iba, pero tia Esther se quedo para cuidar de los mas pequenos, con ayuda de la pequena Salome.
Bruria, la refugiada, vino con nosotros en compania de su esclava griega, que llevaba a su bebe en cabestrillo y se ocupaba de todos.
Deberia decir que uno de los motivos por los que Jose decidio traer a Bruria fue la esperanza de que cuando pasaramos por su finca, ella decidiera reclamarla. Conservaba la mayor parte de los documentos, pues habian sido rescatados del incendio, y sin duda, decia Jose, habria por alli personas que sabian que las tierras eran de ella.
Pero Bruria no tenia deseos de reclamar nada. No queria nada. Trabajaba como ida, ayudando pero sin pedir nada para ella. Y Jose nos dijo, en un aparte, que no la juzgaramos ni nos portaramos mal con ella. Si Bruria queria quedarse con nosotros para siempre, adelante. Tambien nosotros habiamos sido extranjeros cuando estabamos en Egipto.
Nadie tenia el menor inconveniente, y asi lo dijo mi madre. Riba era una bendicion para las mujeres, segun mi tia Salome. Era modesta como una mujer judia, ademas de limpia y servicial, y trabajaba a la par de los demas.
Queriamos a ambas mujeres, y cuando Bruria paso frente a su antigua granja y vimos que le daba igual, nos entristecimos. Eran sus tierras y le pertenecian.
Con nosotros iban tambien los fariseos, todos en un grupo, con sus mujeres y ancianos. Y tambien se habian sumado otras familias de Nazaret, asi como de diversas aldeas.
Nuestros parientes de Cafarnaum, los pescadores y sus esposas e hijos, se reunieron con nosotros: estaban Zebedeo, el primo de mi madre, y su mujer Maria Alejandra, prima tambien de mi madre, a la vez que primos lejanos de Jose, asi como otros muchos, de los cuales yo solo recordaba a algunos.
La columna de gente era interminable, todo el mundo iba charlando y entonando salmos como habiamos hecho aquel primer lejano dia en Jerusalen.
Entonamos los salmos de alabanza, que son los mas bonitos.
Mis antiguos temores reaparecieron al dejar atras el Jordan y empezar la ascension a las montanas. Necesitaba a mi madre, pero no queria que nadie lo supiera. Aquellos malos suenos los habia tenido hacia mucho tiempo, pero volvieron. Dormia pegado a la vieja Sara cuando podia, y si me despertaba llorando, ella ahuyentaba mis pesadillas con su voz. Sabia que Santiago se despertaba al oirme, y no queria que el supiera lo que me pasaba. Queria ser fuerte y estar con los hombres.
No fue un viaje duro; era bonito ver como los pueblos incendiados volvian a la vida; la ciudad de Jerico estaba siendo reconstruida y a su alrededor los palmerales y los grandes bosques de arbol del balsamo se veian igual de hermosos que antes. El arbol del balsamo solo crecia alli; su perfume se vendia a precio de oro y los romanos lo codiciaban.
Que diferencia, este nuevo Jerico bajo un sol brillante, de aquella ciudad ardiendo en mitad de la noche y que me habia hecho llorar de miedo. Por supuesto, fuimos a ver los cimientos del nuevo palacio y como avanzaban sus carpinteros. Mis tios lo observaron todo, desde las pilas de mampuestos hasta el desbroce del terreno donde estarian las nuevas habitaciones de Arquelao.
Pasado Jerico llegamos al pueblo donde habiamos dejado a nuestra prima Isabel y al pequeno Juan. Mi madre estaba preocupada, y otro tanto Zebedeo y su mujer; hacia mucho que no recibiamos ninguna carta de Isabel.
Nos encontramos la casita vacia y con las ventanas cerradas. Pense que iba a ser un golpe terrible para mi madre, pero el golpe -que si llego- no fue tan grave como me temia.
Parientes lejanos vinieron a decirnos que Isabel, la esposa del sacerdote Zacarias, habia sufrido una caida hacia solo un mes y que se encontraba en Betania, cerca de Jerusalen. Ya no podia hablar, nos explicaron, ni moverse demasiado. El pequeno Juan se habia ido a vivir con los Esenos en el desierto.
Varios de ellos se lo habian llevado a un lugar proximo a las montanas que bordeaban el mar Muerto.
Y despues de atravesar los largos y sinuosos desfiladeros, llegamos al monte de los Olivos, desde donde pudimos ver ante nosotros la Ciudad Santa, al fondo del valle de Quidron. Alli estaban las blancas paredes del Templo, con sus adornos de oro, y las casitas que salpicaban las colinas circundantes.
