«-Incender lascia, tu che perir non dei, da me quel rogo, che coll'amato mio fratel mi accolga. Fummo in duo corpi un alma sola in vita, sola una fiamma anco le morte nostre spoglie consumi, e in una polve unisca.»

Fintan escuchaba la musica de las palabras, lo que le daba siempre ciertas ganas de llorar. Afuera, el sol brillaba sobre el mar, el viento calido del Sahara soplaba sobre las olas, llovia arena roja sobre cubierta, sobre los ojos de buey. A Fintan le hubiera gustado que el viaje durara para siempre.

Una manana, un poco antes de mediodia, aparecio la costa de Africa. El senor Heylings se ocupo de ir a buscar a Maou y a Fintan, los llevo al puente de mando, junto al timonel. Los pasajeros se preparaban para el almuerzo. Maou y Fintan no tenian apetito, se acercaron con los pies desnudos para poder ver antes. En el horizonte, a babor, Africa era una larga franja gris, muy llana, apenas por encima del nivel del mar y, sin embargo, extraordinariamente nitida y visible. Llevaban tanto tiempo sin ver tierra. Fintan le encontro parecido con el estuario del Gironda.

Sin embargo, no se cansaba de mirar esta aparicion de Africa. Ni mientras Maou se fue al comedor a reunirse con los Botrou. Era algo extrano y lejano, semejaba un lugar que no alcanzarian jamas.

Ahora, a cada instante, Fintan vigilaria esta linea de tierra, se dedicaria a ello desde la manana hasta el atardecer, hasta la noche incluso. Se escurria hacia atras, muy despacito, y, sin embargo, seguia siendo la misma, gris y precisa sobre el resplandor del mar y el cielo. De ella venia el soplo de aire caliente que arrojaba arena contra los cristales del barco. Era ella la que habia transformado el mar. Al presente las olas corrian hacia ella, para ir a morir a las playas. El agua era mas turbia, de un verde tenido de lluvia, tambien mas lenta. Se veian grandes aves. Se aproximaban al estrave del Sumbaya, con la cabeza, ladeada para examinar a los hombres. El senor Heylings conocia sus nombres, eran plangas, rabihorcados. Un atardecer vieron hasta un torpe pelicano que se engancho en los cabos del palo de carga.

Al alba, cuando nadie se habia levantado todavia, Fintan estaba ya en cubierta viendo Africa. Habia bandadas de aves muy pequenas, brillantes como la hojalata, que volteaban en el cielo lanzando punzantes chillidos, y esos gritos de la tierra aceleraban las palpitaciones del corazon de Fintan, como una impaciencia, como si la jornada que comenzaba fuese a estar repleta de maravillas, a la manera de un cuento que se prepara.

Por la manana tambien se veian manadas de delfines, y peces voladores que surgian de las ondas frente al estrave. Ahora, con la arena, llegaban insectos, moscas planas, libelulas, y hasta una mantis religiosa que se habia agarrado al borde de la ventana del comedor, y que Christof se entretenia en hacer rezar.

El sol ardia sobre la franja de tierra. El soplo del atardecer levantaba grandes nubes grises. El cielo se velaba, los crepusculos eran amarillos. Hacia tanto calor en el camarote que Maou dormia desnuda, cubierta con la sabana blanca, que dejaba ver al trasluz su cuerpo en sombra. Era el ambito ya de los mosquitos, del sabor amargo de la quinina. Todas las noches, meticulosa, Maou le untaba a Fintan la espalda y las piernas con calamina. Era el ambito de aquellos nombres que circulaban de mesa en mesa en el comedor: San Luis, Dakar. A Fintan tambien le gustaba aquello de «Lengua de Berberia», y el nombre de Gotea, tan terrible y dulce a la vez. El senor Botrou contaba que alli encerraban a los esclavos antes de enviarlos hacia America, hacia el oceano Indico. Africa rebosaba de resonancias de estos nombres que Fintan repetia en voz baja, una letania, como si al decirlos pudiera aprehender su secreto, la razon misma del movimiento del buque que avanzaba sobre el mar dejando atras su estela.

Un buen dia, al cabo de esta interminable franja gris se vislumbro una tierra, una verdadera tierra roja y ocre, con espuma en los arrecifes, islas, y la inmensa mancha mate de un rio ensuciando el mar. Fue aquella manana cuando Christof se escaldo arreglando las tuberias del deposito de agua caliente de las duchas. En el vacio del alba, su grito resono en el pasillo. Fintan salto fuera de su litera. Habia un rumor confuso, ruidos de carreras al fondo del pasillo. Maou llamo a Fintan, cerro de nuevo la puerta. Pero los gemidos de dolor de Christof se imponian a los chirridos y la trepidacion de las maquinas.

