– ?Por que no? -replico Cleofas-. El Senor sabe que son unos ladrones.

Se quedan demasiada comision por el cambio.

– Dejalo correr -dijo Alfeo-. Hoy todavia no ha pasado nada. ?Que quieres, provocar un altercado?

– Pero ?por que cobran tanta comision, padre? -pregunto Santiago.

– Yo no se lo que hacen, simplemente lo acepto -respondio Jose-. Hemos traido dinero suficiente para el sacrificio. Nadie me ha quitado nada que yo no estuviera dispuesto a dar.

Estabamos ya en el sitio donde guardaban las tortolas. El calor apretaba.

Las piedras estaban duras bajo mis pies, aunque eran hermosas. Oi nuevas voces airadas, discusiones mezcladas con el alboroto de las aves. Tardamos bastante en llegar a las mesas.

El hedor de las jaulas era peor que el de cualquier corral de Nazaret. La inmundicia rebosaba de ellas.

Hasta el mismo Jose se sorprendio del precio que tuvo que pagar, pero el mercader estaba enfadado y se quejaba de tener tanto trabajo.

– ?Te gustaria estar aqui sentado y tener que aguantar a toda esta gente? -inquirio-. ?Por que no te traes las aves de Galilea? Es de ahi de donde vienes, ?no? Lo adivino por tu forma de hablar.

Por todas partes se oian las mismas protestas. Una familia habia tenido que volverse porque los sacerdotes no aceptaban sus aves. El mercader grito en griego que esas aves estaban perfectas cuando el las habia vendido. Jose se ofrecio a costearles el sacrificio, pero el padre dijo que no, aunque le dio las gracias. La mujer lloraba.

– Ha caminado catorce dias para venir a ofrecer este sacrificio -balbuceo.

– ?Pues deja que paguemos nosotros otras dos tortolas! -dijo Cleofas-. No te doy el dinero a ti -le dijo a la mujer-. Se lo doy a este individuo y el te entrega otras dos. Sigue siendo tu sacrificio, ?entiendes? Tu no me quitas nada. Es el quien se queda mi dinero.

La mujer dejo de llorar y miro a su esposo. El hombre asintio con la cabeza.

Cleofas pago.

El mercader entrego dos pequenas tortolas asustadas y, rapidamente, metio las otras en una jaula vacia.

– ?Miserable bribon! -dijo Cleofas por lo bajo.

El mercader asintio:

– Si, si, si.

Santiago hizo su compra.

Me vinieron pensamientos a la cabeza y empece a sentir miedo; no recuerdos de aquella batalla campal ni del hombre que habia muerto alli, sino otros pensamientos: que ese no era un sitio para orar, que no era el hermoso lugar de Yahve al que todos venian para adorarle. Cuando recitabamos las Escrituras todo parecia sencillo, incluso los rituales del sacrificio, pero aquello era un enorme mercado lleno de ruido, enojo y decepcion.

Habia muchos gentiles alli, en medio de aquella multitud, y yo senti verguenza ajena por lo que tenian que ver y oir. Pero repare en que a muchos les daba lo mismo. Habian venido a ver el Templo y parecian mas contentos casi que los judios a mi alrededor, los que seguirian hasta el Patio de las Mujeres, lugar en el que ningun gentil estaba autorizado a entrar.

Por supuesto, los gentiles tenian sus propios templos, sus propios mercaderes que vendian animales para sacrificar. Yo habia visto muchos en Alejandria. Posiblemente discutian y peleaban tanto como los judios.

Pero nuestro Senor era el creador de todas las cosas, nuestro Senor era invisible, nuestro Senor lo era de todos los lugares y todas las cosas. Nuestro Senor moraba solo en su Templo, y nosotros, hasta el ultimo de nosotros, eramos su pueblo sagrado.

Cuando llegamos al Patio de las Mujeres la vieja Sara, mi madre y las demas se detuvieron, pues las mujeres no tenian permiso para ir mas alla. Alli no habia tanta aglomeracion. Los gentiles no podian entrar so pena de muerte.

Ahora si estabamos en el Templo, aunque el ruido de los animales no nos habia abandonado pues los hombres traian sus propias vacas, ovejas y aves.

Los incendios no habian danado aquel lugar. Por todas partes veias plata y oro. Las columnas eran griegas, tan bellas como cualquiera de las que habia en Alejandria. Varias mujeres subieron a la terraza para contemplar el sacrificio en el Patio Interior, pero la vieja Sara ya no podia subir mas escaleras y nuestras mujeres se quedaron con ella.