Todos rompieron a llorar de alegria, dando gracias al Senor, mientras que yo volvi a sentir miedo. Jose me izo sobre sus hombros, aunque yo ya era demasiado grande para eso. Varios ninos trataron de abrirse paso hasta la primera fila. Yo no.
El miedo me tenia atenazado como una inflamacion de garganta. No importaba que hiciese sol, yo no lo veia. No veia otra cosa que oscuridad. Creo que la vieja Sara se dio cuenta, porque me atrajo hacia ella. A mi me gustaba el olor de sus prendas de lana, el tacto suave de su mano.
Una vez ofrecidas las plegarias, la gente reparo en las columnatas, alli donde se veian los efectos del fuego, asi como las partes que estaban siendo reconstruidas.
– Seguro que los carpinteros y albaniles estan contentos -dijo Cleofas-. Ellos lo queman, nosotros lo reconstruimos.
Nos reimos porque era cierto, pero Santiago lo miro con ceno, como si no quisiera que Cleofas dijera esas cosas. Entonces hablo mi tio Alfeo:
– Los carpinteros y albaniles de Jerusalen siempre estan contentos. ?Llevan trabajando en el Templo desde que nacieron, la mayoria!
– Y no terminaran nunca -dijo Cleofas-. Para que iban a hacerlo.
Tenemos reyes con las manos manchadas de sangre, y la culpa los hace construir el Gran Templo como si eso pudiera lavar sus pecados a ojos del Senor. Bueno, que lo hagan. Que ofrezcan sacrificios, los profetas ya se han pronunciado sobre esos sacrificios…
– Dejemos de criticarlos -dijo Alfeo-. Vamos a bajar a la ciudad.
– Y los profetas lo han dicho -apunto Jose con una sonrisa.
Cleofas pronuncio en voz baja las palabras del profeta:
– «Si, yo soy el Senor, y yo no cambio.»
Y continuaron hablando y hablando sobre lo grande que era el Templo, el mayor del mundo, pero yo lo oia todo a traves del temor, del recuerdo de los cadaveres diseminados por doquier. Y mas que nada sentia una horrible desdicha, algo que me decia que nunca iba a conocer nada mas que desdicha.
Alguien me izo de nuevo, esta vez Alfeo.
Mire por fin el Templo, tratando de vencer el miedo, contemple su majestuosidad y como la ciudad parecia crecer a su alrededor y aferrarse a el.
La ciudad formaba parte del Templo, no era nada sin el. No habia en Jerusalen otros templos. Y es cierto que desde aquella distancia parecia glorioso y bello, tan blanco y brillante y lleno de oro.
Habia otros edificios grandes. Cleofas me senalo el palacio de Herodes asi como la fortaleza, justo al lado del Templo y llena de soldados. Pero estos edificios no eran nada. El Templo era Jerusalen. El sol estaba brillando, y de pronto el temor, los recuerdos y la oscuridad desaparecieron.
Mi madre deseaba ir a Betania, a escasa distancia de donde nos encontrabamos, a fin de visitar a su prima Isabel. Pero los parientes querian bajar primero a Jerusalen y buscar un alojamiento. Y eso hicimos. ibamos apretujados, hasta el punto de que a veces haciamos un alto porque no podiamos ni movernos, pero cantabamos para animarnos unos a otros. Cuando llegamos por fin a la Ciudad Santa, nos resulto muy dificil pasar por las puertas, tanta gente habia alli, y los pequenos ya estabamos muy cansados. Algunos ninos lloraban y otros se habian dormido en brazos de sus madres. Yo era demasiado mayor para pedir a alguien que me aupara, de modo que no podia ver hacia donde ibamos.
No habiamos avanzado mucho en el interior de la ciudad cuando nos llego el rumor de que las sinagogas estaban llenas y que las casas ya no podian acoger a mas peregrinos. Jose decidio entonces encaminarnos a Betania, donde teniamos parientes en cuyos patios podriamos acampar.
Habiamos previsto llegar antes que el grueso de la gente, para asistir a las ceremonias de purificacion, pese a que ese rito ya lo habiamos practicado en el pueblo, con las cenizas y el agua viva. Sin embargo, otras muchas personas venian con la misma idea, ya que esa festividad atraia a todo el mundo.
Con semejante multitud era de esperar que se produjeran roces y discusiones, y de hecho se oian gritos a cada momento, y cuando esto sucedia, a mi me rechinaban los dientes. Aun asi, no habia enfrentamientos. En lo alto de los muros habia soldados de guardia; procure no mirarlos. Me dolian las piernas y estaba hambriento, pero sabia que a todos les pasaba lo mismo.
