En la rada, el bote se deslizaba hacia la oscura linea de la isla. La fortaleza maldita donde los esclavos aguardaban su viaje hacia el infierno. En el centro de las celdas habia un canalillo para que corrieran los orines. En las paredes, las argollas donde enganchaban las cadenas. Asi es que Africa era esto, esta sombra cargada de dolor, este olor a sudor en el fondo de las mazmorras, este olor a muerte. Maou sentia repulsion, verguenza. No queria quedarse en Gorea, queria volver lo antes posible hacia Dakar.

Por la noche Fintan ardia de fiebre. Maou le pasaba las manos por el rostro, frescas, leves. «Bebe tu quinina, bellino, bebe.» El sol seguia abrasando, tambien de noche, hasta en el fondo del camarote sin ventanas. «A abuela Aurelia quiero volver a verla, ?cuando regresaremos a Francia?» Fintan deliraba un poco. En el camarote perduraba el olor acre a cacahuete, y la sombra de Gorea. Habia un rumor ahora, el rumor de Africa. Los insectos revoloteaban alrededor de las lamparas. «Y Christof, ?se va a morir?»

Se reanudo el ruido de las maquinas, el largo movimiento del oleaje, los crujidos de las cuadernas cada vez que el estrave franqueaba una ola. Era de noche, avanzaban hacia otros puertos, Freetown, Monrovia, Takoradi, Cotonu. Con el movimiento del buque sentia Maou que la fiebre se marchaba, se alejaba gradualmente. Fintan seguia inmovil en la litera, escuchaba la respiracion de Maou, la respiracion del mar. El ardor que experimentaba en el fondo de los ojos, en el centro del cuerpo, era el sol suspendido sobre la isla de Gorea, en medio del cielo amarillo, el sol maldito de los esclavos encadenados en sus jaulas, azotados por los capataces de las plantaciones de cacahuete. Se deslizaban suavemente, se alejaban, avanzaban hacia el otro lado del crepusculo.

Al alba sintieron aquel ruido extrano, inquietante, en la cubierta de proa del Surabaya. Fintan se incorporo para escuchar. Por la puerta entornada del camarote, tras recorrer el pasillo aun iluminado por las bombillas electricas, llegaba el ruido, amortiguado, monotono, irregular. Golpes asestados a lo lejos, en el casco del buque. Al poner la mano en la pared del pasillo podian sentirse las vibraciones. Fintan se vistio a todo correr y, descalzo, salio al encuentro del ruido.

En cubierta ya habia gente, ingleses vestidos con sus chaquetas de lino blanco, senoras provistas de velos, sombreros. El sol brillaba con fuerza sobre el mar. Fintan caminaba por la cubierta de las primeras; hacia la proa del buque, desde donde podian verse las escotillas. De improviso, como quien se asoma al balcon de un edificio, Fintan descubrio el origen del ruido: toda la cubierta de proa del Surabaya estaba ocupada por negros agachados que martilleaban las escotillas, el casco y las cuadernas para quitar la herrumbre.

El sol salia sobre la costa africana, en el horizonte, inmerso en una especie de halo arenoso. Ya el aire caliente alisaba el mar. Aferrados a la cubierta y a las cuadernas, como a lomos de un animal gigante, los negros descargaban golpes irregulares con sus martillitos puntiagudos. El ruido retumbaba, se apoderaba del buque entero, aumentaba su amplitud sobre el mar y por el cielo, y parecia penetrar la franja de tierra alla en el horizonte, como una dura y pesada musica, una musica que inundara el corazon y no se pudiera olvidar.

Maou se reunio en cubierta con Fintan. «?Para que hacen eso?», pregunto Fintan. «Pobre gente», respondio Maou. Le explico que los negros se dedicaban a desoxidar el barco para pagar su viaje y el de sus familias hasta el siguiente puerto. Los golpes resonaban con arreglo a un ritmo incomprensible, caotico, como si ellos fueran ahora los encargados de impulsar el Surabaya en medio de este mar.

Iban hacia Takoradi, Lome, Cotonu, iban hacia Conakry, Sherbro, Lavannah, Edina, Manna, Sinu, Acra, Bonny, Calabar… Maou y Fintan permanecian largas horas en cubierta, mirando la interminable costa, esa oscura tierra que se divisaba en el horizonte y daba paso a estuarios desconocidos, vastisimos, que trasladaba el agua dulce de los rios hasta el corazon del mar, con troncos y balsas de hierba enmaranados como un monton de serpientes, cual islas emergentes ribeteadas de espuma, cuando el cielo se inundaba de pesadisimos pajaros que volaban sobre la popa del buque, inclinando la cabeza, barriendo con su acerada mirada el buque y los extranos pasajeros que rozaban sus dominios.

