, sobresaltado, y alcanzo torpemente el despertador, que debia despabilarle a las once en punto. Comprobo que solo eran las diez cincuenta y cinco. Ni el despertador habia sonado ni el habia recibido la descarga de la pila. Y sin embargo, el ruido habia sido muy claro. Nada extrano, con tantos servomecanismos y maquinas automaticas en la casa. Pudo haber sido cualquiera de los aparatos.
Una sombra cruzo el panel de vidrio opaco que formaba la pared lateral de la salita. Faulkner vio a traves de ella, en el estrecho camino que separaba su casa de la de los Penzil, un automovil que aparcaba y frenaba. Del coche salio una joven, vestida con una blusa azul, que entro en la otra vivienda. Se trataba de la cunada de Penzil, una muchacha de veinte anos que llevaba un par de meses viviendo con el matrimonio. En cuanto la recien llegada desaparecio en el interior de la casa, Faulkner desato su muneca y se puso en pie. Abrio las puertas de la veranda y paseo por el jardin, mirando hacia atras por encima del hombro. La chica, Louise -Faulkner jamas habia hablado con ella-, estudiaba escultura por las mananas, y al regresar, solia darse una prolongada ducha, antes de tenderse a tomar el sol.
Faulkner se agacho, arrojo unas cuantas piedras al estanque y simulo enderezar algunas de las tablillas de la glorieta. Entonces advirtio que Harvey, un muchacho de quince anos, hijo de los McPherson, se aproximaba hacia el desde el jardin adyacente.
– ?Por que no has ido a la escuela? -pregunto al chico, un joven larguirucho, de rostro inteligente y alargado bajo una melena de color castano.
– Tendria que haber ido -contesto Harvey sin el menor embarazo-. Pero convenci a mi madre de que me sentia muy nervioso, y Morrison -anadio, refiriendose a su padre- dijo que pasaba demasiado tiempo razonando. -Se encogio de hombros-. Los pacientes de aqui son excesivamente tolerantes.
– Por una vez, he de darte la razon -convino Faulkner, echando una ojeada a la caseta de la ducha por encima del hombro.
Una figura sonrosada entro en la caseta, ajusto los grifos y se oyo el sonido del agua brotando a chorros.
– Digame, senor Faulkner, ?se da cuenta de que, desde la muerte de Einstein, en 1955, no ha habido un solo genio? Desde Miguel Angel, pasando por Shakespeare, Newton, Beethoven, Goethe, Darwin, Freud y Einstein, todas las epocas han contado con un genio viviente. Ahora, por vez primera en quinientos anos, dependemos solo de nosotros mismos.
– En efecto -asintio Faulkner, con la mirada fija en la caseta-. Yo tambien me siento terriblemente solo cuando pienso en ello.
Acabada la ducha, lanzo un grunido a Harvey, se encamino de regreso a la veranda, se sento de nuevo en la silla y ato la correa de la pila a su muneca.
Con firmeza, objeto por objeto, empezo a descomponer el mundo que le rodeaba. Las casas de enfrente, en primer termino. Las blancas masas de los tejados y balcones quedaron pronto convertidas en rectangulos unidimensionales; las lineas de las ventanas, en pequenos cuadrados de color, como las cuadriculas de un Mondrian abstracto. El cielo fue un liso campo azulado. Un avion lo cruzo a lo lejos, entre el rugido de sus motores. Faulkner elimino con cuidado la identidad de la imagen y observo despues la afilada y plateada flecha, alejandose como el fragmento de una fantasia en dibujos animados.
Mientras esperaba que los motores se apagaran, oyo otra vez el ruido extrano que habia escuchado antes. Sono a muy poca distancia, cerca de la ventana francesa situada a su derecha. No obstante, se hallaba tan inmerso en el caleidoscopio que se revelaba ante el que no llego a despertarse.
Desaparecido el avion, centro su atencion en el jardin. Suprimio en seguida la valla blanca, la falsa glorieta y el disco eliptico del estanque ornamental. El sendero se alargo hasta circundar el estanque y, en cuanto anulo sus recuerdos de las innumerables veces que habia recorrido aquel trecho, se proyecto en el aire, igual que un brazo de terracota sosteniendo una enorme joya de plata.
Satisfecho por haber suprimido el Cajon y el jardin, comenzo a demoler la casa. Los objetos le resultaron mas familiares, extensiones muy personalizadas de si mismo. Inicio su tarea a partir de los muebles de la veranda, transformando las sillas tubulares y la mesa recubierta de vidrio en un trio de espirales verdes. A continuacion, giro levemente la cabeza y selecciono el aparato de television, que estaba en la salita, a su derecha. El televisor se aferro con escasa fuerza a su identidad, y Faulkner no tuvo dificultad en apartar su mente de ella, hasta reducir la caja de plastico marron, con sus falsos surcos de madera, a una masa amorfa.