Hacia el mediodia atracaba el Surabaya en Dakar; Christof fue desembarcado con prioridad para ser trasladado al hospital. La mitad de su cuerpo habia resultado afectada por las quemaduras.

Caminando por los muelles con Maou, Fintan se estremecia con cada chillido de gaviota. Habia un olor fuerte, acre, que daba tos. Eso es lo que se escondia tras el nombre de Dakar. El olor de los cacahuetes, el aceite, el humo soso y aspero que lo penetraba todo, el viento, los cabellos, las ropas. El sol incluso.

Fintan respiraba el olor, que entraba en el, le impregnaba el cuerpo. Olor a esta tierra polvorienta, olor al cielo azulisimo, a las relucientes palmeras, a las blancas casas. Olor a mujeres y ninos harapientos. La ciudad estaba poseida por este olor. Fintan siempre habia estado alli, Africa era ya un recuerdo.

Maou odio esta ciudad desde el primer instante. «?Mira, Fintan, mira a esa gente! ?Hay gendarmes por todas partes!» Senalaba a los funcionarios vestidos con trajes almidonados, que llevaban el casco como si fueran de verdad gendarmes. Tenian chalecos y relojes de oro, como en el siglo pasado. Tambien habia comerciantes europeos en pantalones cortos, con las mejillas mal afeitadas y una colilla en la comisura de los labios. Y gendarmes senegaleses, de pie, plantados con arrogancia, que vigilaban a la hilera de sudorosos estibadores. «Y este olor, este cacahuete, se agarra a la garganta, no se puede respirar.» Habia que moverse, alejarse de los muelles. Maou cogia a Fintan de la mano, tiraba de el hacia los jardines seguida por una retahila de ninos mendigos. Interrogaba a Fintan con la mirada. ?Detestaba tambien el esta ciudad? Pero era tal la fuerza que radicaba en este olor, en esta luz, en estos rostros sudorosos, en los gritos de los ninos; era una especie de vertigo, un campaneo, no quedaba ya espacio para los sentimientos.

El Surabaya era un asilo, una isla. La vuelta devolvia al refugio del camarote, la asfixiante atmosfera gris y la sombra, al ruido del agua al fondo del pasillo, en el cuarto de la ducha. No habia ventanas. Africa, tras tantos dias de mar, imprimia mayor fuerza a las pulsaciones.

En los muelles de Dakar no habia mas que barriles de aceite, y el olor hasta el corazon del cielo; Maou decia que le daban ganas de vomitar. «?Ah!, ?por que este olor tan intenso?» El buque descargaba mercancias, se oia el rechinar del palo, los gritos de los estibadores. De todos modos, cuando salia, Maou se protegia con su sombrilla azul. El sol abrasaba la cara, abrasaba las casas, las calles polvorientas. El senor y la senora Botrou debian tomar el tren para San Luis. Dakar era la caja de resonancia del ruido de los camiones y los autos, las voces infantiles, los aparatos de radio. El cielo estaba henchido de gritos. Y ese olor que no cesaba nunca, semejante a una nube invisible. Hasta las sabanas, la ropa, la misma palma de las manos estaban impregnadas de el. Cielo amarillo, cielo cerrado sobre la gran ciudad, el peso del calor en esta tarde avanzada. Y de repente, como una fuente, delgada, aguda, la voz del almuedano que convocaba a la oracion por encima de los tejados de chapa.

Maou ya no aguantaba en el barco. Decidio acompanar a los Botrou hasta San Luis. En la habitacion del hotel, mientras suponia a Fintan ocupado jugando en el jardin, Maou se lavaba. Lo hacia de pie, desnuda del todo en la tina de agua fria, en medio del enlosado rojo sangre, y se estrujaba una esponja encima de la cabeza. Las persianas de las altas ventanas filtraban una claridad gris, como antes en la habitacion de Santa Anna. Fintan entro con sigilo, miraba a Maou. Era una imagen a la vez muy bella e inquietante, el cuerpo delgado y palido, las costillas salientes, los hombros y las piernas tan morenos, los senos con pezones de color ciruela, y el ruido del agua que caia en cascada por ese cuerpo de mujer en la penumbra de la habitacion, un ruido muy suave de lluvia mientras las manos elevaban la esponja y la exprimian encima de la cabellera. Fintan se quedaba paralizado. El olor a aceite lo invadia todo, incluso esta habitacion, habia impregnado el cuerpo y el pelo de Maou, tal vez para siempre.

Asi es que esto era Africa, esta violenta y calurosa ciudad, un cielo amarillo donde latia la luz como un pulso secreto. Antes de que regresaran a Dakar, los Botrou invitaron a Maou y a Fintan a Gorea, para visitar el fuerte.

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