En la cubierta de proa los negros proseguian con su martilleo. La luz era cegadora. Los hombres sudaban a chorros. A las cuatro, a la senal de una campana, cesaban de golpear. Los marineros holandeses bajaban a la cubierta de carga a recoger los martillos y repartir la comida. Habia toldos en cubierta, abrigos improvisados. Pese a tenerlo prohibido, las mujeres encendian braserillos. Habia peules, uolofs, mandingos, reconocibles por sus largos vestidos blancos, sus tunicas azules, sus calzones con incrustaciones de perlas. Se instalaban en torno a una tetera de hojalata con gollete de ibis. Ahora que el ruido de los martillos habia cesado, Fintan podia oir el guirigay de las voces, las risas de los ninos. El viento le acercaba el olor de la comida, el humo de los cigarrillos. En la cubierta de recreo de las primeras, los oficiales ingleses, los administradores coloniales vestidos de claro, las damas de los sombreros y los velos miraban distraidamente a la muchedumbre hacinada en la cubierta de carga, las prendas multicolores que ondeaban al sol. Hablaban de otra cosa. No les dedicaban el menor pensamiento. Incluso Maou, pasados los primeros dias, dejo de oir el ruido de los martillazos en las cuadernas del buque. Pero lo que es Fintan, se sobresaltaba cada manana en cuanto volvian a la carga, a proa del buque. Apenas amanecia, corria descalzo hasta el parapeto, pegaba los pies contra la pared para ver mejor por encima de la barandilla. Con los primeros golpes en el casco, sentia que se le aceleraba el corazon, como si se tratara de una musica. Los hombres elevaban los martillos uno tras otro, los abatian, sin un grito, sin un canto, y nuevos golpes respondian en el extremo opuesto del buque, luego otros, y al poco el casco entero vibraba y palpitaba como un animal vivo.

Y alli estaban el mar, tan denso, los estuarios cenagosos que enturbiaban el azul profundo, y la costa de Africa, tan cercana a veces que se distinguian las casas blancas en medio de los arboles y se oia el bramido de los arrecifes. El senor Heylings senalaba a Maou y a Fintan el rio Gambia, las islas de Formose, la costa de Sierra Leona, en que tantos buques habian naufragado. Les ensenaba la costa de los krus y comentaba: «En Manna, en Grand Bassa, en el cabo Palmas no hay luces, asi es que los krus encienden hogueras en las playas, como si se tratara de la entrada del puerto de Monrovia, o el faro de la peninsula de Sierra Leona, y los buques se arrojan a la costa. Son los provocadores de naufragios, los saqueadores de pecios.»

Fintan no se cansaba de mirar a aquellos hombres agachados descargando martillazos en el casco del buque, como una musica, un secreto lenguaje, como si relataran la historia de los naufragios en la costa de los krus. Una tarde, sin decir nada a Maou, franqueo la barandilla, a proa, y bajo los escalones hasta la cubierta de carga. Se colo entre los contenedores hasta las grandes escotillas donde campaban los negros. Caia un crepusculo, avanzaban despacio por el mar fangoso hacia un gran puerto, Conakry, Freetown, Monrovia tal vez. La cubierta seguia ardiendo por el calor del sol. Se sentia el olor a grasa sucia, aceite, el olor acido del sudor. Al amparo de las cuadernas oxidadas, las mujeres acunaban a sus ninos. Varios chavales desnudos jugaban con botellas y latas de conserva. Reinaba un gran cansancio. Los hombres estaban tumbados en guinapos, dormian o miraban al cielo sin decir nada. Todo resultaba muy suave y lento, el mar consumia las largas olas que, llegadas desde el fondo del oceano, se deslizaban bajo la nuca del buque, indiferentes, hasta el zocalo del mundo.

Nadie hablaba. Unicamente, a proa, esa voz que cantaba a solas, con sordina, al compas del cansino vaiven de las olas y el aliento de las maquinas. Una voz -le bastaban los «ah» y los «eyaoh»- no lo que se dice triste, no lo que se dice una queja, la liviana voz de un hombre sentado apoyado en un contenedor, vestido con harapos llenos de lamparones, con el rostro estriado por profundas cicatrices en frente y mejillas.

La proa del Surabaya se levantaba con el oleaje; de vez en cuando un pequeno haz de salpicaduras quedaba suspendido sobre cubierta y filtraba el arco iris. Hacia las veces de una nube fria sobre la quemazon de los hombres. Fintan se sento en la cubierta a escuchar la cancion del hombre de los harapos. Algunos ninos se acercaron timidamente. Nadie hablaba. El cielo amarilleo. Luego cayo la noche y el hombre siguio cantando.

Al final un marinero holandes vio a Fintan, fue en su busca. Al senor Heylings no le hizo ninguna gracia. «?Esta prohibido ir a la cubierta de carga, y tu lo sabias!» Maou se deshacia en lagrimas. Se habia puesto en lo peor, que una ola lo habia arrastrado, ahogado; miro la cruel estela que proseguia imperterrita, ?queria que detuvieran el barco! Estrechaba a Fintan contra ella, incapaz de articular palabra. Era la primera vez que la veia llorar, tambien el lloraba. «No lo hare nunca mas, Maou, no volvere a esa cubierta.»

Mas tarde, le pregunto: «Dime, Maou, ?por que te casaste con un ingles?» Lo expreso con tal gravedad que ella rompio a reir. Lo estrecho en sus brazos con tanta fuerza que lo levanto en el aire, y sosteniendolo asi, comenzo a dar vueltas sobre si misma, como si bailara un vals. Algo para no olvidar jamas. El crepusculo frente al buque, la cancion lenta del hombre en harapos, y Maou estrechando a Fintan contra ella y bailando en la cubierta hasta el vertigo.

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