Una por una, elimino todas las asociaciones mentales de la estanteria, el escritorio, las lamparas y los marcos de los cuadros. Como muebles arrumbados en algun almacen psicologico, todo quedo suspendido en el vacio. Los blancos sillones y los sofas semejaron adormecidas nubes rectangulares.
Vinculado a la realidad solo por el mecanismo del despertador atado a su muneca, movio la cabeza de izquierda a derecha, eliminando de manera sistematica todo vestigio de significado en el mundo que le rodeaba, reduciendo hasta el objeto mas pequeno a su estricto valor visual.
Y poco a poco, tambien este valor visual se desvanecio. Las abstractas masas de color se disolvieron, arrastrando tras ellas a Faulkner, transportandole a un mundo de pura sensacion psiquica, donde bloques de ideas flotaban como campos magneticos dentro de una nube…
El despertador sono con un estruendo estremecedor; la pila envio agudos espasmos de dolor al antebrazo de Faulkner. Sintio un hormigueo en el craneo, que le hizo volver a la realidad, y se arranco de un tiron la ligadura de la muneca. Se froto el brazo rapidamente y desconecto la alarma.
Permanecio sentado unos minutos, mientras seguia dandose masaje a la muneca e identificaba los objetos que le rodeaban, las casas de enfrente, los jardines, su hogar…, consciente de que una pared de vidrio habia quedado interpuesta entre ellos y su psique. Por mucho que concentrara su mente en el mundo exterior, una especie de pantalla continuaba separandole de ese mundo, una pantalla que aumentaba su opacidad de modo imperceptible.
Tambien a otros niveles iban apareciendo mamparas.
Su esposa llego a casa a las seis, agotada despues de una jornada de duro trabajo. Se mostro consternada al encontrar a Faulkner deambulando en un estado de semiletargo y con la veranda sembrada de vasos sucios.
– ?Oye, limpia eso! -chillo cuando Faulkner le cedio la silla y se dispuso a irse al piso de arriba-. No dejes la veranda asi. Pero ?que te pasa? ?Vamos, despierta!
Faulkner recogio un monton de vasos rezongando entre dientes, y trato de dirigirse a la cocina. Julia se interpuso en su camino cuando trataba de salir. Algo llevaba en mente. Tomo varios rapidos tragos de su martini y luego le lanzo unos cuantos comentarios insinuantes respecto a la escuela de comercio. Faulkner supuso que su mujer la habia visitado con cualquier pretexto. Sus sospechas se vieron reforzadas cuando Julia se refirio a el mismo de pasada.
– Es muy dificil vincularse -le dijo Faulkner-. Dos dias de vacaciones y ya nadie se acuerda de que trabajas alli.
Un colosal esfuerzo de concentracion le habia permitido no mirar a su esposa desde su llegada. De hecho, no habian intercambiado una mirada directa en toda la semana. Esperanzado, se pregunto si ese hecho la habria deprimido.
La cena significo para el una lenta agonia. El olor a la carne autococinada habia impregnado la casa durante toda la tarde. Incapaz de tragar mas de dos o tres bocados, no encontro nada en que centrar su atencion. Por fortuna, Julia tenia mucho apetito, y el pudo fijarse en el pelo de su esposa mientras esta cenaba y dejar que sus ojos vagaran por la habitacion cuando ella alzaba la mirada.
Despues de la cena, gracias a Dios, llego el momento de la television. El crepusculo difuminaba las demas casas de Menninger Village cuando el matrimonio tomo asiento a oscuras frente al aparato. Julia refunfuno.
– ?Por que vemos la television
– Se trata de un interesante documento social -replico Faulkner.
Hundido en su sillon de orejas, con las manos aparentemente enlazadas detras del cuello, se tapaba los oidos con los dedos, eliminando los sonidos del programa.
– No prestes atencion a lo que dicen -recomendo a su mujer-. Le encontraras mas sentido.
Observo a los personajes, que gesticulaban en silencio, como peces enloquecidos. Los primeros planos de los melodramas resultaban particularmente divertidos. Cuanto mas intensa la situacion, mayor la farsa.
De pronto, recibio un fuerte golpe en la rodilla. Alzo los ojos y vio a su esposa inclinada sobre el, con el entrecejo fruncido y los labios moviendose con furia. Sin apartar los dedos de los oidos, Faulkner examino el