Quedamos en encontrarnos de nuevo en la esquina suroriental del Gran Patio, y a mi me preocupo como dariamos los unos con los otros.

Las piernas me dolian mientras subiamos los peldanos, pero me sentia imbuido de una nueva dicha, y por primera vez mis dolorosos recuerdos, mi confusion, me abandonaron.

Me encontraba en la casa del Senor. Ya se oian los canticos de los levitas.

Al llegar a la verja, el levita guardian nos detuvo.

– Este chico es muy pequeno -dijo-. ?Por que no lo dejais con vuestras mujeres?

– Es mayor de lo que su edad dice, y conoce la Ley de Moises -dijo Jose-. Esta preparado -anadio.

El levita asintio con la cabeza y nos dejo pasar.

Aqui volvia a estar repleto de gente. El ruido de animales era ensordecedor, y las tortolas de Santiago se agitaron. Pero la musica sonaba en todas partes.

Oi las flautas y los cimbalos y las bien ensambladas voces de los cantantes.

Jamas habia oido musica tan sublime, tan plena, como la de los levitas cantando. No eran los canticos alegres y mal interpretados de cuando nosotros entonabamos los salmos por el camino, ni las canciones de ritmo rapido de las bodas. Era un sonido oscuro y casi triste que fluia ininterrumpidamente con fuerza tremenda. Las palabras en hebreo se fundian en el estribillo. No habia un principio ni un final.

Quede tan cautivado que hasta un rato despues no me percate de lo que estaba sucediendo ante mis ojos, frente a la barandilla.

Los sacerdotes, vestidos de puro blanco y con turbantes blancos, se movian al compas del vaiven de los animales, entre la multitud y el altar. Vi los corderitos y los machos cabrios que iban a sacrificar. Vi las aves.

Los sacerdotes estaban tan apretujados alrededor del altar que no distinguia lo que estaban haciendo, solo de vez en cuando alcanzaba a ver la sangre que salia disparada hacia arriba o abajo. Sus bellas prendas de lino manchadas de sangre. Un gran fuego ardia sobre el altar, y el olor a carne quemada era indescriptible. Cada vez que tomaba aire olia aquella pestilencia.

Aunque Jose senalo el altar del incienso y yo pude verlo tambien, no percibi el olor del incienso.

– Mira los cantantes, ?los ves? -dijo Cleofas, inclinandose para hablarme al oido.

– Si -dije-. Santiago, mira. -Se distinguian entre las idas y venidas de los sacerdotes.

Estaban en los escalones que llevaban al santuario y eran muchos, hombres barbudos de largas guedejas, todos con pergaminos en las manos; vi tambien las liras que producian los deliciosos sonidos que yo no habia sabido identificar entre la armoniosa belleza de su musica.

Los canticos de los levitas me llegaron con mas nitidez al verlos a ellos. Era tan hermoso que me senti flotar. Aquella musica borro todos los demas sonidos.

Mis preocupaciones desaparecieron por completo mientras estaba alli, rezando, mis palabras convertidas en algo distinto, en simple adoracion al Creador, en tanto escuchaba la musica y miraba todo cuanto estaba pasando.

«Senor, Senor, sea yo quien sea, sea yo lo que sea, sea yo lo que haya de ser, formo parte de este mundo que es una fluida maravilla, como esta musica. Y Tu estas con nosotros. Estas aqui. Has montado aqui tu tienda, entre nosotros. Esta musica es tu cancion. Esta casa es la tuya.»

Empece a llorar, pero por lo bajo. Nadie lo advirtio.

Santiago cerro los ojos en oracion mientras sujetaba las dos tortolas, esperando a que llegara el sacerdote. Habia tantos que no se podian contar.

Recibian los corderos que balaban y los machos cabrios que chillaban hasta el ultimo momento. La sangre era recogida en cuencos, conforme a la Ley de Moises, para luego ser arrojada sobre las piedras del altar.

– Vereis -dijo Cleofas-. Este no es el altar de la Presencia. Ese esta alla arriba, detras de los cantantes, en el santuario, mas alla del gran velo. Y estas cosas nunca las vereis. Vuestra madre fue una de las que tejio parte de esos velos, dos cada ano. Ah, que portentosos bordados. Solo el sumo sacerdote puede entrar en el sanctasanctorum, y cuando entra lo hace envuelto en una nube de incienso.

Pense en Jose Caifas. Me lo imagine entrando en aquel sagrado lugar.

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